JÓVENES INFRACTORES Y DUALIDAD DEL ENCIERRO: REJAS MATERIALES Y PRISIÓN INTERIOR

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Durante décadas la problemática de los jóvenes infractores a la ley penal ha conservado, de manera casi inalterable, el escenario del debate del que participaron y participan diversos sectores y distintos actores, entre ellos, las ciencias humanas y sociales. No ha eludido en dicho intercambio nuestro campo de conocimiento; ni la discusión ni la investigación para afrontar, con mayores argumentos, la dialéctica que históricamente ha pendulado entre la correspondencia de una política social para abordar el fenómeno y la insistencia de una política criminal para resolver el mismo.

La imagen del clásico encuentro entre las medidas de contención y las punitivas se re-edita cíclicamente toda vez que, en el seno de la sociedad, se produce un hecho en el que se ve comprometido un adolescente y que, además, el mismo es captado por los medios y puesto a consideración de la propia comunidad, delegando en ella, la facultad de ponderar el grado de alarma que podría vivenciar a partir de la imagen y el graff impreso por el comunicador. Así como podríamos diferenciar una política preventiva socio-comunitaria de la violencia y el delito de otra mucho más represiva, podríamos asimismo distinguir entre sensaciones y sensacionalismo, es decir, aquello que queda en el orden de la representación y por la cual el “menor” objeto reaparece como enemigo portador de todos los malestares y como titular de toda la maldad. Tal operatoria no es sino exitosa y garante de futuras inoculaciones comunicacionales que reforzarán un fallo social inapelable. 

Consecuentemente, reacción y propuesta regresan a una escena conocida y reconocible como acciones que direccionan esencialmente a resolver el síntoma y no la causa, atenuar la tensión que genera el conflicto y ocultar a quien lo genera. Punto de inflexión del que deviene la mejor prescripción socio-jurídica; como la baja de la edad de punibilidad y la efectiva posibilidad de incorporar un “mayor” universo de “menores” al sistema privativo de libertad. Transmitir seguridad a una sociedad cuyo convencimiento acerca del germen de su antagónico está en dicho segmento, requiere de un mensaje que no siempre se ofrece claramente enunciado, pero resulta efectivo como mecanismo de control, pues todo aquel que cometa un acto indebido deberá pagar con la privación de su libertad (Gudín, 2007, pág.187). En franca enemistad con tal posición y con el ejercicio indebido de una praxis eufemística, se presenta aquella que recupera y jerarquiza la entidad de sujeto prevalente de derechos, aunque portador de unos pocos. En parte, consecuencia de actos indebidos o no habidos por parte de quienes -podríamos adelantar- difícilmente paguen y mucho menos con encierro.

El concepto de privación de libertad se concibe como la medida o pena con la que se despoja a un individuo de su derecho a la libertad ambulatoria, ya sea por un delito que ha cometido, o por la presunción de su participación, quedando sujeto a un sistema en contexto de encierro. No es azaroso que, hasta un pasado no lejano a nuestros días, las medidas privativas de la libertad ambulatoria se constituyeron en el recurso ordinario -más que en el excepcional- y si bien se aguardaba un uso menos discrecional dada la prédica a favor de su sustitución por otras medidas alternativas, su aplicación tiene aún, una vigencia desigual, según los momentos y regiones que aplican las mismas (García y Sancha, 1985). Para aquellos que formamos parte y nos desempeñamos en el campo de la psicología aplicada a la esfera jurídica-judicial y al desarrollo del ejercicio en las instituciones receptoras de sus resoluciones, subjetividad en contextos de encierro y efectos de la privación de libertad han sido, entre otros, interrogantes que impulsaron estudios con una doble finalidad; un mayor conocimiento respecto de tales procesos y su impacto en el adolescente infractor, así como  la posibilidad de proveer a los sectores involucrados en la problemática, un análisis integral, actualizado y marcos interpretativos que faciliten a los operadores de los sistemas judiciales y proteccionales, brindar respuestas más adecuadas si la finalidad de ellas no es otra que la recuperación personal y social de los adolescentes infractores y su reconciliación e inclusión en el tejido social.

Tal aspiración no puede ser sino a partir de reconocer el carácter multifactorial que atribuimos al acto transgresor y los aspectos incidentales; individual, familiar, social e institucionales que de manera concurrente se ponen en juego.

De adolescentes e infractores

Admitiendo diferencias de opinión inherentes a la importancia de los factores biológicos, sociales y psicológicos, etc., en un acuerdo más general, la adolescencia refiere un periodo de transición, una etapa del ciclo de crecimiento que marca el final de la niñez y preanuncia la llegada de la adultez. Para Donald Winnicott, indicador de sociedad saludable resulta el hecho de que los adolescentes sean tales en el momento oportuno, correcto y socialmente aceptado. “Esto significa muy probablemente que hoy en día, el joven recién llegado a la edad adulta es un individuo fuerte, estable y maduro” (Winnicott, 1990, pág.100). Tránsito mediante el cual, “sus protagonistas construyen su propio lenguaje y su propio sistema de valores, intentando establecer de alguna manera algo de lo distintivo. Una polarización extrema y paradojal pone de manifiesto las vacilaciones en la búsqueda de la identidad, imprimiendo carácter contradictorio en el comportamiento juvenil (Sarmiento, Ghiso, De Simone, 2013). Es posible encontrar en tal comportamiento el dominio de cierta inestabilidad psíquica, de la que debemos señalar que, con mucha celeridad y poca cautela, suele inclinarse a asemejar a una patología. La búsqueda de la identidad es la que define la crisis de la adolescencia, una búsqueda necesariamente conflictiva” (Valenzuela, 1997, pág.3).

Para el caso de los adolescentes en conflicto con la ley penal, una moratoria psicosocial y una doble marginalidad. Sobre esta última, compartida con el genérico y socialmente aceptado “adolescentes”; la de no pertenecer a una etapa anterior ni a la que se impone. Y sobre una más rechazable, “delincuente juvenil” la de ser parte de una estratificación ineludible y resultante de su producción. Los ensayos de novedosas rutinas sociales muchas veces ajenas al entorno familiar y como puente para la consolidación de una propia identidad, constelan comportamientos experimentados por los adolescentes, vehiculizando un modo de autoafirmación, adquisición e incorporación de elementos identitarios que puedan ser compartidos con otros, sus pares.

Similar situación encontramos en el recorrido que inicia el adolescente infractor donde texto y contexto se funden en la percepción de pertenencia y permanencia, difusa o ausente en otros estamentos. La importancia de la familia como institución primaria en cuanto al normal desarrollo de los niños y jóvenes, hoy está fuera de toda discusión y es innegable que ella juega un papel relevante en el proceso de socialización, afectada esta por ciertos patrones interaccionales y contextuales, conducentes a un deterioro radical de las funciones parentales a nivel de la contención emocional y normativa de los integrantes más vulnerables. Es también en esa conjugación espacio-temporal que recubre lo ausente y reafirma lo hallado, el terreno en el que se cimientan determinados comportamientos, como expresiones de una situación social que se suma como fracaso a otros, pero se imputan generalmente en la cuenta individual.

Si hay algo que enhebra la vulnerabilidad es la sucesión de fracasos, llegadas tardías e ineficaces o la no llegada. Defenderse es una necesidad, pero en esa búsqueda y en ese encuentro re-cubriente y reafirmante, no se está a salvo y no todo es ganancia. Los riesgos psicosociales, transgresión penal y pérdida de libertad, están presentes y anidan también. Un sujeto vulnerable “es un individuo sin posibilidades de representación en su cultura, caído de las mallas institucionales y del lazo social que otorgan identidad referencial y representatividad ante el otro. Solo existo, si un sistema me reconoce y me nombra” (Parolo, 2009). Paradójicamente, termina siendo el sistema punitivo, quien ofrece algunos símbolos, emblemas y una amplia diversidad de nombres reconociendo al infractor.

Productorxs de subjetividad y sus destinatarios

Las instituciones involucradas constituyen un modelo de institución total, destinadas en origen y esencia a la vigilancia y a la segregación de los infractores del resto de la sociedad, generando a mediados del siglo pasado lo que ha sido denominado subcultura carcelaria, que tendría como correlato el sometimiento del infractor a un proceso de acomodación a las pautas de esa subcultura. Se trata de un proceso conocido como prisionización (Clemmer,1940). Proceso subjetivo en el que advertimos una progresiva asimilación de comportamientos, hábitos, códigos y modalidades particulares hacia el interior de la institución. Para el sociólogo canadiense Erving Goffman existe una ruptura de un ordenamiento social básico y elemental en la sociedad moderna: distinguir un espacio de trabajo, de otros como son los de esparcimiento, recreación, descanso, etc., y en los que habitualmente se interactúa con distintos miembros, bajo autoridades diversas y sin que necesariamente deba ajustarse un plan demasiado estricto o riguroso. Contrastantemente, en instituciones como las internativas y las privativas de libertad, tales actividades se desarrollan en un mismo lugar y bajo una única autoridad, se llevan a cabo en la compañía inmediata de un gran número de otros miembros, a los que se da el mismo trato y de los que se requiere que hagan juntos las mismas cosas. “Todas las actividades cotidianas están estrictamente programadas, de modo que la actividad que se realiza en un momento determinado conduce a la siguiente. Secuencialmente las actividades se imponen jerárquicamente, mediante un sistema de normas formales explícitas y las consideradas obligatorias se integran en un único plan racional, deliberadamente creado para lograr los objetivos propios de la institución” (Goffman, Internados,1961).

Es la condición de aislamiento y la endogámica transitoriedad del individuo, aquella que dimensiona el alejamiento o el reducido vínculo del adolescente con nuestro medio, el “libre”. Sorprendentemente o no, se espiraliza la salida y agudiza el conflicto. En una reversa, no mal colocada sino inconsciente y eficazmente asistida, se corporiza el regreso. Búsqueda y des-encuentros, ganancia y pérdida resultan los parientes más cercanos que lo acompañan en su vuelta al sistema. En parte porque la historia y la realidad indican que el sistema -todo él- ha sido diseñado para que ello suceda, en parte, porque ahí, ser nombrado y reconocerse como “alto rocho” pareciera ser mucho más que aquello sobre lo que se pueda especular acerca del valor libertad. Se da entonces un proceso de significación y construcción de identidades desviadas, identificándolos como delincuentes o pibes chorros, desde una lógica de la circularidad (Illanes-Grima, 2009, pág.3). Si pertenecer tiene sus privilegios y si el tener garantiza ser, el ámbito produce y provee hasta un cierto status en cada vuelta, distinción simbólica que escurridizamente traspasa las rejas y liga a unos y otros, pero puede caer. Supervivencia o sobrevivencia pueden ser el motivo o la razón. “La mirada funda al individuo organizándolo en un lenguaje, y al igual que en el panóptico, la mirada vigilante que espacializa la enfermedad en un cuerpo, es a su vez espacio de localización y configuración y, por ende, vigilada” (Cruz, 2006, pág. 8). Controlados y controladores en la exitosa circularidad y estrellaridad panóptica que los reúne no son el fenómeno de nuestros tiempos, "...solo merece su puesta a la luz de una intención indiferente la estructura hablada de lo percibido, este espacio lleno en el hueco del cual el lenguaje toma su volumen y su medida" (Foucault, 1976, pág. 27).

Rejas materiales, rejas internas

En contexto de encierro, las condiciones que son propias de la privación de la libertad provocan una serie de reacciones secuencial y cíclicamente promovidas por la tensión emocional que genera este proceso de ruptura en la cotidianeidad del adolescente el que, sujeto a un proceso de socialización diferente, acusa el impacto de la pérdida de su entorno habitual, su medio próximo, familia y su grupo de pares. Pero tales efectos se conservan en la situación de extramuros, aportando un severo desarraigo social y afectación relacional con el tejido social. Son entonces las rejas materiales, reales y tangibles las que le indican que frente a la institución se debe responder despojándose de su mundo anterior e invistiéndose del actual y ello solo es posible adaptándose a esa otra cultura y a ese otro ambiente caracterizado por el aislamiento afectivo, la vigilancia permanente, la falta de intimidad, la rutina, las frustraciones reiteradas y una nueva escala de valores que entre otras cosas, condiciona las relaciones interpersonales basadas  generalmente en la desconfianza y la agresividad. La institución punitiva carga históricamente con su enorme capacidad de reproducir violencia y las víctimas de dicho proceso son especialmente los jóvenes que ingresan por primera vez, quienes además de soportar sus consecuencias, son obligados a vivir bajo las reglas de la subcultura carcelaria En la normativa internacional las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos (ONU), se concluye en que el solo hecho de aislar a una persona de la vida en sociedad resulta penoso por sí mismo: “(…) la prisión y las demás medidas cuyo efecto es separar a una persona del mundo exterior son aflictivas por el hecho mismo de que despojan al individuo de su derecho a disponer de su persona al privarle de su libertad”. El costo del encierro es muy alto, desculturación, despersonalización “mutilación del yo”. Los jóvenes infractores advierten esa limitación en su capacidad de vincularse con los otros e inciertamente volver a confiar en alguien. Se impone la realidad de que se es preso tras las rejas materiales, y se convierte en prisionero en su mundo interno. Al ingresar a las instituciones que los mantienen en custodia, participan de un sistema que no los identifica, que los trata de manera indiferenciada y que los estigmatiza como delincuentes. Así, “es esperable que estos dispositivos produzcan un daño a nivel biológico, psicológico y social, estos efectos se generan por la interrupción en el derecho a la libertad personal, la represión de sus emociones y, en definitiva, la anulación de la identidad” (UNICEF, 2003). De las rejas materiales se sale por decisión judicial frente al cumplimiento de la medida o pena aplicada. La posible salida de la prisión interior, con su rejas menos visibles, atemporales y extremadamente efectivas, requiere de otro acto, pero este, no está en las mismas manos ni en mismo escritorio.


Bibliografía

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