METRÓPOLIS: REPRESENTACIONES SOCIALES DE UNA UTOPÍA FASCISTA

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Para que una hipótesis, aún la más descabellada, pertenezca a la Ciencia Ficción, tiene que estar expuesta de un modo convincente, como si fuese una hipótesis científica, o por lo menos congruente con el saber científico” (Capanna, 1990:17). A lo que se agrega la variable tecnológica, ya que el género de Ciencia Ficción requiere, en su relato, el protagonismo de una o más tecnologías que, en el momento en que se narra la historia, aún no existan (Abraham,2005:21).
Cuando la Ciencia Ficción no gozaba aún del público cinematográfico que sí tenían otros géneros -de hecho, la primera revista de historietas de Ciencia Ficción se había creado el año anterior, en los EEUU (Ackerman,1998:107)- “Metrópolis” resultó convocante para el público occidental, y, en tanto clásico, resistió el paso del tiempo. La rebelión de los obreros contra las máquinas y -a través de ellas- contra sus amos, la transformó en ícono para quienes se oponían a la opresión sin límites del capitalismo. La crítica contra el obrero tratado como pieza de una máquina, algo que retomaría Charles Chaplin en “Tiempos Modernos” (Chaplin, 1936), no hizo más que aumentar la simpatía hacia el film, que incluso hoy muchos pueden ver como una fuerte crítica al capitalismo fordista-taylorista de la época.
“Metrópolis”, que se inicia mostrando un futuro distópico, es decir, peor que el del presente de la filmación (Capanna,1990:21), parece terminar con el inicio de una utopía (también llamada eutopía): un mundo mejor que el presente (Capanna,1990:20-21). En los párrafos que siguen mostraremos subyacen, en realidad, dos características: en primer lugar, el “mundo mejor” del final de “Metrópolis” es, en realidad, una utopía fascista. En segundo, que, entre las representaciones sociales vigentes en 1927, ese “mundo mejor” fascista no era, en modo alguno, una solución rechazada por la población occidental en general, ni tenía -excepto para los militantes comunistas y para los demócratas convencidos- las connotaciones de “palabra tabú” que tomó muchos años después, cuando el fascismo italiano se alió con el nacionalsocialismo alemán. Así, una solución fascista a los problemas sociales no causaba el horror que podría haber causado al público occidental después de 1945. Lo que nos llevará a confirmar, una vez más, el carácter variable de las representaciones sociales, y las formas en las que objetivización y anclaje operan para asimilar lo nuevo, sobre la base de lo ya conocido. En un momento en el que, salvo para unos pocos, el nazismo era algo prácticamente desconocido. Para ello procederemos mostrando primero el segundo punto (que el fascismo no
era una solución unánimemente rechazada) y luego el primero (que la película plantea, en términos de representaciones sociales, una utopía fascista).
Marco histórico: cuando el fascismo no era una “palabra tabú”
El fascismo, en tanto movimiento político que llega al poder en un Estado-nación, comienza en Italia, en octubre de 1922 (Ridley, 1999:160-170). El nazismo, que llega al poder en Alemania en 1933, recién se alía con el fascismo italiano en 1936: es en noviembre de ese año cuando Mussolini afirma que el vínculo entre Berlín y Roma es “…como un ‘eje’ en torno al cual pueden girar
En 1927 seguían vivos los ecos de la catástrofe que significó para Europa la Primera Guerra Mundial (1914-18). El movimiento gigantesco y constante de millones de personas (y no sólo en los frentes de batalla), y el uso de la ciencia y la tecnología al servicio de la muerte habían llevado a una nueva dimensión las hasta entonces incipientes ideas de “lo masivo”. Al mismo tiempo, la Revolución Soviética, afianzada ya tras una década de su estallido, suponía al mismo tiempo una esperanza (para sus simpatizantes) y una amenaza (tanto para los sectores dominantes como para los sectores de menores recursos que habían sido sistemáticamente aterrados, por aquellos, con la fantasía de que las revoluciones, en sus países, los privarían de las pocas -tal vez casi nulas- libertades de las que se suponía que gozaban.
En ese contexto se estrena, en Alemania, la película “Metrópolis”. Considerada uno de los clásicos de todos los tiempos (en 2001 se la incluyó como parte del patrimonio de la humanidad), escenifica una acción que transcurre en el año 2026. El tiempo de la acción, y muchos elementos tecnológicos inexistentes en 1927, la ubican en el género conocido como Ciencia Ficción. Recordemos que todos aquellos estados europeos que tengan un deseo de paz y colaboración” (Kershaw, 2005:45). Hubo, por lo tanto, catorce años de régimen fascista italiano sin alianza con la dictadura nazi.
Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-45), los espantosos crímenes nazis harán que se identifique al fascismo (que entró, en 1940, en la Guerra) como uno de los cómplices principales de Hitler y sus secuaces. Terminada la Guerra, el fascismo se transformará en un tabú político, y se lo llegará a identificar, en el plano ideológico, con el nazismo. De ahí que, visto desde hoy, cueste imaginar que el fascismo no era, en la década de 1920, ni la monstruosidad hitleriana ni un régimen policíaco cercano al de los nazis, o al que gradualmente tomó forma en la URSS de Stalin. Pero la diferencia, de hecho, es clara: “Estrictamente hablando, es preferible reservar el término ‘fascismo’ para la Italia de Mussolini y emplear el de ‘nacionalsocialismo’ al tratar de la Alemania de Hitler” (Touchard,1979:608). Por supuesto, el fascismo era, al menos desde 1925, una dictadura. En la historia del fascismo italiano, Payne distingue al menos siete fases. Aquí nos situamos en el período que corresponde a la “segunda fase”, la de la construcción de la dictadura, que va de 1925 a 1929 (Payne,2001:78). En esto, hay acuerdo entre los historiadores: “La libertad desapareció, lo que quedaba de la oposición parlamentaria acabó cuando se privó a los diputados… de sus escaños, y los partidos ‘antinacionalistas’ fueron suprimidos” (Parker, 1991:177). Y no precisamente una dictadura socialista: en el fascismo existe “una concepción antiigualitaria de la sociedad… Mussolini denuncia la ley del número. El fascismo -dice- no consiente que el número, por el simple hecho de que es un número, pueda dirigir las sociedades humanas. Niega que el número pueda gobernar por medio de una consulta periódica” (Touchard,1979:612-13). Sin embargo, era una dictadura distinta de todas las anteriores. “… Mussolini organizó sindicatos fascistas y tuvo un éxito considerable en su intento de persuadir a muchos trabajadores de afiliarse a ellos. Estos sindicatos sostenían que no deseaban destruir la economía nacional y llevar a los empleadores a la bancarrota…, sino representar los intereses de los trabajadores en una sociedad en la que los empleadores y su fuerza laboral podían colaborar para mutuo beneficio” (Ridley,1999:218). Esto creó una división entre trabajadores que tenían una visión clara de la lucha de clases y trabajadores que no veían, al fin y al cabo, cuál era el problema de lograr que las clases colaborasen entre sí. En efecto, “…, muchos más trabajadores comunistas y socialistas de los que la tradición izquierdista está dispuesta a admitir entraron en sintonía…” con el fascismo” (Hobsbawm, 2005:128). El líder de la Italia fascista no dejó de hacer todo lo posible para dejar el problema de la lucha de clases en una nebulosa. Así, por ejemplo, dijo en septiembre de 1920: ‘Soy reaccionario y revolucionario según las circunstancias” (Parker, 1991:157). Y aprovechó a máximo el terror de las noticias que llegaban de la URSS, sobre persecuciones a la religión, ejecuciones sumarias y violencia: “…los fascistas descubrieron la existencia potencial de un apoyo de las masas a la reacción y fueron capaces de explotarlo… descubriendo], casi por azar, que el antisocialismo podía encontrar eco en las masas (Parker,1991:159).
Por otra parte, calando con profundidad en el deseo de grandeza de muchos pueblos (entre ellos, los europeos que, a fines del siglo XIX, habían conquistado gran parte del mundo con su política colonialista), y el poder que los mitos producen, el fascismo atrapó muchos seguidores: “…el fascismo, antes que una política, es una mitología. Más que proponer un programa, impone un estilo. Tiene el sentido de la decoración, de la multitud, de la escenificación, de los grandes símbolos. Mussolini pone al régimen fascista bajo el signo de la antigua Roma” (Touchard,1979:611).
Como es natural, Para las clases dominantes, los principales atractivos del fascismo eran “… su condición de salvaguardia frente a los movimientos obreros, el socialismo, el comunismo y el satánico y ateo bastión de Moscú” (Hobsbawm, 2005:179). Pero la cuestión resultó ser mucho más compleja. Sin entrar en mayores análisis (que excederían este trabajo), una descripción tipológica del fascismo debería incluir, al menos, las características siguientes: antiliberalismo, anticomunismo, anticonservadurismo, estructura económica nacional integrada (regulada y pluriclasista), nacionalismo extremo (incluyendo el objetivo de un imperio), movilización de masas, evaluación positiva y uso de la violencia, exaltación de la juventud, importancia de la estructura estética de los mitines, y tendencia a un estilo de mando personal, autoritario y carismático (Payne,2001:13). Un cóctel atractivo no sólo para los sectores dominantes, sino para muchos trabajadores que preferían ver el pluriclasismo, el nacionalismo, la movilización y la “seguridad” que les brindaba el líder, en lugar de condiciones objetivas de explotación que pudieran subsistir. Algo que, en una investigación psicológica, siempre debería tenerse en cuenta: el posicionamiento subjetivo se impone, con frecuencia, por sobre el razonamiento sobre condiciones que (en una definición muy ingenua) se podrían llamar objetivas.
Gradualmente, otras naciones europeas generaron sus propias versiones de regímenes autoritario-populistas, inspirados más o menos en el ejemplo de la Italia de Mussolini. Algunos, como la España de Franco, sólo pueden calificarse de dictaduras, y poco les cuadra la definición de fascismo, más que como insulto. Otros, como la Hungría de Horthy, tuvieron sus momentos cercanos al fascismo italiano, aunque sin llegar a su grado de adhesión.
En el caso del nacionalsocialismo alemán, las medidas de corte socialista superaron incluso a las de Mussolini (Guralnik,2010:87-88).
Pero el racismo nazi alejaba a Alemania de lo que el fascismo había sustentado durante toda la década de 1920, y aún después: En fecha tan tardía como 1937, durante una visita de Mussolini a Berlín, “…había una cosa que preocupaba a los nazis: Mussolini no era antisemita… Algunos nazis pensaban que Hitler debía hablar a Mussolini sobre la cuestión e instarlo a que fuera antisemita. Hitler… no quería que él sintiera que se estaba inmiscuyendo en los asuntos internos italianos:… hacerlo resultaría contraproducente” (Ridley,1999:336-337). Mucho antes de ese encuentro en Berlín, durante una visita en 1932 del destacado autor Emil Ludwig, Mussolini afirmó: “En Italia no existe el antisemitismo… Los italianos de origen judío han demostrado ser buenos ciudadanos y combatieron valientemente en la guerra” (Ridley, 1999:263). No deberíamos olvidar tampoco que fue el propio Mussolini quien intercedió ante Hitler para que Freud pudiese abandonar Viena cuando, en 1938, los nazis la ocuparon (Jones, 1985:550).
Nada de lo anterior puede redimir los crímenes de fascismo, incluyendo los muchos que cometió antes de su alianza con Hitler. Pero es importante situarse en la época, y no analizar simplemente el fenómeno ex-post. Cualquiera sabe de lo que Mussolini o Hitler eran capaces ahora, pero no todos lo sabían en 1927 (de hecho, Hitler ni siquiera estaba en el poder). Y la Italia de Mussolini fue capaz de convocar grandes grupos de jóvenes, que creyeron ver en su régimen una solución, simultáneamente, contra los abusos del capitalismo sin freno y contra los peligros del socialismo soviético.
Es un gran historiador marxista quien nos recuerda lo que ocurría con el fascismo en aquél momento: “En los años treinta parecía la fuerza del futuro” (Hobsbawm, 2005:119).

“Metrópolis”: la utopía fascista transformada en obra de arte
En 1927, el fascismo italiano estaba en su apogeo. Hitler, que mucho más tarde se aliaría con Mussolini, era, en Alemania, un personaje político casi insignificante. Su Partido Nacional Socialista apenas llegaba al 3% de los votos, e incluso a menos (Parker, 1991:252). Se vivía, en Alemania, un breve período de estabilización, tras la catástrofe de la Gran Guerra, la derrota de 1918, el humillante Tratado de Versalles de 1919 y la hiperinflación de 1923 . Esa breve estabilidad económica no cambiaba algunos hechos: los pobres seguían siendo pobres, el desempleo no había desaparecido del todo, y el obrero industrial seguía bajo el mismo yugo del fordismo-taylorismo, en la línea de montaje, como una pieza más de las máquinas. Pero la
República de Weimar seguía siendo un ejemplo de democracia, y, de momento, se había aplazado esa disyuntiva entre “la tiranía o el caos” (Kracauer, 1985:74) que la derrota en la Gran Guerra y las conmociones sociales había instalado entre los alemanes.
Fue en esa Alemania, brevemente democrática, donde se filmó una de las grandes películas de ciencia-ficción de todos los tiempos: “Metrópolis”. Con libro de Thea von Harbou (que pocos años después se afiliaría al Partido Nazi) y dirección de su marido, el talentoso Fritz Lang, “Metrópolis” sobrevivió al paso del tiempo, no sólo como gran película, sino también curiosamente, como alegato contra la explotación de los trabajadores, tratados no como sujetos, sino como simples engranajes de las máquinas. “Metrópolis” toma el nombre de la ciudad donde transcurre la acción. Una ciudad futura, ubicada hacia 2026. Que representa, acaso, al mundo en su conjunto, como la Everytown de “Lo que vendrá” (Cameron Menzies,1936), y tal vez, en cierta medida, la Aquilea de “Invasión” (Santiago,1969). La ciudad de “Metrópolis” tiene una división que se destaca desde el principio. En lo alto viven los privilegiados: los amos de clase alta, y sus hijos. En lo bajo, más bajo aún que el subsuelo donde residen las máquinas que alimentan la ciudad, viven los obreros y sus familias. Esta división topológica refleja, ya, lo que el espectador medio puede representarse sobre las clases sociales: clase alta, barrio en las alturas; clase baja, barrio subterráneo, sumergido incluso por debajo de las máquinas. Metafóricamente, pero sin ambigüedades, a lo largo de la película se irá llamando “el cerebro” a los amos de la ciudad (quienes, se nos dice, la diseñaron), y “las manos” a los obreros (quienes operan todas las máquinas que hacen vivir a “Metrópolis”).
En el manejo de las máquinas que hacen vivir a “Metrópolis”, la película muestra a los obreros, literalmente, como “piezas humanas” de un complejo que nunca se detiene. Engranajes intercambiables, que trabajan hasta el borde del agotamiento, y son relevados en el cambio de turno. Los hijos de los amos, en cambio, disfrutan, en lo alto de la ciudad, de deportes, placeres y diversión. Aquí, tanto la dualidad obreros-amos como la forma en que los obreros son dessubjetivizados, hasta reducirse a piezas de las máquinas, remiten a una doble dualidad que forma parte de las representaciones sociales de cualquier gran país industrial europeo de la época. Es importante recordar que las representaciones sociales se vinculan a un conocimiento que se constituye “a través de nuestras experiencias, pero también de las informaciones, conocimientos y modelos de pensamiento que recibimos y transmitimos a través de la tradición, la educación y la comunicación social” (Jodelet, 1986:473). Y que “Equivalen en nuestra sociedad a los mitos y sistemas de creencias de las sociedades tradicionales. Puede afirmarse, incluso, que son la versión contemporánea del sentido común” (Moscovici,1981:181).
En 1927, novedades impactantes (la Gran Guerra, la Revolución Rusa, los intentos revolucionarios en otras zonas europeas, el Movimiento Fascista en Italia) eran parte de las experiencias, o al menos de las informaciones y de la comunicación social en todas las grandes ciudades. Son, a esa altura, parte del “sentido común” de las sociedades. Las experiencias, las informaciones, la comunicación social, producen, en cada sujeto, un proceso de objetivización: así, son “…objeto de una selección en función de criterios culturales… [y] normativos… Estas informaciones…. son apropiadas por el público que, al proyectarlas como hechos de su propio universo, consigue dominarlas” (Jodelet, 1986:482). Una vez creado el núcleo figurativo (por objetivización), el anclaje produce “la integración cognitiva del objeto representado dentro del sistema de pensamiento preexistente… y las transformaciones derivadas de este sistema…”. Como regla general, ambos procesos -objetivización y anclaje- articulan, en una relación dialéctica, “las tres funciones básicas de la representación: función cognitiva de integración de la novedad, función de interpretación de la realidad y función de orientación de las conductas y las relaciones sociales” (Jodelet, 1986:485-86).
Por ello, es esperable, en el público, la rápida aceptación de que el amo de la ciudad es indiferente al sufrimiento de los obreros, aún cuando también sea aceptable que se le reconozca el rol de “cerebro de la ciudad”. Y es igualmente esperable la rápida aceptación de que los obreros no sólo son explotados, sino que viven casi como esclavos, y marchan casi como soldados de la Gran Guerra, aun cuando sean indispensables, ya que son “las manos de la ciudad”.
La situación que se plantea parece, así, insoluble. Pero la solución llega. Una mujer obrera -María- insta a sus compañeros a tener paciencia, y aguardar a un “salvador” que habrá de llegar a ellos. Y el salvador resulta ser nada menos que Freder Fredersen, el hijo de Jon Fredersen, el amo máximo de Metrópolis.
Freder, quien conoció a María (y se enamoró de ella), baja a la zona de las máquinas, y asiste con horror a la vida de los obreros. Toma, incluso, el lugar de uno de ellos. A continuación, encara a su padre, Jon, y le dice: “¿Por qué tratamos tan mal a los obreros?”. A lo que agregará, en el mismo diálogo: “¿Y si un día ellos se sublevan contra ti?”. No hay duda de que Freder siente compasión por los obreros. Tampoco hay duda de que reconoce a su padre, Jon, como el amo, el “cerebro” de la ciudad. Y desea que “el cerebro” y “las manos” se entiendan, y vivan en armonía. Algo no muy distinto a lo que propugna, en Italia, el fascismo. La trama se complica porque Rotwang, el inventor, creó -a pedido de Jon- un robot, y le dio la forma de María. El objetivo original de Jon era que la falsa María desmoralizara a los obreros, para someterlos aún más. Aquí, el objetivo de Jon hacia los obreros es claro: “las personas quedan sometidas al paradigma que atraviesa una contradicción entre la entropía de un mundo en crisis, y el efecto de sentido que el discurso hegemónico intenta propugnar. Un discurso según el cual nada puede hacerse distinto, pues si las cosas no fuesen como son sería todo peor, lo que implica la conveniencia de no alterar el actual estado de cosas, bien porque éste es el mejor mundo de los posibles, o bien porque es el único” (Ghiso,2005:6).
Pero la falsa María -el robot- no sigue las instrucciones esperadas por Jon, y, en cambio, insta a los obreros a destruir las máquinas que los esclavizan. Los obreros reaccionan con violencia, sin pensar, siquiera, que si destruyen las máquinas inundarán sus propios barrios -situados debajo de ellas- y matarán a sus familias. La explotación que han sufrido da cuenta de esa reacción: “el carácter penoso o no penoso de la cosa constituye en sí mismo una razón de la elección más allá de la cual no se puede ir. La elección entre lo penoso y lo no penoso constituye un elemento irreductible que no remite a ningún juicio, a ningún razonamiento o cálculo” (Foucault, 2008:312).
El desenlace acentúa la perversión que la película atribuye a las máquinas: fue Rotwang quien programó a su robot para rebelare, por un deseo de venganza personal contra Jon. Y mientras los obreros, cuando descubren que el robot no es María, la ejecutan, Rotwang secuestra a la verdadera María. Es Freder quien, con gran peligro para su vida, la rescata. En medio de la rebelión, Jon fue llamado por el capataz de los obreros (que es, a la vez, una especie de delegado). Al ver a las máquinas destruidas, a los obreros sublevados, y sobre todo a su hijo en peligro, Jon se toma la cabeza, y cae de rodillas. Cuando por fin termina el momento de caos, Jon está nuevamente de pie, a las puertas de una catedral. El capataz se sitúa a unos metros de él. Los obreros, al parecer arrepentidos, los observan desde las escalinatas. Freder y María se sitúan también en las puertas, a cierta distancia de Jon. Es el momento clave de la película. María le dice a Freder: “el cerebro y las manos tienen que trabajar juntos, pero no pueden hacerlo sin la mediación del corazón”. El “corazón”, que hará de “mediador” entre los amos y los obreros, no es otro que Freder. Y es Freder quien logra, finalmente, unir a Jon y al capataz, para que, al cabo, se den la mano. La leyenda final de la película explicita la metáfora:
“mediador entre el cerebro y las manos el corazón ha de ser”.

Conclusiones
En 1927, el único lugar del mundo en el que “el cerebro” y “las manos” trabajan (supuestamente) en armonía, mediados por “el corazón”, es Italia. El “corazón” puede ser el Duce, o el fascismo en su conjunto. La diferencia no parece tan relevante, pues, en cierto modo, el Duce es el fascismo. Se explicitan en la obra, de tal modo, procesos
de tematización que “objetivan, en todo discurso, la estabilización de los sentidos… induciendo imágenes de situaciones o maneras de ser de las cosas y del mundo...” (Moscovici y Vignaux, 2003:10).
El que no todos los que vieron “Metrópolis” hayan comprendido la metáfora de elogio al fascismo italiano, sobre todo cuando este régimen dejó de existir, no es excusa para ignorar que la metáfora existe, y es clara en su época. Algo que, en fecha tan temprana como 1946, observó Kracauer: “Externamente podría parecer que Freder ha convertido a su padre; en realidad, el industrial ha superado a su hijo. La concesión que hace equivale a una póliza de apaciguamiento que no sólo evita que los trabajadores ganen su causa sino que le permite apretarlos férreamente entre sus garras… rindiéndose a Freder, el industrial adquiere íntimo contacto con los trabajadores y de esta manera está en condiciones de influir en su mentalidad… En efecto, la petición de María de que el corazón medie entre la mano y el cerebro podría muy bien haber sido formulada por Goebbels. El también apelaba al corazón en interés de la propaganda totalitaria… Toda la composición denota que el industrial acoge al corazón con el propósito de manejarlo; que no abandona su poder sino que lo expandirá sobre una región aún no se había anexionado: el reino del alma colectiva… la disciplina mecánica y anticuada será sustituida por la disciplina totalitaria” (Kracauer, 1985,155-156).
Fritz Lang emigró de Alemania a los EEUU cuando se instauró la dictadura de Hitler. Sin embargo, “Metrópolis” (cuyo argumento no era de Lang, sino de Thea von Harbou) había sido correctamente interpretada por el Führer: “Lang cuenta que inmediatamente después de la llegada de Hitler al poder, Goebbels lo mandó a buscar: ‘Me dijo que muchos años antes, él y el Führer habían visto mi película Metrópolis en una ciudad pequeña y Hitler le había dicho, en esa oportunidad, que me quería para hacer películas nazis” (Kracauer, 1985:156).

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