El cuerpo que habla

La ciencia, y en particular sus aplicaciones médicas han prolongado la duración de la vida del organismo humano. Inversamente, la relación del médico con el cuerpo del ser hablante, parece más distante y falta de interés que hace algunas décadas atrás. Se ha vuelto evidente con la pandemia. El cuerpo percibido y padecido por el hablante es tierra de nadie. En 2020, se prestó gran atención a los síntomas somáticos de la peste digitalizada cuyo manejo epidemiológico tiene valor geopolítico. Casi cualquier otra dolencia ha debido esperar, incluso siendo oncológica; turnos para semanas o meses más tarde, demoras y burocracia en las autorizaciones de las entidades que deben cubrir los requerimientos médicos de la población.

La medicina, o sea la práctica en que se miden, se pesan y sopesan los síntomas y la salud de cada organismo más o menos enfermo -literalmente “poco firme”-, tiende hoy a reducirse a técnicas; la figura del médico se desdibuja y empobrece, desplazado por máquinas y remedios que diagnostican y tratan cada vez con mayor precisión y celeridad las patologías orgánicas. El médico por lo general evita tocar el cuerpo del paciente, se ocupa más bien de órganos específicos, gestiona diagnósticos por imagen y análisis de laboratorio, receta luego un tratamiento específico y despide al paciente, a veces lo cita para un tiempo después. No lo revisa personalmente, tampoco le pregunta casi nada, la atención de pocos minutos se corresponde con los aranceles que percibe, bastante tristes, sobre todo cuando se siente un empleado de una empresa de la salud, sea privada o pública.

Cuando esos mismos médicos, angustiados, consultan al analista – cada vez lo hacen con mayor frecuencia –, suelen manifestarse disconformes con su profesión, con su paga poco digna, con las quejas de los pacientes que encuentran superfluas cuando no son específicas, y a menudo también insoportables. Acaso nada en su formación ni en su contexto de trabajo los prepara para tolerar ese otro aspecto de la enfermedad

Cuando esos mismos médicos consultan al analista, angustiados -cada vez lo hacen con mayor frecuencia-, suelen manifestarse disconformes con su profesión, con su paga poco digna y con las quejas de los pacientes, a las que muchas veces consideran superfluas. Quejas para las que no han sido preparados para poder afrontar, y por eso mismo les resultan insoportables.

De los ideales del “dotor”, hijo de inmigrantes con expectativas de ascenso social, o del sanador de cuerpos y de almas, aquel médico querido y glorioso, estilo San Lucas en la versión de Taylor Caldwell, queda poco. El cuerpo que da unidad y algo de sentido al padecimiento del sufriente le resulta totalmente ajeno, y de la autopsia en vida del organismo diseccionado se ocupan aparatos de cada vez más sofisticada y ágil tecnología. En su espíritu, la medicina actual replica la medicina de esclavos de la tradición hipocrática; en ella el profesional no habla con el paciente, no conversa con él para llegar al diagnóstico y a un tratamiento personalizado que lo responsabilice en el cuidado de su cuerpo. El médico sólo le explica lo mínimo indispensable para que cumpla un tratamiento que no entiende de un padecimiento cuya causa interesa poco -¡salvo que padezca COVID!-. Si quiere saber más, el paciente puede informarse en Google.

Lo mismo pasa, en muchos casos, con la psiquiatría. Los colegas psicólogos cuentan con frecuencia que los médicos de esa especialidad reciben apresuradamente a los pacientes en el hospital para indicar o revisar la dosis de psicofármacos. En hora y media “ven” 20 o 40 pacientes, según su experiencia y eficacia. La atención propiamente médica en el sentido hipocrático, la medicina de libres, donde el médico escuchaba y charlaba con el paciente para llegar a un diagnóstico y reflexionar sobre la condición de enfermo y sobre el tratamiento, eso suele quedar en manos, hoy, del psicólogo, a pesar de que en general no ha adquirido demasiados conocimientos médicos.

Sin embargo, el interés en que el psicólogo tenga en cuenta las dolencias del cuerpo se justifica plenamente. Él tiene la opción de encontrar otra perspectiva diferente a la de estudiar el organismo. El psicólogo puede prestar atención a lo que se expresa en el cuerpo, esa consistencia última donde se asientan existencia, dolores y goces tristes que empobrecen una vida única, y donde impactan los deseos inhibidos, sintomáticos y no realizados. El cuerpo es por eso mismo, también, el lugar de la angustia, que no es sólo pánico ni ansiedad a suprimir de urgencia, sino también asfixia somática, desesperación por respirar otra cosa. La angustia señala la posibilidad de decir y de actuar conforme a un deseo que exige resucitar ese cuerpo, caído en el mercado o excluido de él, consumido por consumos innecesarios o exhausto por la penuria de los necesarios. Estamos hablando en un país democrático, bastante rico en recursos naturales y talento, y que sin embargo aloja bastante más de un 40% de familias pobres.

En muchos casos, esa resurrección sólo es posible si alguien presta su escucha a la apertura libidinal que se esconde detrás de la mortificación del cuerpo, como aspiración vital, como erótica del encuentro con la que el médico nada quiere o nada puede saber. ¿Qué prepararía en cambio al psicólogo para escuchar lo que se dice desde el cuerpo, en el cuerpo, con el cuerpo? No por cierto las perspectivas externas, de manual, clasificaciones basadas en experiencias de casos tan numerosos como anónimos, sino la palabra que se expresa en ese cuerpo, y que desde Freud se puede escuchar a veces como voluntad de enfermar. Los estudios teóricos sí, por supuesto, son imprescindibles, pero no alcanzan, no sin el propio análisis, sin hacer la experiencia del “cuerpo propio” en los carriles de la regla fundamental freudiana, allí donde se exploran las incidencias, los límites y las coerciones de la estructura del síntoma en los lugares en que éste se desplaza y duele, precisamente en el cuerpo.

No sólo interviene en el proceso de enfermar la causalidad física, química, biológica, genética, también interviene allí lo que Kant llamó causalidad por libertad. Un ser hablante puede tener razones para enfermar, e incluso aprovechar la enfermedad para manifestarse y sostenerse como enfermo, a veces de modo desmedido, poniendo en riesgo su vida como señal de protesta y revuelta personal a condiciones de existencia que no le permiten realizar deseos fundamentales. Allí no sólo interviene el organismo, también el lenguaje equívoco que, desde Babel, otorga al humano una trascendencia respecto del organismo, porque puede usar su cuerpo en tanto lugar de goces, padecimientos y pálpitos, para causas que difieren de la mera preservación del organismo. Somos mamíferos, llevamos mamas, pero en muy diversos sentidos, mamá, mamita, etcétera. Y, por otro lado, no todo es posible, porque también tenemos necesidades lógicas, y el cuerpo exige, precisamente, consistencia lógica para el sostén de estas necesidades.

El psicoanálisis, por su nombre, parecería enfocarse en el dominio de lo psíquico. Sin embargo, desde sus inicios se interesó menos en la consciencia y en el yo psicológico que en la relación del sujeto con el lenguaje y con el Otro, a partir del cual el organismo toma cuerpo. El análisis atiende particularmente el lenguaje incorporado, que se ha vuelto sustancia gozante y al mismo tiempo expresión de un deseo inconsciente no realizado. Freud se interesa en el lenguaje que genera lazo social y da consistencia corporal al organismo, por eso comienza con el síntoma histérico, el síntoma que hace lazo con el Otro, y con ese lazo explora el saber y el deseo del Otro. Mucho antes Aristóteles, en su Política, su tratado acerca de los lazos sociales, explicó que el discurso del amo (despotiké) es el principio de la propiedad, y es como efecto de ese lazo, hoy inadmisible y por eso reprimido en el inconsciente, que alguien puede considerar tener un cuerpo y que además le es propio, posición que el esquizofrénico a menudo no comparte, cuando tiene que arreglárselas con los órganos sin servirse de ningún discurso establecido.

Por otra parte, el analista no se ocupa del organismo. No revisa al paciente, no hace diagnóstico por imagen, no pide análisis complementarios, no mide la bilirrubina ni constata el tamaño del órgano, no verifica la genética. La originalidad del método freudiano reside en los medios de los que se priva, escribió Lacan, porque los medios que se reserva bastan para constituir un dominio cuyos límites definen su campo de eficacia. Sus medios son los de la palabra, su dominio el lenguaje, y sus lugares de interpretación son los equívocos con que la lengua, la gramática, la lógica y el discurso en tanto lazo social, estructuran inconscientemente la percepción subjetiva del cuerpo.

Si bien entre el organismo estallado de las especialidades médicas y el cuerpo único del hablante no hay puentes científicamente sustentables, se trata de dos puntos de vista cuya lógica es complementaria. La medicina se ocupa del organismo sin atender la experiencia del cuerpo hablante; la ciencia en que se apoya excluye toda consideración sobre el síntoma en tanto división del sujeto. La perspectiva analítica, por el contrario, recibe al sujeto que la ciencia excluye, tomado en su división sintomática entre vida y representación (cada vez más digitalizada).

No es por casualidad que el análisis y el capitalismo matemático coinciden en esta misma época, sino por razones ligadas al rigor lógico. Porque esa división del sujeto, expulsada de la consideración de la ciencia actual, se encarna en el cuerpo hablante, de un modo evidente cuando hay un analista para escucharlo en sus diversas tonalidades: los equívocos por homofonía que pueblan síntomas y actos fallidos, los sueños en los que el cuerpo revela sus compromisos con anhelos y goces que parecen absurdos por ser más reales que la insípida realidad cotidiana, las contradicciones del discurso que comprometen la vida en promesas destinadas a no ser cumplidas y en esperanza de lo imposible, en fantasías que retardan la acción, en crueles síntomas que hacen pesar sobre el cuerpo la indecisión y la cobardía moral.

 

Demarcaciones e intersecciones

 

El conocimiento del cuerpo y de sus síntomas en psicoanálisis tiene además la siguiente línea demarcatoria: no consideramos síntoma sino a lo que el sujeto percibe como tal, bajo la forma de inhibición, de división subjetiva o de angustia percibidas en el cuerpo y en sus extensiones –la mirada que desnuda, las voces y palabras que hieren, los aromas eméticos y los que atraen-. Tampoco establecemos la topología del cuerpo y sus patologías desde una perspectiva exterior. Jamás revisamos a un paciente para saber si tiene o no tal tumor o contractura. Incluso la distinción entre cuerpo de hombre y cuerpo de mujer se deduce de las coordenadas del discurso, y no desde datos anatómicos constatados visualmente.

La operación analítica se basa en un desplazamiento radical del saber desde los conocimientos del terapeuta a las coordenadas inconscientes que permiten al sujeto percibir su cuerpo y sus síntomas. Distinguimos entonces entre 1) la existencia humana en la intersección de discursos que estudian y eventualmente permiten cuidar su organismo y sus condiciones materiales de existencia y 2) esa otra perspectiva desde donde se valoran amor, deseo, satisfacciones y sentimientos de diferente valor ético. Desde esta segunda perspectiva, se puede advertir lo que ya señaló la teología moral medieval, que los goces tristes marchitan la vida y el cuerpo y culpabilizan antes de ninguna sanción. Y también que la angustia, por el contrario, es una pasión que no necesariamente es nociva ni requiere supresión inmediata por cualquier medio, por ser apertura y apronte para la acción, lo señalaron Kierkegaard, Freud, y antes escritores de genio como Juan de Patmos, Dante y Shakespeare.

Ni la psicología ni el llamado psicoanálisis pueden arrogarse todas las perspectivas de lo que ocurre en esa intersección entre vida y lenguaje a la que llamamos cuerpo. El psicólogo y al analista pueden preguntarse prudentemente si tal manifestación somática es histeria y entonces debe ser escuchada, o si se trata de una enfermedad que afecta el organismo de un modo que exige la interconsulta con el médico. Pero también en este caso, conviene intentar escuchar lo que dice el cuerpo, como lo sugería el entrañable Carlos Gianantonio, pediatra del Hospital Gutiérrez que, para niños enfermos de patologías con componente autoinmune, solía recomendar en el lenguaje de su época: “psicoanálisis, ortodoxo”. Fundó el Centro de Nefrología y Metabolismo de ese hospital, pero no era solamente especialista en riñones, pensaba también que los cuerpos pueden ser afectados por alguna pulsión de muerte desligada del deseo, y que puede dañar los órganos cuando el cuerpo no tiene la posibilidad de ser protegido por una escucha que le restituya su consistencia desde una posición existencial, el decir.

La psicología puede ser un error de concepto sobre lo humano, si pretende un abordaje veterinario, de domesticación, desconociendo la raigambre inconsciente cuyo estatuto ético justifica el respeto y el cuidado cuerpo hablante. También el psicoanálisis puede cometer un error semejante, si olvida la raíz somática en que Freud, Klein, Winnicott y Lacan fundaron el abordaje clínico que se desprende del método analítico.

Freud le llamo “neurosis” a afecciones que no implican ninguna alteración neuronal; retomó el término griego “histeria” para designar una enfermedad que se comunica y se contagia, pero nada tiene que ver con su etimología uterina, afecta también al varón; retomó el término “hipocondría” afecciones comunes en las psicosis que no necesariamente se localizan bajo los cartílagos de la parrilla costal; empleó el término “psicosis” para referirse a trastornos que en verdad superan lo psíquico porque no son ficticios, no tienen la textura de la fantasía, en ellos el significante incide en lo real del cuerpo rompiendo las ficciones de la realidad compartida.

Los equívocos continúan y exigen ser puestos en perspectiva. Actualmente se llaman “psicosomáticas” a ciertas afecciones en que las demandas -exigencias de lenguaje- lesionan un órgano por fuera de toda elaboración psíquica. Es un diagnóstico que no se puede hacer sin intervención del médico. Leonardo Leibson lista, por ejemplo: úlcera, hipertensión, psoriasis, alopecia, anemia falciforme, colitis ulcerosa, a los que se podría agregar diversos trastornos alérgicos, respiratorios… En cuanto a su mecanismo, precisamente por falta de la protección del cuerpo como efecto de discurso, el significante injuria el órgano sin mediación, sin intervalo, sin Otro. En lugar de la metáfora en la neurosis, en lugar del fading del sujeto en la fantasía, en lugar de la división del sujeto en el síntoma real, encontramos allí con Lacan una estructura holofrástica, de máxima alienación, sin intervalo ni separación. Tal fenómeno no tiene en principio nada de psíquico. Se trata más bien de un insulto significante sobre tal o cual órgano. No es “psico”, tampoco es “somático”, si entendemos por “soma” el cuerpo y no el órgano. Además del tratamiento médico específico para el órgano dañado, dar la palabra al enfermo ayuda a recuperar el cuerpo, esa consistencia arrasada por la presión injuriante de la exigencia significante.

Aun cuando él mismo no la reconozca, es vocación esencial del humano el ubicarse por fuera de lo programable y del saber externo, que es saber de domesticación o manipulación. El siguiente capítulo de este texto podría llamarse: el olvido del cuerpo, ese que induce una enseñanza de fantasía, sin clínica, en la que hay mecanismos, pero no división subjetiva ni libertad, y donde proliferan los fantasmas sin cuerpo.