Acerca de la posición del analista en los Dispositivos de Admisión.

Resumen:

El presente texto[1] se ocupa, en primer lugar, en pensar una articulación de las vicisitudes que despliega la pregunta por la posición del analista en los dispositivos hospitalarios de admisión. A partir de allí, y articulado a una breve presentación de caso, se problematizan las nociones de demanda y de la escucha como dos cuestiones centrales que hacen a dicha posición. Por último, se considera la íntima articulación e imbricación que éstas ponen en juego en el dispositivo, sosteniendo en disyunción y diferenciando la práctica analítica de la práctica asistencial.

Sobre el dispositivo de admisión:

En el campo de la Salud Mental, los dispositivos de hospital presentan diferentes modalidades de atención para hacer frente al padecimiento de las personas. Uno de ellos es el dispositivo de admisión.

Referirnos al dispositivo de admisión implica considerar que éste representa una categoría que es propia de la práctica hospitalaria. Su definición operativa dada por el marco normativo de Salud Pública es: “Es la entrevista que se realiza a todo paciente que ingresa al servicio por primera vez, la que se utiliza para registrar datos de filiación, motivo de consulta y elaborar un diagnóstico presuntivo, a fin de establecer si corresponde: 1- su ingreso al servicio y posterior derivación al tratamiento adecuado; 2- su derivación a otros servicios hospitalarios; 3- no requiere tratamiento alguno” (Roma 1993, 5). Según la RAE, admitir es: recibir; dar entrada; aceptar; permitir o sufrir.

En términos estrictamente hospitalarios, la admisión puede ser pensada como una categoría institucional que apuntará a la objetivación del paciente, contabilizando a éste en “estadísticas por resultados y marcando los pasos obligados para dar curso a un tratamiento” (Spinelli, C, Pérez, S. 1993, 40). Todas cuestiones que atañen a modos burocráticos de funcionamiento, donde la eficacia asistencial propia de la institución podrá ser cotejada a partir de la evaluación de dichos resultados.

De este modo nos es dable apropiarnos de una pregunta que implique a la posición de un psicoanalista frente a esta categoría. Teniendo presentes dichas cuestiones como telón de fondo, creo que podemos sostener que, desde una perspectiva psicoanalítica, existirá una relación entre psicoanálisis y hospital que operará de modo tácito en todas aquellas otras preguntas que vayamos a hacernos para pensar la práctica hospitalaria.

Porque ¿se hace psicoanálisis en un hospital o más atinado sería decir que hay psicoanalistas que atienden pacientes en los hospitales? Más precisamente creo que la cuestión podría pensarse así: ¿qué psicoanálisis en el hospital?

Lo antedicho abre una cantidad considerable de cuestiones: el dispositivo analítico clásico -aquel que inventara Freud- no se traslada al hospital o, al menos, no es de esa manera cómo lo reconocemos en dichas instituciones. Sobre todo porque el vínculo psicoanalista-paciente se encontrará soportado desde el primer momento por la institución hospitalaria.

Los pacientes que llegan al hospital lo hacen porque, de algún modo u otro, se les juega algún tipo de transferencia con la institución. Esta transferencia -una transferencia en sentido amplio, “masiva e indiferenciada” (Gamsie 2009, 13)- de dichos pacientes con el hospital deberá ser tenida en cuenta si queremos pensar “cómo nos es dable operar sobre ella para producir efectos de orden analítico, cuando no se trata de una situación propiamente analítica.” (Ibíd)

Más allá del caso por caso -aunque no sin él- todos los dispositivos son, en algún punto, un producto artificial de la práctica hospitalaria. En este sentido es que decimos que no es sin el hospital que se produce un encuentro entre el agente de salud y el paciente y que esto deberá ser tenido en cuenta si queremos pensar los problemas que se derivan de nuestra práctica como profesionales en el campo de la salud mental.

Por otra parte, la articulación entre estos tres actores -agente de salud, hospital y paciente- tomará un rumbo diferente dependiendo de la perspectiva desde dónde se lo piense. Desde el psicoanálisis, creo, si bien el dispositivo de admisión puede ser definido desde un marco institucional, no es posible hablar de los dispositivos de admisión. Esto es así en tanto la singularidad de cada paciente -y la que le es propia a cada admisor- hará de cada admisión un singular que devendrá particular en la misma especificidad de cada caso. Recorrido un tanto trillado éste en su presentación, pero no por ello menos problemático.

Es en ese sentido que la pregunta por el dispositivo puede ser ubicada en relación a los pedidos de consulta que, día a día, reciben las instituciones hospitalarias. Son pedidos que nos posicionan ante un problema de encuadre -problema que se manifiesta en Freud en lo que éste llamó ensayos de prueba y que Lacan más tarde llamará entrevistas preliminares. Esto nos lleva a la pregunta por la pertinencia de considerar -o no- a la entrevista de admisión como parte de las entrevistas preliminares o ensayos de prueba.

Si bien entendemos que puede haber diferentes opiniones al respecto -no profundizaremos sobre ellas aquí- sostenemos que “la admisión será un tiempo lógico del análisis que, (solo) après coup, podremos situar como entrevistas preliminares” (Esposito, S et al 1993, 20). Pensar a la admisión de ese modo nos permitirá situar lo que de ella resulta más propio a nuestra práctica. No digo negar lo institucional, sino acotar el problema a lo específico que nuestra práctica, en tanto psicoanalistas, exige.

Sostener el espacio de admisión implica, entonces, sostenerlo “como un lugar, como un primer momento para producir un efecto: el de admitir, apostando a darle entrada, permiso, a la posibilidad de que emerja algo del sufrir del sujeto y del sujeto de ese sufrir” (Roma, V., op. Cit., 6)

Admitir, entonces, para dar lugar. Será un espacio para la admisión, un lugar donde habrá la posibilidad de que analista y paciente se admitan. De este modo la admisión resulta algo mutuo y, por lo tanto -necesariamente- doble. Pero también implica que no todo será admisible, “ya sea por la estructura misma de la demanda o por las limitaciones propias del analista. Cada uno tendrá derecho a decir no” (Esposito, S et al, op. cit.).

De una práctica en cuestión (o: la cuestión de una práctica):

Supongamos la siguiente situación: una entrevista de admisión con esta particularidad: La entrevista es con miras de otorgarle (o no) a quién la está solicitando un certificado que habilite una pensión por discapacidad. Digo bien: quién solicita la entrevista es una persona que está pidiendo un certificado que la habilite a cobrar una pensión. Institucionalmente el hospital ofrece, vía entrevista de admisión, la posibilidad de realizar dicho trámite. El solicitante accede a una entrevista porque, quiero pensarlo así para poder problematizarlo luego, es una -otra - de las instancias a seguir para obtener la pensión. Momentos después esa persona se encuentra frente a un equipo interdisciplinar conformado por psiquiatras y psicólogos. Van a tener una entrevista.

Hay ahora una entrevista a la que acuden ambas partes. ¿Quién pidió la entrevista?, ¿el paciente?, ¿el hospital?, ¿el sistema de Salud Mental?, ¿los profesionales, a fin de ubicar algún motivo para otorgarle (o no) un certificado a alguien que demanda una pensión? ¿Qué demanda aquel que viene ahí, o que es colocado ahí por cierta administración hospitalaria?

Una breve viñeta clínica:

Una persona –la madre del beneficiario- solicita la renovación de un certificado de discapacidad para su hijo de 15 años.

Un brevísimo recorte de la entrevista: un hijo tímido e introvertido. Pocas palabras por parte de éste toman la forma de respuestas -breves, casi monosilábicas- a las preguntas que se le hacen.

La madre: “Él -el hijo- no habló nada hasta los 8 años, nos cuenta. A los seis, como él no hablaba un médico me dijo que tenía que pedir el certificado porque el nene no hablaba. (Diagnóstico al momento de la emisión del certificado: Retraso mental moderado). Yo le decía, hijo tenés que hablar, vos tenés que hablar.” Le preguntamos cómo fue que empezó a hablar: “y, yo le insistía y un día empezó a los gritos, tenía 8 años…” “Él también me vuelve loca a la hora de dormir….tengo que quedarme con él en la habitación hasta que se duerme... no se va a dormir si no es conmigo”

Al final de las entrevistas, se conversó la situación: Algo no anda bien. Médico y psicólogo coinciden, al menos, en el enunciado del sintagma: algo no anda bien acá. Se decide convocar al hijo, previa autorización de la madre, para una admisión por consultorios externos para iniciar un tratamiento psicológico.

Un analista en el hospital:

¿Qué debería hacer un psicoanalista ante esto? Hay un padecimiento del sujeto que parece infranqueable (incluso necesario para cobrar la pensión): ¿Cómo ir de ese padecimiento a un síntoma “más” analítico, es decir, a una pregunta, a un movimiento del sujeto que implique un cambio de posición ante eso que le produce malestar? ¿Por qué habría un psicoanalista, en estos casos, orientar sus intervenciones en esa dirección?

Retomemos la pregunta de Gamsie, hagámosla propia para pensar la complejidad de la situación. ¿Cómo operar -a sabiendas de la transferencia hospitalaria- analíticamente con un paciente cuando no se trata de una situación propiamente analítica?

En primer lugar podemos decir que la situación mencionada es un claro ejemplo de cómo no es sino con el hospital que se produce un encuentro con el paciente. Ahora bien, el paciente ya se encuentra ahí -podría haber sido otro paciente o esto podría no haber sucedido, claro está, pero el caso es que el paciente ya se encuentra ahí. ¿Qué hacer en esos casos? ¿Qué hay de la demanda del paciente?

La pregunta podría pensarse en torno al qué hacer ahí, en tanto que como psicoanalistas trabajamos con sujetos. Sin embargo el hecho de que haya un sujeto ahí no va de suyo. Pero el psicoanálisis apuesta a eso. Claro es que estamos hablando del sujeto del inconsciente. Será, entonces, apostando al sujeto del inconsciente, donde se encuentra la posibilidad de la propia pregunta. Lo anterior implica entonces, de entrada, una posición que -desde la escucha- se jugará vez a vez y que no será la misma que la de un médico o del hospital que convocó transferencialmente al paciente. Hasta ahí -sigo tomando la idea de Gamsie, ya que me parece central.

Porque es cierto que la situación de hospital, de algún modo, condiciona la entrevista y al dispositivo. Pero eso no impide una posición -y hablo acá de la posición del analista y su apuesta por el sujeto.

¿Cuál debería ser nuestra posición, desde el psicoanálisis, frente a este tipo de demandas? Gamsie nos dice que hay que interrogarlas. (Gamsie, op. Cit, 17) Sobre todo porque si intentamos una respuesta a la demanda, si damos por hecho lo que demanda el paciente como aquello a lo que hay que responder terminaremos interviniendo, en el mejor de los casos, “de un modo puramente asistencial” (ibíd). Y eso ya sería excluyente de una posición analítica.

Pensemos en lo que una posición meramente asistencial acarrearía para nuestra práctica. En este caso, en primer lugar, podemos decir que queda expuesta cierta imposibilidad de la interdisciplina, cierto espacio no habitado para un (im)posible entrecruzamiento de discursos. En segundo lugar, creo, nos permite ubicar de qué modo se produce ese imposible del entrecruzamiento disciplinar.

¿Qué sino darle un ser -en este caso, “ser retrasado mental”- podemos ubicar como lo que una posición meramente asistencial -y hasta acaso restitutiva- intentaría sostener? Sostenemos que ahí donde un Otro tapona, no interrogando sino “identificándose a aquello que no funciona” (Ibíd.) no habrá lugar para un sujeto.

Claro que el problema es nuestro en tanto somos nosotros quienes trabajamos con sujetos. Nuestra posición sostiene, como decíamos, una apuesta por el sujeto. Será una posición que deberá sostenerse entonces tratando de “hacer surgir al sujeto en la modalización de sus dichos, operando a partir del significante que supone al sujeto como falta en ser, no de asistirlo sino de ponerlo a trabajar” (Scavino 1993, 8). Posición - la analítica- que de este modo queda situada en disyunción a una lógica asistencial. Lógica, ésta última -la asistencial- que intentará sostenerse en todos aquellos intentos por olvidar el `no` que la existencia lleva inscripta en su estructura (Alemán y Larriera 2006, 43).

Más preguntas:

¿Qué se escucha en esta admisión que nos hace pensar en proponerle a esta persona un tratamiento? ¿Qué aparece sino una oferta de nuestra parte? Podemos sostener que es el hospital el que crea una oferta y que éste opera desde ahí, está ahí, abre sus puertas para los ciudadanos, brinda un servicio. Según la RAE, algunas acepciones de brindar son:

1: ofrecer a alguien algo, especialmente una oportunidad o un provecho,

2: ofrecerse voluntariamente a ejecutar o hacer algo,

3: Manifestar, al ir a beber vino u otra bebida, el bien que se desea a alguien o la satisfacción por algo[2].

En tanto profesionales de la salud y atravesados institucionalmente, nuestra oferta no dejará de estar ajena a estas acepciones. Ahora bien, también habrá algo que será de otro orden. Algo que se cuele como resto en cada escucha podría pensarse como, de lo ofrecido, un intento de lo posible con cada quién.

Algo no está bien. Podemos escuchar en el relato de esa madre que algo no está bien. Podemos suponer en los silencios de ese hijo que algo no anda bien. Pero del mismo modo, me parece, si bien sostenemos la certeza en pensar que ha sido correcto ofrecerle tratamiento a ese niño, esto mismo resulta también, de algún modo, un interrogante que hace pregunta. Porque: ¿estamos ofertando también en tanto algo de lo que se escucha no está bien, algo que trataremos de escuchar más allá de lo que se oye? ¿Cómo desimpregnar esa escucha, cómo mantenerla aséptica, a salvo, de todo ideal posible –pienso aquí en ese “brindar” que toma la forma del “desear a alguien el bien”, en ese sentido, de ese ideal, de los ideales que quedarían expresados en un juicio atributivo de sentido -dando por sentado una no menos ingenua posición moralizante. Supongamos una intervención de este tipo: “¡pero señora, eso no está bien, ese nene ya es grande como para que usted lo haga dormir!”? ¿Cómo escuchar que algo no anda bien, sin caer en que eso está mal?¿O,sobretodo,cómo afirmar que algo no anda bien cuando el paciente, al modo de Bartleby, el escribiente de Melville[3], nada dice de aquello y- sobre todo- cuando de lo que se trata, al menos institucionalmente, es de darle vía a un trámite que certifica discapacidad?

Podemos escuchar algunas palabras, intentar deslizar algún significante, recortarlo, ponerlo en circulación, darle forma .Podemos pensar en los modos en que ese hijo hace lazo con el Otro. Podemos suponer algo del orden de la responsabilidad del sujeto en tanto sus modos de asegurarse un lugar en el deseo del Otro.

También se podría pensar en una madre que se-sostiene en la mudez de un hijo. En una mudez que intenta renovarse ahora, nuevamente. Renovarse para que todo siga igual.

Conjeturas…Claro que eso es parte de nuestro trabajo. Lo que estoy tratando de cernir ahora es de otro orden. Es una pregunta por la escucha, por la posición del analista allí donde ni siquiera parece haber padecimiento (digo ni siquiera y es ex profeso que lo escribo así, porque es lo que pareciera, sin embargo no lo sabemos).

Ahí donde hay una apuesta que es de otro orden en tanto escuchamos algo que no está bien: ¿Se tratará de poner en forma un síntoma, volverlo “más” analítico? ¿Qué síntoma, en tanto éste – su creatividad- aparece denegado en toda su arquitectura significante (Diamand 1993, 23)? O, peor aún, ¿qué padecimiento?

Más preguntas: ¿Nos es lícito, o, por lo menos posible cernir, algo de lo que ese hijo padece en tanto no hay nada más mudo –como nos enseñara Freud con Elizabeth von R- que aquello que es del orden del padecer de un sujeto? ¿Qué derecho tenemos a intentar hacer - valga el equívoco- algo con ello?

Sin embargo, lo sabemos, Freud insistió con Elizabeth. Mejor aún, si algo no dejó de hacer Freud con Elizabeth fue de insistir-le, de ofertar-le palabras. Con su insistencia, con su oferta, Freud intentaba poner a jugar en la escena analítica algo de ese padecimiento[4]. Intentaba, pienso, de algún modo, con-moverla a salir de esa mudez del padecer. Un movimiento que la llevase a una posición más quejosa, pero que le permitiese que algo de ese padecer pudiese empezar a hacerse oír (Laznik, 2007).

Tiempo de concluir:

Algunas cuestiones se fueron desarrollando a lo largo de este recorrido. Hubo una dirección, un rumbo de interrogantes que nos fue orientando a lo largo de este trabajo: el dispositivo de admisión, el pedido de consulta, la demanda, la escucha.

Creemos poder afirmar que son preguntas por la posición del analista, preguntas que se juegan en la propia práctica, ahí donde el rigor del dispositivo nos exige, sostenido en la potencialidad posibilitadora de la atención flotante.

¿Qué más podríamos decir al respecto? ¿Qué de la demanda y qué tanto de la escucha? ¿Podemos pensar una relación entre ambas? Será cuestión entonces de escuchar, para poder articular a partir de la escucha la verdad de una demanda. “Prestar atención a la pregunta”, dice David Laznik (Laznik 1991, 142). Porque si la neurosis es una pregunta (los neuróticos suelen hacerse demasiadas preguntas, decía Freud) lo que se escucha es una pregunta. Una pregunta que deberá ser escuchada en tanto es la escucha la que determina el decir en la experiencia analítica. (Ibíd.)

Y en dicha escucha, creemos, la posición de un analista frente a un pedido de consulta resulta central en los inicios de un tratamiento ya que “la verdad de una demanda no puede ser ajena a la torsión que en ella introduce el analista, quien se revela capaz de leer en ella lo que de padecimiento y de repetición se anuda” (Pujó 1993, 33).

Si nuestra responsabilidad, en tanto analistas, es en relación a la palabra. Si la palabra es en relación a un decir. Si ese decir se escucha, esa escucha deberá diferenciarse de un oír en tanto “el oír admite la atribución de un juicio – algo que podría leerse si decidiéramos orientarnos desde una posición asistencialista: “¡pero señora, eso no está bien, no está bien que su hijo haga tal o cual cosa...”- La escucha, sin embargo, no admite atribuciones” (Laznik, op. cit.)

Será cuestión entonces de escuchar, para que, más allá de lo que ese pedido diga en su enunciado, pueda articularse a partir de él, en el sujeto, algo que sea del orden de la verdad, de su verdad.

Decíamos unas líneas más arriba que la nuestra es una escucha que está ligada a un decir, no a un enunciado. Entonces es una escucha que se sostiene en “un lugar en la estructura” del sujeto (Ibíd. 143): lo que viene a ser lo que su decir enuncia. Su enunciación, podríamos decir. Decir que le será, a éste, estructuralmente propio.

En ese sentido, escuchar no es oír. Tampoco escuchar es comprender. La comprensión, en todo caso, es una actividad que pertenece al campo de la hermenéutica. La comprensión toma en cuenta al texto y al contexto. La escucha no. No hay metalenguaje de aquello que se escucha. Lo que se escucha entonces son “fragmentos de un texto” (Ibíd. 146).

¿Qué se escucha ahí donde la demanda parece esfumada de cualquier intriga, donde no hay pregunta o síntoma que enigmatice en modo alguno? Podemos seguir respondiendo que escuchamos que algo no anda bien -lo que nos coloca en un desconcierto, como le sucede al jefe de Bartebly, el escribiente que nombramos unas líneas más arriba, ante las reiteradas e indescifrables negativas de su empleado[5].

Quizás avanzar con una certeza sea un buen comienzo. Pero no para sostener en ésta un estandarte de convicción clínica sino porque de esa manera –tal vez- dicha certeza pueda operar como un envión que lleve implícito en su movimiento su propia caída. Caída de una certeza que permita –quizás- algún otro saber posible para el sujeto.

Creo que ese puede ser un buen modo de hacérselas con eso que implica nuestra práctica, porque, más allá de todo lo que podamos ofertar, “escuchar que un paciente no demanda análisis sino otra cosa, exige también una escucha analítica” (Sotolano 1993, 17).

Bibliografía:

- Alemán J. y Larriera, S. (2006). Existencia y sujeto. Málaga: Miguel Gómez Ediciones.

- Diamand, M. (1993). ¿Quién admite a quién? La clínica psicosomática. En: Revista Psicoanálisis y El Hospital. N°2, 22-24.

- Esposito, S. et al (1993). De test-hijo en peligro al arroz con leche: La clínica con niños. En: Revista Psicoanálisis y El Hospital. N°2, 20-22.

- Gamnsie, S. (2009). La interconsulta: una práctica del malestar. Buenos Aires: Del Seminario.

- Laznik, D. (1991). La escucha. En: La responsabilidad del analista. Buenos Aires: Estilos.

- Laznik, D.: “Elizabeth. von R.: del padecimiento a la queja y de la queja a la producción del síntoma analítico”. Ficha de la cátedra, 2007.

- Pujó, M. (1993). Modos de lo inadmisible. En: Revista Psicoanálisis y El Hospital. N°2, 37-39.

- Scavino, R. (1993). La admisión en tanto operación. En: Revista Psicoanálisis y El Hospital. N°2, 7-8.

- Sotolano, O. (1993). La admisión en la Institución Hospitalaria. En: Revista Psicoanálisis y El Hospital. N°2, 13-17.

- Spinelli, C, Pérez, S. (1993). Una apuesta: la Des-admisión manicomial. En: Revista Psicoanálisis y El Hospital. N°2, 39-41.

 Esteban Salvia es estudiante de la carrera de Psicología de la UBA.

[1] Este trabajo fue elaborado como informe final de la práctica profesional “La angustia en la experiencia analítica” de la carrera de psicología de la UBA a cargo de Leopoldo Kligmann, 2do. cuatrimestre de 2016.

[2] Diccionario de la Real Academia Española, en: www.rae.es Fecha de consulta: 1 de noviembre de 2016. El subrayado es mío.

[3]Bartleby es el personaje del maravilloso cuento homónimo del escritor estadounidense Herman Melville. Este personaje, que ante algunas tareas que su jefe le pide, responde: “Preferiría no hacerlo”. Sin mostrar incomodidad, ni enojo o impaciencia, Bartleby muestra un desempeño impecable en su puesto. Salvo esto que a veces manifiesta. Simplemente hay cosas que no quiere hacer y ante eso, de su boca solo escapa una sentencia: “preferiría no hacerlo”, respuesta que va hundiendo a su jefe en el desconcierto, hasta el punto de preguntarse qué hacer con él. En palabras de éste: “Bartleby es uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en fuentes originales: en este caso, exiguas.” ¿Qué buscar ahí donde parece no haber algo para indagar, sobre todo cuando lo que se escucha es que algo no anda bien? Agradezco a Dante Cima la referencia literaria y el aporte que con la misma hizo para seguir pensando el caso que aquí nos concierne.

[4] ¿O sería más preciso decir que lo que intentaba Freud con su oferta era, en realidad, armar la escena analítica?

[5] cf. nota 2

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