Adolescencias intervenidas: una perspectiva en situaciones de vulnerabilidad social

Proponemos, con el equipo de un Centro de día para niños y adolescentes en situación de calle, considerar distintos modos de subjetivación considerando los contextos y peculiaridades en que se desarrollan sus cotidianeidades. Pensamos en procesos de filiación que adquieren una modalidad discontinua y construyen “otras subjetividades”. Representan otras lógicas sociales producidas en los márgenes del discurso social predominante. La precariedad de los vínculos familiares se complejiza con lo intermitente de un lazo social fragmentado que la posiciona en un estatus que se mueve en las fronteras de la supervivencia. Recomponer dicha trama requiere ubicar a estos niños y adolescentes en una posición de sujeto, fuera de todo estigma que los cristaliza como un resto social. Reparación que nos demanda re-construir tramas sociales comunitarias que recuperen la noción de conjunto.

 

                                           “… Los nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada.

                                                Los nadies: los ningunos, los ninguneados,

   corriendo la liebre, muriendo la vida,

jodidos los nadies, rejodidos.

[…] Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”.

                                                                        De “Los nadies” en Amares, de E. Galeano (2018)

 

“… Un clivaje -si no una fractura- es observable: las vidas de los pequeños están divididas. Una frontera se consolida entre aquellos que son llamados simplemente ‘niños’ y aquellos a los que se identifica como ‘menores’, es decir a los que habiéndoseles expropiado de la ficción jurídica que en el derecho se asigna a un sujeto de poca edad, han aplicado prácticas de minorización.

Llamaremos prácticas de minorización, a las que niegan (desconocen diversas inscripciones familiares) la inscripción de los sujetos en el tejido social, las que constituyen en las infancias, un resto y, las que ofrecen a las vidas no el trabajo estructurante de la institucionalización sino la institucionalización de las vidas dañadas…” (FRIGERIO 2008).

El perfil frecuente de los adolescentes que asisten al Caina[1]aplica a la expresión “institucionalización de las vidas dañadas”. Historias que dan cuenta, cuando logran ser narradas y transmitidas, de fragmentos de experiencias de desvalimiento, de un deambular sufriente, objeto de maltratos precoces y diversos, sin opciones. Una exposición permanente a correr riesgos y un alto consumo como modo de sobrevivir; la violencia naturalizada y significada como defensa. Sin recursos para acomodarse a convivencias, con escasa posibilidad de confiar, llegan después del fracaso de otros dispositivos e instituciones (hogares, familias). El irse, fugarse, frente a cualquier obstáculo o desencuentro con el/los otro/s está facilitado. El descontrol es el modo preponderante de acción.

Acá nos referiremos a la operatoria psíquica como efecto del desarraigo afectivo vincular.  La respuesta del Caina es acogerlos en esta peculiaridad. No se les demanda permanecer ni retribución alguna; la exigencia es de mínima. Se trata de establecer vínculos que admitan experiencias diferentes, acompañándolos tanto en la posibilidad de revisar su situación actual, en re-vinculaciones con familiares u otro/as, como modo de construir algún proyecto futuro.

Entendemos que no hay práctica posible, sin una implicación de quien la tome a su cargo. Dicha situación modifica a los sujetos que la abordan, tanto a los operadores como a nosotras en nuestra función de pensar con ellos sus prácticas y construir estrategias posibles.

Sabemos que cada cultura ordena, a través de sus discursos, los sentidos que definen lo que se puede decir y hacer, lo racional e irracional, lo normal y anormal.  De la misma manera, se define qué es un niño o a qué se denomina infancia. En esa perspectiva, desde la modernidad, el niño es objeto de cuidados parentales, son parte del contrato narcisista, inscriptos en una historia familiar. Esta filiación está construida, desde el psicoanálisis, en los vínculos y operatorias maternas y paternas cuyas funciones constituyen sujetos y lazos sociales. Esta filiación implica un orden genealógico y la inscripción en una pertenencia vincular familiar, social y cultural.

Pero ¿cuál es el problema que se nos presenta cuando no hay adultos/padres/familia que pueda/n ser soporte de las funciones de filiación?

Para estas situaciones, que requieren otras intervenciones institucionales, también se han construido “discursos y prácticas” (FRIGERIO 2019) centradas en esos niños que ya no son parte del universo de los niños que promueven ternura y convocan a cuidarlos. Son niños “carenciados”, habitantes de territorios institucionales vigilados, abandonados e institucionalizados. Son los menores, parecieran que no son niños. Son menores.

S. Bleichmar describe la escena en que un niño cartonero, de no más de seis años, empuja por las calles un carro y cruza una avenida, sin un adulto que lo proteja (BLEICHMAR 2006). A nadie se le ocurre intervenir o preguntarse por qué un niño cruza solo. Nadie se escandaliza. Estos niños no participan de las mismas reglas y de los mismos derechos de protección en el que están incluidos los otros niños. Está naturalizado que para ellos rijan otras condiciones. El cuidado adquiere otras formas, a veces de bordes indefinidos. No estar escolarizados, trabajar, mendigar, pasa a ser responsabilidad de “las familias”. Se invisibiliza la responsabilidad social y estatal. Pero, a su vez, en las ocasiones en las que interviene el estado, los niños adquieren el estatus de “menor”.

Así, el niño, ahora menor, transita su devenir en lo que dimos a llamar una filiación en discontinuidad, con encuentros y desencuentros de figuras parentales, objeto de cuidados intermitentes por los otros significativos, con un contrato social fallido o escasamente armado y un linaje familiar fragmentado. Existe hoy, en nuestra cultura, un ideal homogeneizador que lleva a pensar como nocivo, dañino o perverso, a todo aquel que no se ciña al modelo único y hegemónico. Representa lo amenazante y, como tal, se lo segrega.

El menor transcurre en una infancia “intervenida” por múltiples organismos que construyen abultados legajos que atesoran datos de su vida. Allí, los “nadies” tienen nombres, aunque en varias oportunidades adquieran un carácter estigmatizante. Suelen ser nombres burocráticos que marcan las vicisitudes públicas de sus carencias. Lo que en otros niños fluye en un espacio privado, acá es público. A su vez, el conjunto social los sitúa en un lugar humillante y de desconfianza. El modo en que estas “otras subjetividades” se manifiestan, representa otras lógicas sociales producidas en los márgenes del discurso social predominante.

Entre el menor y el niño se tensa un abismo. Una dirección posible para pensar nuestras intervenciones es apuntar a “devolverle al niño su infancia”. Devolver la infancia es ofrecerle al niño un vínculo de confianza con un adulto, confianza como garantía de la protección de la vida y del amor. Devolver la infancia también es ofrecer al niño, derechos (al saber, a la protección, a la salud, a la palabra). Derechos que también comprometen la reciprocidad. El foco se centra en un trabajo mutuo de compromiso que también aloje nuestras contradicciones y vacilaciones.  

Es fundamental para cualquier tipo de abordaje, intentar establecer un vínculo de mutua confianza y tener una escucha territorial, es decir, estar dispuestos a escuchar otros sentidos de los modos de entender, sentir y sobrevivir en lo cotidiano. Desde una perspectiva individual, debemos intentar una escucha singular que ancle en el deseo de cada uno de ellos. Escuchar sus deseos se torna imprescindible para poder colaborar en la construcción de un proyecto que de sentido a sus vidas.  Este proceso, a su vez, requiere de nosotras un constante trabajo sobre nuestras propias representaciones y prácticas, fundamentalmente en lo que hace a la renuncia de expectativas de cambio construidas desde los criterios y referentes de los modelos hegemónicos. Nos debemos un trabajo de demarcación de los supuestos ideológicos que construyen representaciones de los ciudadanos respetables y deseables.

 

Vulnerabilidad y desafiliación social

R. Castel propone repensar el concepto de “exclusión social” y plantea redefinirlo de modo tal que impacte en la realidad empírica (CASTEL 2004). Lo cuestiona por considerarlo general, homogeneizador y que invisibiliza las diferencias. Como término estático, el término “exclusión”, reduce y fija. Plantea que el concepto se encuentra disociado de las redes sociales y societales que permiten la protección de los imponderables de la vida. Las diferentes zonas de vulnerabilidad en las que participan los sujetos son anuladas y fijadas a una sola condición. Esta exclusión implica un modo de inmovilización, de naturalización y de ocultamiento de los procesos y las situaciones que conducen a esa condición: coyunturas diversas donde no es ajeno el orden político. Refleja y designa, en cierta medida, un estado o diversos estados de privación, y con ello se soslayan los procesos que lo generan. Es decir, este término oculta tanto las operaciones que condujeron a esa situación como aquellas que dan cuenta de quiebres y desigualdades sociales. Al mismo tiempo, Castel señala el efecto problemático y su impacto en los vínculos y la subjetividad.

El término exclusión también se refiere a una sociedad que, al parecer, está dividida en dos. Los que se encuentran afuera -los excluidos- y los que se localizan adentro -incluidos-. Lo piensa como una forma de discriminación que, para intervenir, requiere analizar los factores que están en el núcleo. En esa dirección, pensamos que centro y margen son posiciones que se producen y condicionan recíprocamente.

Propone, para reflexionar sobre estos fenómenos, el concepto de desafiliación social, que nos permite pensar la diversidad de lazos y pertenencias que pueden establecer los sujetos. Admite corrernos de una perspectiva centralista y prejuiciosa: el centro sintetiza y normatiza el ideal.  Cuando se habla de desafiliación se tiene como objetivo visualizar, no tanto una ruptura, sino un recorrido hacia una zona de vulnerabilidad, esa zona inestable que mezcla la precariedad y la fragilidad de los soportes de proximidad. Permite, además, subrayar la relación de disociación respecto de algo, apreciándose el hecho de que un individuo puede vincularse en ciertos escenarios sociales y, al mismo tiempo, estar desvinculado de otras áreas.

Esta interpretación posibilita reconocer otros modos no convencionales de inclusión de estos “nadies” y hace visibles la multiplicidad de variables que intervienen en estas situaciones. En la situación de calle, construyen pertenencias y vínculos diferentes a los modelos predominantes. Sostenemos que la oposición entre “integrados” y quienes habitan los territorios “marginales” son producto de un mismo sistema. Sistema que organiza las condiciones de quienes son reconocidos solo como excluidos, es decir, significados solo por lo “que les falta” y otros “incluidos” desde criterios familiaristas que definen los modos del cuidado de los niños/as que aceptan y reproducen el contrato social. Históricamente, se maximiza la vulnerabilidad de unos y se minimiza la de otros.

En la mayoría de las situaciones, salirnos del concepto de exclusión y considerar el de desafiliación, admite considerar maneras más complejas y complicadas de construcción de subjetividades. La mayoría de los adolescentes en situación de calle tiene algún tipo de contacto, a veces conflictivo, entre sí y con las instituciones sociales. Pero construye pertenencias ocasionales, que organizan un tipo de identidad. La continuidad de la existencia en la calle suele construir una identidad, a veces “heroica”, otras “resignada”. En general, suelen quedar fijados en una situación irreversible. Se pierde la condición ilusoria y provisoria que admita algún corrimiento y otras producciones. La identidad queda definida por la pertenencia, la situación y los discursos. No la construyen; se les impone desde discursos y prácticas estigmatizantes. Esta modalidad atraviesa los vínculos que establecen, vínculos fluctuantes y cambiantes. Corrientemente, habitan situaciones de emergencia y sus efectos suelen ser movimientos permanentes de entrar y salir.

En un trabajo anterior (2016) propusimos pensar la filiación de estos niño/as y adolescentes en discontinuidad, decíamos:

“... Las historias de estos jóvenes dan cuenta de una variedad de situaciones y vínculos que tienen en común lo que podemos denominar inestabilidades estables. Relaciones con familiares próximos que pasan a ser lejanos; o con lejanos (tíos, vecinos) que pasan a ser próximos. A través de relaciones amorosas variables, compañeros de calle, también establecen vínculos inestables y amplían sus contactos.  Arman otros recorridos que tendrán diversas vicisitudes y establecerán, en algunos casos, experiencias significativas. La filiación se ha construido, y sigue construyéndose, en esa discontinuidad y es la marca que persiste en la mayoría de sus vínculos”.

Dicha discontinuidad, suele estar acompañada de un escaso cuidado y de poca ternura; escenario que no contribuye al control impulsivo y produce, en lo social, conductas violentas y posiciones desafiantes. El cuidado por los adultos, en el presente, puede ser vivido como imposición y agresión. A su vez, esos jóvenes no registran el valor del propio cuidado y del riesgo que corren al exponerse sin condiciones mínimas de protección. Con ellos, con cada uno de ellos, habría que inventar otros modos de cuidar, que hicieran foco en el valor de la vida, la propia y la ajena.

Hoy proponemos complejizar la idea de discontinuidad en lo filial con la idea de desafiliación social (CASTEL 1995). La precariedad de los vínculos familiares se complejiza con lo intermitente de un lazo social fragmentado que acerca a estos jóvenes a un estatus que cabalga las fronteras de la supervivencia. Eventualmente, en ocasiones, logran articular formas espontáneas de recomposición en que las identificaciones recíprocas se producen bajo otros códigos.

La carencia, el desapego, producen un escenario donde el niño/a, adolescente se constituye muy lábilmente en sujeto psíquico. Este es el mismo sujeto que no logra construir apuntalamientos sólidos. Lo frágil constituye una manera de ser para sí y para el mundo, quedando identificados con enunciados que los sitúan como resto, por fuera de la perspectiva de futuro.

Existe un quiebre entre estos niños/as, adolescentes y el orden social hegemónico. S. Bleichmar habla de recomponer el pacto intersubjetivo (BLEICHMAR 2008). Alude a que no le podemos pedir a las familias que están avasalladas que lleven solas adelante la tarea de subjetivación de sus niños. Marca, en lo comunitario, una vía fecunda para cualquier proceso subjetivante.

Pensamos la desafiliación social como una de las facetas de ese pacto intersubjetivo desmantelado que no ofrece amparo, cuidado, ni moratoria adolescente para quienes desafían sus emblemas y no respetan sus códigos. Recomponer dicho pacto intersubjetivo, implica generar apuntalamientos que ayuden a co-construir junto a dichas familias arrasadas, legalidades que tengan en cuenta sus necesidades y posibilidades. Dicho armado requiere de una mirada que ubique al otro en una posición de sujeto, por lo tanto, fuera de todo estigma que lo cristalice como un resto social. Esta reparación nos demanda construir tramas sociales y comunitarias que recuperen la noción de conjunto.

En términos de M. Viñar: “... el sentimiento de tener un horizonte futuro, un proyecto, una sanción singular del modo de vivir, de marcar nuestra residencia en la tierra define una distancia significativa entre vivir y sobrevivir, entre vivir y durar, entre la vida nuda y la vida plena” (VIÑAR 2013). Más adelante agrega: “… instalada la miseria social como miseria psíquica en la mente del hombre supernumerario (Marx), del hombre superfluo (Arendt), del hombre descartable (Ogilvie), la situación no será reversible sin una acción sinérgica donde el emprendimiento del trabajo social (trabajo, vivienda, salud, educación) se conjugue con acciones sobre la subjetividad”.

Se trata de intentar salir de la nuda vida, de una vida que no tiene más proyecto que la supervivencia, expuesta a violencias desestructurantes, sin una mirada que le otorgue la posibilidad de sentirse sujeto existente.

Esa “miseria social instalada como miseria psíquica” tratando de diluir fronteras, donde lo social participa y marca el psiquismo, nos dice Marcelo Viñar, lo inflama, lo arrasa, lo deconstruye. Ese mismo sujeto instalado en el mundo, es invisibilizado. Es destituido por el semejante ya que ve en él la cara de lo despreciable y lo devaluado. Deconstrucción, en tanto que pone al descubierto las condiciones de base, en tanto que exhibe lo social como productor de subjetividades. Deconstrucción que implica una posición crítica respecto de un sistema que naturaliza las desigualdades.

Es desde esta posición que nos parece muy fértil el enfoque de G. Frigerio, cuando propone pensar la tarea con una población de niños/as, adolescentes en situación de vulnerabilidad social, como una tarea de acompañamiento a la que denomina “oficios del lazo” (FRIGERIO 2019). Entre las diferentes marcaciones que hace la autora a esta práctica, queremos señalar dos características que a nuestro entender son dos desafíos permanentes: la posibilidad de que exista un mundo común y la disponibilidad a correr riesgos.

Lo común enmarca un circuito donde todos nos pensamos seres vivos; eso “otro” que representan estos niños tan cercanos a lo ominoso, a lo no deseable por nadie, es también parte de lo humano. Pensar la idea de lo común es ubicarnos como “otro”, posicionarnos en el lugar del semejante. El desafío es construir, en cada situación, un circuito que los incluya, que los afilie, que los entrame en la heterogeneidad.

La idea de la disponibilidad a correr riesgos nos parece un hallazgo valioso. Peligros, accidentes, violencias, consumos, inseguridades que atraviesan el cotidiano de la población que abordan, no siempre son significados como tales y construyen un sentido “común” que cuesta entender, conmueve nuestras percepciones, nuestros sentires y nuestros esquemas teóricos referenciales.

 La emergencia de la violencia es una problemática a la que se enfrentan cotidianamente quienes trabajan con una población en situación de vulnerabilidad social. Nos cuestionamos cómo intervenir en dichas situaciones, donde la palabra no tiene lugar y donde los golpes arman un lenguaje irrefrenable, otra “lengua” de la que, en ocasiones, somos extranjeros. Nos referimos a reconocernos también con afectos, miedos, enojos, empatías, desconciertos. Convocar a deconstruir esquemas y modelos para construir o inventar otros, con nuevos códigos y propuestas de modos diferentes de establecer lazos.

Los que ejercen sus prácticas en el territorio de los “nadies”, en ocasiones se transforman en nadies, sin reconocimientos social e institucional de sus funciones y múltiples tareas.  

Pensamos que estas infancias y adolescencias vulnerables, objeto de intervenciones institucionales diversas son, para el discurso psicoanalítico, más aún “lo otro” porque cuestionan no solo nuestros modelos teóricos sino también el “poder” de nuestras prácticas.  Al mismo tiempo, nos demandan sostener nuestra incertidumbre, ya que se requiere de un saber - no saber para poder hacer, para abrir, para pensar y crear producciones.

 

Bibliografía

1. Bleichmar, S. (2008) “Violencia Social-Violencia escolar”. En De la puesta de límites a la construcción de legalidades, Buenos Aires, Noveduc.

2. Bleichmar S. (2006) No me hubiera gustado morir en los 90. Buenos Aires, Editorial Taurus.

3. Castel, R.  (2004) Las trampas de la exclusión. Trabajo y utilidad social. Buenos Aires, Editorial Topía.

4. Galeano, E. (2018). Amares. Buenos Aires, Siglo XXI Editores.

5. Frigerio, G. (2008) La división de las infancias: ensayo sobre la enigmática función antiarcóntica. Buenos Aires. Del estante.

6. Frigerio, G., Korinfeld, D., Rodríguez, C. (coords.) (2017) Trabajar en las instituciones: los oficios del lazo. Buenos Aires, Noveduc.

7. Frigerio, G., Korinfeld, D., Rodríguez, C. (coords.) (2019) Las instituciones: saberes en acción. Aportes para un pensamiento clínico. Los oficios del lazo. Buenos Aires, Noveduc, Vol. III.

8. Rajnerman, G., Santos, G. (2016) “Lo discontinuo como marca filiatoria”. En Pensar la niñez. Psicología del desarrollo desde una perspectiva americana. Lima, Editorial Grijley.

9. Viñar, M. (2013) Mundos adolescentes y vértigo civilizatorio. Buenos Aires, Noveduc.



[1] Caina, Centro de Atención Integral para la Niñez y la Adolescencia. Centro de día para los jóvenes en situación de vulnerabilidad social. Dispositivo de mínima exigencia dependiente del Ministerio de Desarrollo Social de C.A.B.A.