Psicología, cultura y sociedad

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Psicología, cultura y sociedad: una articulación necesaria para abordar las problemáticas y los desafíos de la orientación en el siglo XXI

Entre fines de los años cincuenta y principios de los años sesenta, se ha ido instalando en nuestro campo intelectual el imperativo de vincular la Psicología con la Sociedad y la Cultura. Además, a partir de las cátedras y los contenidos curriculares, nos hemos formado en un clima de ideas heredero de aquella inclinación; en los pasillos de esta facultad lo primero que aprendimos fue a considerar al hombre como un ser biológico, psicológico y social. Es cierto que, al calor de la discusión sobre las proporciones de cada factor, hemos visto priorizar alguno de ellos como elementos dominantes en la producción de la subjetividad y en la orientación de las conductas. Pero siempre al interior de un medio intelectual que instaba nuevamente a vincular las tres instancias, en el marco de un “deber ser” tan cimentado en nuestro medio que, a menudo pudo convertirse más en un discurso políticamente correcto que en un verdadero intento de articulación.

Pero, aunque en los hechos sigamos recayendo en rígidos cortes disciplinares que producen saberes fragmentarios, o aunque continuamente se nos presenten disonancias entre trabajo de campo, investigaciones y elaboraciones conceptuales, de todos modos nos desempeñamos bajo un paradigma que nos impele a vigilarnos y a preguntarnos una y otra vez cómo promover pautas de investigación y modelos que se apliquen efectivamente a los problemas singulares que encontramos en las prácticas. Es evidente que en la actualidad predomina como principio la tendencia a romper con las visiones unilaterales; por lo tanto, las vinculaciones que se producen entre la psicología y otras disciplinas, debieran permitirnos comprender cada vez más las relaciones entre subjetividad, cultura y sociedad.

Pues bien, esta noción tan básica que hemos transformado en un lugar común, se instaló en el campo intelectual de la Psicología en una sociedad –la de los años sesenta–, notoriamente distinta a la nuestra en cuestiones elementales de la estructura social. Era aquella una sociedad de 22 millones de habitantes con 2 millones de pobres; nuestra sociedad actual está compuesta, aproximadamente, por 40 millones de personas, de las cuales alrededor del 30% son pobres o indigentes. El desempleo promedio entre 1955 y 1976 apenas alcanzaba a ser un 4% de la población económicamente activa, con pisos mínimos de 2,3% en 1975; es decir que a la luz de la situación actual se trataba de una sociedad con pleno empleo. Las transformaciones estructurales que se produjeron en la Argentina como consecuencia de los procesos de la globalización y las políticas neoliberales aplicadas en las últimas décadas, provocaron dentro de sus consecuencias en la población, el desempleo estructural, la subocupación, la precarización del trabajo, así como un fuerte deterioro de la distribución del ingreso. Todos estos fenómenos han generado una polarización social, que produjo una importante intensificación de la pobreza, vulnerabilidad y exclusión social de gran parte de la población.

Estos cambios y muchos otros plantean a los psicólogos una actualización particular de aquel viejo principio que nos fue dado por el campo intelectual antecesor, configurado en aquella otra sociedad, tan cercana y tan distante a la nuestra. Seguramente los investigadores de aquel entonces recepcionaron el imperativo antes aludido de un modo más intenso, en la medida en que creían desafiar viejas tradiciones intelectuales. Probablemente nosotros nunca consigamos sentir por estas ideas lo que ellos sintieron, aunque procuremos desnaturalizarlas y referirnos a ellas con palabras nuevas.

Sin embargo, paradójicamente, podría decirse que ninguna generación de investigadores en Psicología se ha visto más obligada que la nuestra a vincular por todos los medios que le fueran posibles la Psicología, la Sociedad y la Cultura. Es cierto que la generación de los años sesenta vivió un proceso muy intenso de transformación de la sociedad, la cultura y las costumbres. En lo que hace a las pautas de vida, nunca había existido un choque generacional más intenso que el protagonizado por los nuevos jóvenes de los sesenta. Pero la magnitud de los traumatismos sociales vividos a partir de 1976 tampoco registra precedentes. Pensemos en el genocidio de los años 76 y 77, en la hiperinflación de 1989, en la desocupación estructural, el empobrecimiento de los 90´ y la profunda crisis económica del año 2001. Es evidente que nuestro desafío intelectual de vincular la Psicología, la Cultura y la Sociedad, plantea una urgencia equiparable debido a que la situación argentina de los últimos veinticinco años modificó agudamente las estructuras sociales, y culturales de nuestra realidad, impactando fuertemente en los procesos subjetivos de construcción identitaria de las personas. En cierta forma resultaría sorprendente que no se desarrollara una producción intelectual igual de significativa a la que encabezaron figuras relevantes como Gino Germani o Pichón Rivière, procurando explicar la modernización de aquella sociedad con sus múltiples contradicciones.

 

Intentaré ilustrar brevemente la importancia que a mi entender, tienen las vinculaciones aludidas con el área de la Psicología de la Orientación en sus desarrollos actuales. Como toda práctica social, las cuestiones que aborda se inscriben en determinados momentos socio-históricos. Si bien se relacionó desde sus orígenes con la Psicología como disciplina científica, las problemáticas a las que históricamente fue intentado dar respuesta, están íntimamente relacionadas con el estado de la organización social, económica y tecnológica, teniendo un rol mayor la evolución en la organización del trabajo, la distribución de los empleos, así como el desarrollo y la organización del sistema educativo.

Hasta el siglo XIX, en las sociedades occidentales, la división del trabajo estaba menos desarrollada y los cambios se producían más lentamente. Tanto la posición social como las ocupaciones estaban definidas desde el nacimiento, y, por lo general, las actividades ocupacionales de la familia y el trabajo se aprendían y ejercían por contacto directo con la actividad (Dubar & Tripier, 1998). La reflexión sobre la elección de la ocupación no era todavía un problema social: era poco sistemática y considerada, fundamentalmente desde la filosofía y la religión. Es a partir del crecimiento considerable de la división del trabajo, con la proliferación de las ocupaciones y la diversificación de los trabajos asalariados, que la distribución de las personas en los trabajos se vuelve un problema social y por lo tanto, de interés para las ciencias sociales nacientes.

Los primeros servicios de orientación profesional surgieron hacia fines del siglo XIX, coincidiendo también con el nacimiento de la psicología científica, dirigidos principalmente a jóvenes que debían buscar un oficio o una formación profesional. La orientación era fundamentalmente empírica, y el orientador era un experto en técnicas psicométricas, que buscaba encontrar una relación objetiva entre las aptitudes personales y las exigencias de las ocupaciones, para de esta manera, ayudar a los individuos a encontrar los oficios o profesiones más convenientes y para los cuales fueran capaces de formarse (Parsons, 1909).

A mediados del siglo XX, la emergencia de organizaciones de trabajo jerarquizadas y burocratizadas, dio lugar a nuevas problemáticas en orientación. El desafío que se plantearon entonces los orientadores, fue cómo ayudar a las personas a progresar en el trabajo y a desarrollar sus carreras profesionales. En este período, desde enfoques provenientes de la psicología del desarrollo, el psicoanálisis y el counseling entre otras, el interés de los investigadores se centró en comprender los factores, etapas y procesos del desarrollo que inciden en la construcción de las trayectorias profesionales a lo largo de toda la vida. Con este cambio de perspectiva, la orientación deja de concebirse como un momento puntual -a la salida de la escolaridad- para abarcar toda la vida profesional. Hay que tomar en cuenta que a lo largo del siglo XX el orden social permitía pensar en trayectorias predeterminadas, se podía aspirar a tener un trabajo estable, y si se tomaban las decisiones más convenientes, se podía aspirar a un desarrollo progresivo y ascendente dentro de la organización. De esta manera, un mercado de trabajo relativamente estable conlleva la idea de una trayectoria profesional marcada por etapas previsibles.

A partir de las últimas dos décadas del siglo XX y el inicio del siglo XXI, la globalización de la economía y del trabajo, los rápidos avances tecnológicos y las formas dominantes de organización de la producción, fueron dando lugar a problemáticas y desafíos que los especialistas de la orientación no se planteaban en otros momentos. En un mercado laboral restringido y cambiante, y la nueva forma de gestión de las empresas hacen que las perspectivas en materia de trabajo se presenten mucho menos previsibles, mientras que las transiciones entre distintos empleos se vuelven más frecuentes y difíciles. Asimismo, el aumento de la desocupación como fenómeno estructural, las dificultades de inserción de los jóvenes, la creciente precarización del empleo y la segmentación social, entre otras, hace que se vayan borrando los antiguos puntos de referencia y se acreciente considerablemente la incertidumbre sobre el futuro. De esta manera, el postulado de la previsibilidad para el desarrollo de la carrera profesional parece haber perdido su pertinencia. Frente a las nuevas exigencias sociales, las teorías imperantes de la elección ocupacional se volvieron limitadas, ya que ofrecen pocas respuestas a los orientadores para ayudar a que los individuos se desarrollan en un mundo complejo, cambiante e incierto.

En este contexto en el que predominan la flexibilidad, inestabilidad, incertidumbre, en varias esferas de la vida, las personas son “compelidas” por la sociedad a desarrollar proyectos personales y profesionales de manera autónoma. Sabemos que, en las ciencias sociales y humanas, las teorías representan la manera en la que el conocimiento es socialmente organizado, producido, reproducido y utilizado. Para dar un ejemplo: la ética protestante formó el modelo de hombre adecuado para la necesaria acumulación, que posibilitó en Europa central el auge del capitalismo que ya estaba en desarrollo. Las concepciones posmodernas de las sociedades occidentales actuales, acentuaron esta concepción individualista, que plantea entre otras cosas, la autonomía, responsabilidad y “libertad” de las personas en la construcción de sus itinerarios de vida.

Esta situación paradójica, es decir, el imperativo social “individualista”, que considera a las personas autónomas y responsables en la construcción de sus trayectorias de vida en un mundo cada vez más complejo e imprevisible, no tiene el mismo impacto en todos los sectores de la población.

En la mayor parte de las sociedades occidentales, se considera que los individuos son a la vez libres y responsables de la construcción de sus trayectorias de vida. Frente a las desigualdades sociales, la educación es el medio privilegiado de las sociedades capitalistas para brindar igualdad de oportunidades a todos los sectores de la población. Por lo tanto, se trataría de un medio “democrático” de producir desigualdades justas, siendo estas el resultado de los “méritos” individuales. Sin embargo, distintos estudios muestran que las diferencias socioculturales tienen una influencia manifiesta en las trayectorias escolares, laborales y sociales de las personas, así como en la conformación de su subjetividad (Aisenson et al., 2008; Aisenson et al., 2002; Bourdieu & Passeron, 1998; Guichard, 1995; Jacinto et al. 2005, entre otros). Las personas van construyendo y direccionando sus trayectorias de vida en la interacción con las oportunidades y las limitaciones de sus mundos sociales. Podemos señalar por un lado, el peso de la situación económica, el origen social familiar y la herencia cultural y por otro, el de las experiencias escolares, principalmente de las vivencias de éxito o fracaso en los estudios acaecidos en las interacciones cotidianas dentro de las instituciones educativas, socialmente segmentadas. Es a través de las experiencias adquiridas a lo largo de los diversos procesos de socialización, donde las personas dotan de “diversos sentidos” tanto al mundo que los rodea, como a sí mismos, construyendo de esta manera sus trayectorias e identidades personales (Berger & Luckman, 1991).

Específicamente, dentro del campo de la Psicología de la Orientación el interés de algunos investigadores se focalizó en estudiar la relación entre lo que aparece generalmente como la posibilidad de realizar elecciones “autónomas”, y distintos determinantes -principalmente sociales- demostrando que éstos se relacionan al menos en parte con la elaboración de proyectos y trayectorias de vida (Aisenson, 2009; Blustein, McWriter & Perry, 2005; Guichard et al,, 1994; Legaspi & Aisenson, 2005; Vondracek, 2008, entre otros). Pero el determinismo social puede ejercerse por diferentes vías: de manera directa, por medio de factores objetivos como la falta de recursos económicos, la necesidad de insertarse tempranamente en el mercado de trabajo, las dificultades en los estudios, la distancia geográfica, entre otras; y de manera mediatizada, por la diversidad de los procesos subjetivos, social y sexualmente diferenciados, que generan no sólo un desigual acceso a la información, sino también la construcción de representaciones, valores, identificaciones, intereses y motivaciones que pueden limitar o ampliar las posibilidades de construir un proyecto de vida valorado y la inclusión social. De esta manera, las desigualdades sociales materiales tienden a reproducirse en la subjetividad, y pueden dar lugar a auto-limitaciones.

Frente a este contexto, las finalidades prioritarias de las prácticas en orientación pueden ser muy divergentes, incluso a veces opuestas: por ejemplo, adaptarse pasivamente a la flexibilidad del mercado laboral en función de las características personales o apuntar -desde una perspectiva psicoeducativa- a generar cambios que ayuden a reducir las desigualdades sociales. Por lo tanto, si las prácticas de orientación centradas únicamente en la medición de las características individuales (aptitudes, intereses, valores, etc.) resultan hoy insuficientes -ya que hoy no es posible predecir la correspondencia entre ocupaciones y personas-, también pueden llegar a convertirse en un proceso de reproducción y de legitimación de las desigualdades sociales de origen, que puede perjudicar a personas provenientes de medios sociales y culturales desfavorecidos.

Diversos enfoques contemporáneos en Psicología de la Orientación que reconocen la importancia de los contextos socioculturales, se plantean como finalidad reducir las desigualdades sociales, enfatizando la necesidad de realizar intervenciones tendientes a generar cambios tanto en el nivel social y colectivo, como a nivel individual. Se dirigen a realizar intervenciones que ayuden a promover el agenciamiento y fortalecimiento personal en el proceso de construcción de sí mismo en todos los roles de vida, así como para afrontar las necesidades y cambios que plantean las sociedades contemporáneas.  Para lograr estos objetivos, resulta necesario comprender en profundidad la relación entre dinámica social y dinámica psíquica. Es decir, comprender en profundidad el funcionamiento subjetivo de las personas y las condiciones del contexto que favorecen u obstaculizan el desarrollo de las oportunidades a las que todos los ciudadanos tienen derecho en una democracia.

Este objetivo amplio se ubica dentro del paradigma preventivo, comunitario y orientado a la diversidad, que busca comprender y transformar los mecanismos que mantienen los privilegios y preservan las inequidades sociales. Se trata de ayudar a reducir las desigualdades de oportunidades relativas a las desigualdades sociales, propiciando las condiciones que permitan que las personas que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad socio-económica, no consideren ciertos destinos como “inevitables¨, y de esta manera, ayudarlos a ampliar “el horizonte de posibilidades”, para construir una sociedad más justa. (Aisenson, 2008).

Estas consideraciones éticas  sobre las finalidades de las prácticas en Orientación no son nuevas. Es probable  que a principios del siglo pasado ya estuviesen presentes en las reflexiones de  los orientadores. Sin embargo, en nuestra sociedad actual se han vuelto fundamentales. En un contexto social tan complejo como el que se presenta en la actualidad en la Argentina, los psicólogos que trabajamos en el área de la Orientación, necesitamos elaborar modelos teóricos que permitan abordar las problemáticas específicas que se presentan en las prácticas cotidianas, comprometidos en la misión de favorecer la justicia social. Muchas teorías se han desarrollado sin tomar en cuenta los contextos socioculturales o presuponiendo que teorías desarrolladas en un contexto pueden aplicarse en otros. Si los países de América Latina históricamente han asimilado las teorías psicológicas producidas en los países centrales, las tendencias académicas y la investigación en Orientación no estuvieron exentas de ello.

Es a partir de la constante articulación entre teoría, investigación y práctica, que se pueden producir desarrollos originales en nuestro ámbito. Generar desarrollos originales no significa desconocer ciertos principios universales o prescindir de las teorías existentes y mundialmente reconocidas, sino que se trata de utilizarlas como contexto conceptual y nunca como marco teórico acabado. Es decir, como fuente de información que nos permita comparar y contrastar con los resultados de nuestras investigaciones, buscando similitudes y diferencias. Si consideramos que las prácticas deben fundamentar sus objetivos en determinadas concepciones o fundamentos teóricos, éstos deben, a su vez, ser el resultado de investigaciones que permitan dotarlos de sentido y contextualizarlos en función de las poblaciones a las que conciernen (Aisenson et al. 2004).

Nuestro país se encuentra frente a un desafío complejo relacionado con la necesidad de integrar e incluir a grandes colectivos sociales marginados de las oportunidades elementales para desarrollarse como personas y de lograr inserciones educativas, laborales y sociales que sean valorados por ellos y por la sociedad. Desde la Universidad de Buenos Aires, trabajamos para brindar aportes específicos que contribuyan al desarrollo de políticas públicas de educación y trabajo, cuya finalidad es ir acompañando este proceso de cambio social.

 

Gabriela Aisenson es profesora adjunta interina a cargo de la Cátedra de Orientación Vocacional y Ocupacional.

Referencias bibliográficas

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