EL ASFALTO

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La lapicera resbalaba en mis dedos por el aceite que dejaron las papas. Quedaba una docena de exámenes por ver, y de los que había corregido la mitad eran entregas en blanco. Martina apareció en el comedor descalza y llorando, corrió hacía mi y la alcé. “¿Mamá, qué es ese ruido de afuera?”, me preguntó. Le dije que los trabajadores estaban arreglando la calle, que no se asustara y volviera a la cama. Agarró algunas papas del tubo en la mesa y fue comiendo a la habitación. En el mes anterior había llegado una carta del municipio avisando que durante esos días se asfaltaría la calle por los baches. Yo sentía cansancio y sed. Horas antes, los chicos habían gritado en el aula toda la mañana y tuve que levantar la voz varias veces. Como no hacían caso, llamé a la directora y dejó sin recreo a medio curso. Cuando se fue, hubo lluvia de pelotas y aviones de papel contra el pizarrón. Me pareció una mañana terrible y al llegar del colegio vi que los trabajadores estaban con los taladros, aplanadoras y camiones de volquetes.

 Corregí algunos exámenes y me levanté de la silla. Serví agua en un vaso y abrí el ventanal del balcón para tomar aire. El vaso perdía, tenía una rajadura y tuve que llenar otro. Salí al balcón. Apoyé los codos en la baranda y vi que un hombre pasaba el taladro a un compañero que se había puesto el casco. Metió algo en sus orejas y empezó a taladrar cerca del cordón. Miré hacia adentro para ver si Martina había vuelto a despertar de la siesta, pero no apareció. El ruido me parecía insoportable. La tierra de la planta estaba toda revuelta. Tiré en la maceta el agua que sobró del vaso. Volví hacía adentro y cerré el ventanal, pero seguía escuchando el taladro. Prendí el equipo y sonaba la radio. Puse un disco que me había dado una amiga la semana anterior, de una banda inglesa que rompía los instrumentos en pleno escenario después de tocar. La batería sonaba muy fuerte, pero el ruido qué hacían los trabajadores en la calle era más alto. Quise olvidar todo ese barullo y fui a bañarme, dejé correr el agua de la ducha un rato y tuve que cerrarla porque sonó el timbre. Era la vecina del tercero B. Me preguntó si podía ayudarla a cruzar la calle porque el portero le dijo que la rampa no se podía usar por los conos y las vallas que habían puesto. Le respondí que sí y manejé su silla por el pasillo hasta el ascensor. Al caminar sentí algunas cerámicas flojas. Bajábamos por el ascensor y el ruido del taladro se escuchaba más alto. La vecina dijo que se sentía agobiada. Me contó que durante la mañana los trabajadores habían roto un caño y la vereda estuvo inundada hasta que lo arreglaron. Salimos del ascensor y en la puerta el portero dijo que tuviéramos cuidado porque alguna piedra podía volar por lo bajo.

Salimos y un trabajador con gafas enorme alargó su brazo hasta detenernos y nos prohibió el paso señalando las vallas y las cintas de seguridad. Le pregunté qué estaba haciendo y volvió a decirnos que no podíamos pasar. Miré a lo largo de la vereda y estaba todo vallado, y en algunos lugares había brea. No iba a poder pasar la silla por ninguna parte. Grité a los trabajadores que no podían hacer eso pero ninguno me miró. Los insulté y tampoco prestaron atención, seguían taladrando y picando el asfalto. Yo sentía cómo la furia trepaba por mi cuello y pateé uno de los conos. Quería que se vayan. El señor que manejaba la aplanadora me miraba y se reía. Sentí el impulso de ir hacía él y hacerle algo pero escuché un grito lejano que venía de arriba. Era Martina. Lloraba desde el balcón y me llamaba a gritos. Dejé rápidamente a mi vecina cerca de la puerta. Entré al edificio y subí corriendo desesperada los tres pisos como pude, esquivando los baches de los escalones y pasando debajo de las cintas de seguridad atadas en la baranda de la escalera. En el descanso del segundo piso el taladro rompía el suelo y los pedazos de mosaico saltaron hasta mis piernas, pero seguí corriendo. En el pasillo del tercero me crucé con la aplanadora y vi de reojo al hombre manejando con la sonrisa en la cara. Antes de llegar, tropecé con los conos y vi la puerta de mi departamento tapada por un volquete lleno de escombros. Me acerqué y trepé el volquete. Tenía pedazos de muebles, exámenes de los alumnos y la maceta del balcón. Empujé la puerta y vi a Martina cerca del ventanal. Para llegar hasta ella tenía que caminar sobre el asfalto fresco y la brea caliente.

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Revista Electrónica de la Facultad de Psicología - UBA | 2011 Todos los derechos reservados
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