Los dientes del lobo

No sé cómo empiezan los hechos, empiezan. Así, de golpe. No me pida demasiadas explicaciones. Imagínese que yo, iba a la mañana a casa de mamá, porque me convenía recibir un almuerzo gratuito, cerca de mi trabajo. Almorzábamos muy temprano, a las once y media y yo llegaba un poco antes de las once, ayudaba en la cocina y me iba a las doce y quince para llegar con tiempo suficiente a Libertad y Corrientes. Después estábamos a la mesa mi hermanita Clarisa, mi hermano Cristian, la tos de mamá y yo. Las moscas, el olor a pollo asado, la respiración de Cristian, la voz de Cristian, su asquerosa cortesía, un jarabe dulce, una caricia que termina en una púa, la tos de mamá, las manitos de Clarisa haciendo ruiditos sobre el plato con el tenedor, la voz de Cristian con la dulzura y la púa diciendo en algún momento del almuerzo “haceme el favor, si sos tan amable, terminala de una vez con ese ruidito”, la tos de mamá, el aburrimiento, la tos de mamá. Ah, y a las doce en punto (no sé por qué tanta puntualidad) el cartero que traía mucha correspondencia para Cristian, generalmente libros de poesía que le mandaban sus colegas o invitaciones para actos culturales seguidos de un continuo “desearía no recibir libros por más buenos que sean, son todos muy gentiles, pero serían mucho más buenas personas si no me enviaran sus maravillosos libros ni me invitaran a sus espléndidos actos culturales”, tos de mamá, el aburrimiento, tos de mamá, Clarisa arrancando la hoja de un libro para hacer barquitos, terciopelo con piedra incluida, “Clarisa, tesoro, no tenés que romper ningún libro”, olor a pollo asado, tos de mamá.

Un treinta de enero, fíjese como me acuerdo de la fecha, el señor cartero trajo algo distinto. En apariencia nada anormal, una carta que decía Señor Cristian Fernández, remitente desconocido para él, Lucía Linardi, nada especial, Cristian recibía muchas cartas de gente que no conocía, aunque no era común que dijese Cristian Fernández y no Cristian Fernández Sierra, como él firmaba sus libros. Aparte de eso, nada de particular. Olor a pollo asado, tos de mamá, ruiditos de Clarisa, Cristian que como siempre abría la carta delante de todos y la leía en voz alta, (la púa, el jarabe dulce) generalmente para mostrar cómo era de apreciado por sus dotes literarias (como si las cartas de escritores no fueran absolutamente hipócritas). Sin embargo la carta del treinta de enero decía cosas muy raras. La que se llamaba Lucía hablaba de cuando había sido compañera de banco de Cristian en el Nacional Mitre, colegio en el que nunca estudió Cristian. Y que después de todo aquello, recalcaba varias veces el misterioso aquello, su vida se vio signada por la desgracia múltiple. (Qué horrible expresión eso de “signada por la desgracia múltiple”. Me suena a telenovela). Mi madre tenía razón, nunca debí tratarte, decía. Pobre, como se asustaría de saber que te estoy escribiendo una carta. Pero, bueno, teníamos doce años cuando íbamos al Mitre, ahora tendrás treinta y cinco años, supongo. Clarisa dijo burlona: “Es viejo, pero no tanto”. Y había una alusión extraña respecto de algo sucedido con una tal Brígida, nuestra culpa común. Vos sabés, Cris. No la he podido olvidar. Me imagino tus pesadillas con Brígida, no puedo dejar de imaginarlas, el olor a menta de Brígida ¿te acordás? Decía también que había buscado la dirección de Cristian en la guía de teléfonos: Me alegré tanto de encontrarla, temía que no estuvieses en Buenos Aires, que todo “aquello” te hubiera impulsado a huir, o. quien sabe, a castigarte como yo con desgracias. (¿O no creés que toda desgracia es un castigo que uno mismo se proporciona?). Me había imaginado un suicidio, Cris. Hasta eso me había imaginado, pero a Dios gracias, estás vivo, respiras.
Después pedía datos concretos: si estudiaste una carrera, de qué trabajás, ¿seguís siendo tan lindo como antes? Aquí la tos dijo: “sí”, como si hablase de Cristian. Y luego, casi enseguida, como si no nos diéramos cuenta perfectamente, incluido Clarisa, murmuró entre dos toses con voz de fumadora incansable: “Pero para mí que aunque sea lindo, ésa le escribe a otro Cristian” Y después agregó: “No me gustan estas cosas”.
La carta concluía más o menos así: Pienso en cada atardecer, siempre te aparecés, aunque ya casi he olvidado tu cara. Sólo me acuerdo de tu pelo tan rubio. El olor de la tierra mojada por la lluvia me trae tu recuerdo. Contame todo lo de estos años, Cristian. No puedo olvidarte, sos una obsesión. Firmaba una tal Caperucita y abajo decía entre paréntesis Lucía Linardi. Clarisa preguntó “¿Lobo estás?”.
No logré retener la carcajada: todo me resultaba una mezcla disparatada y cursi. Yo, a mi vez, imaginaba una Caperucita casi vieja, triste, con frío, experta en lugares comunes, ridícula. La veía ausente de sí misma, con la cabeza volcada sobre un escritorio. No sé por qué me la representaba así. Cristian prefirió mantenerse callado, enviarme una mirada de reprobación (por mi carcajada, supongo).
No pude evitar, después del trabajo, pese a lo avanzado de la hora darme una vueltita por la casa de mamá para hablar con él.
-Vas a contestarle ¿no?
-¿A quién?
Simulaba. Lo conocía muy bien: como si no supiese que hablaba de Caperucita. Como si fuera posible hablar de otra cosa. Lo conocía muy bien: silbaba apenas. Los ojos de perro se le escondían en la cara, miraba sin expresión los dibujos del humo del cigarrillo. Lo conocía muy bien: las manos en el alambre retorcido del pelo demostrando indiferencia por Caperucita y por la carta. Empezamos a redactar la carta casi enseguida. Cristian tenía miedo: escribir algo que no pudiera decir el otro.
-Vos poné lo que se te ocurra –le aconsejaba-. Así es más divertido. Total qué puede pasar.
Se quedó un rato mirándome, pensativo. Miraba la carta y me miraba.
Dije “empezamos a redactar” pero yo sólo me dediqué a supervisar que escribiera. El escribió, cada vez con más impulso y menos miedo. El Cristian que inventó no tenía nada que ver con Cristian Fernández Sierra o sólo tenía un contacto accidental: la escritura. Por lo menos no tenía nada que ver con el Cristian amable y ceremonioso que yo conocía. Este podía decir: Claro que me acuerdo de vos, Caperucita. Y de “aquello”. Y de Brígida. Me encantaría encontrarte en un bosque (un bosque de casas muy altas) un atardecer con lluvia y olor a tierra mojada. Te imagino con una canasta llena de flores. (Venden canastas en el supermercado, hay varios puestos con flores). Que vinieras con un vestido rojo. Acercarme despacio, por atrás, llevarte hasta una casa (que debe estar en medio del bosque de casas altas) y meterte en una cama. Una vez allí clavarte mis colmillos en la nuca y beber un poco de tu sangre. Oír el ruido a lluvia y saberme al abrigo, en alguna casa con el televisor encendido y una buena película. Después cortarte en pequeños pedazos y saborearte despacio. La cabeza al horno por supuesto y con papas. Pero sin ojos. Tus ojos merecen tratamiento especial: pueden ser lamidos como caramelos. Las piernas requieren masticación lenta, exprimirles todos los jugos, para ello una buena licuadora es más que necesaria.
Decía mucho más, le cuento lo que me acuerdo, era algo por el estilo. Estaba asombrada: esperé cualquier cosa de Cristian, menos ese tipo de contestación entre pornográfica y caníbal. Le brillaba la boca, le vacilaba, brillante, un ojo y el otro se volvía turbio. La saliva se le encendía y lo de adentro se le volvía cada vez más oscuro. El jarabe de siempre volvió para decirme:
-¿Creés que se animará a contestarme?
No respondí. O me quedé pensando. Una mujer que se llamaba a sí misma Caperucita, quería ser comida de alguna forma, o literalmente. Pero no era pensamiento para Cristian: había siempre algo de ingenuo en él, de ingenuo o de bondadoso, algo que no se llevaba bien con ése que escribía esa carta. Incluso de cursi, de poeta con pretensiones metafísicas, mucho más cursi que la Caperucita de treinta y cinco años que escribía la carta, la que decía no puedo dejar de pensarte, sos una obsesión y recordaba horripilantes atardeceres y nauseosos olores a tierra mojada por la lluvia.
Estuve por decirle “estás loco”, pero elegí callarme. O lo dije:
-Está buena la carta.
Y la despachamos.

No se hizo esperar la respuesta, con la cursilería aumentada y algo como Quisiera verte enseguida, pero tengo miedo. Me muero de amor, Cris. Tengo la canasta y las flores, el vestido rojo. Qué diría mamá, si supiera, pobre mamá. Sin embargo no era todo así. Era una mezcla de cursilerías con amenazas veladas. Como si también se disfrazara, o estuviera jugando a un juego que no podía manejar muy bien. Siempre estaba la presencia de la tal Brígida y en un momento la tal Brígida parecía vieja, hablaba de su cabello blanco. De golpe Cristian dijo con el jarabe lleno de púas:
-Brígida es la abuela. El lobo se come a la abuela primero. Después a Caperucita. La abuela es comida por culpa de Caperucita, porque Caperucita se pone a hablar con el lobo, en vez de hacer caso a la madre.
Lo miré casi asustada porque parecía loco. No pude reprimir estas palabras:
-Pero, Cristian, hablás como si supieras quien es Brígida, como si supieras quién es Caperucita, como si de verdad te escribiera a vos.
Sonrió apenas con lástima y me hizo comprender mi estupidez.
-No seas tonta, querida. Estamos jugando.

Así comenzaron las cartas y semana a semana nos ocuparon la vida, especialmente de noche, porque había tomado la costumbre de volver a casa de mamá de noche. Las de Caperucita de creciente cursilería (uno le podía imaginar un olor a tristeza, a noches sin nadie y con el cuerpo extendido entre las sábanas), la de Cristian que me asustaban cada vez más. Me asustaban pero las quería seguir leyendo, como si me pertenecieran. Cristian las escribía frente a mí, en el escritorio, después me las leía. Lo extraño es que no reíamos. Era un juego, una diversión, pero no reíamos. Masticaba las palabras, y después las ponía sobre la mesa masticadas como para masticarme la cabeza. No eran palabras: eran aullidos. Me parecía mentira que pudiera escribir lo que escribía: no era él, no era Cristian, ese cuarto en orden con olor a naftalina llamado Cristian, no era mi hermano, era otra persona, tal vez el Cristian Fernández al que escribía Caperucita, la alimaña que quizás se metía adentro de él y entraba en oleadas. Aquí viene el problema: ¿de qué otro Cristian se trataba? Y en este punto será menester que le explique a usted algo muy necesario a este relato, pero todavía no tengo ganas de hacerlo. Supongo que habrá cosas, en lo que le cuento, que le habrán llamado la atención.

La ruina del sentido es posible que se deba a un agujero del sentido, a una quebradura final del sentido de las cosas. No sé si me entiende, O sí, es claro, no entiende ni jota de qué le estoy hablando. Vamos a verlo así: usted tiene una idea del sentido de sus actos hasta que un momento deja de tenerlo. Como le puedo explicar: usted va todos los días al bosque, como Caperucita, a casa de la abuela, y un día se queda juntando las flores más allá de lo permitido y le aparece el lobo, cuando usted lo único que deseaba era jugar un poquito con las flores de más allá. Ya veo que no comprende.
Tendré que decírselo por partes. Cuando hace un año leí lo que usted ofrecía me pareció bien: “Anciana inválida francesa no vidente necesita dama de compañía muy culta, de preferencia joven, que domine el francés. El trabajo consiste en conversación, lectura y comentario de libros. De doce treinta a cero treinta, excelente sueldo”. Me gustó al principio y usted se aficionó a mi compañía, pero al cabo de los meses me aburría porque usted, por efecto de los medicamentos se despertaba recién a las dieciocho horas para tomar su merienda. La parte propiamente doméstica: limpieza, preparado de comidas, compras, la cumplía una mujer gorda que se iba en cuanto yo llegaba. Un día (¿habrá sido porque curiosamente el cartero llegaba siempre a casa de mamá a las doce y a las doce treinta a su casa? ¿en qué medida era cómplice?), sin saber qué hacer en su casa, harta de leer libros, o mirar el televisor que usted tan amablemente me había hecho instalar, recibiendo su correspondencia que el cartero me entregaba con esa extraña puntualidad y que yo luego debía leerle además de los libros que usted me designaba, tuve la idea.
Ante todo, mi nombre no es Lucía, como yo le dije, sino Matilde. Elegí un nombre cualquiera, al azar, porque tal vez no me agradaba hacer el trabajo que hacía: no lo deseaba para Matilde Fernández Sierra. Era cómodo, había poco que hacer, era un sueldo bueno para no hacer nada, pero seguramente no para una antropóloga con medalla de oro, especialista en mitos. Fracasada, sí, con un título que no me permitía vivir, pero antropóloga al fin y al cabo. Por otro lado, no le había dicho a mi familia que la antropóloga Fernández Sierra, medalla de oro y con dos años de graduada y además profesora de francés y con estudios de literatura (eso sí odiaba a muerte mis antiguas clases en el secundario), tenía que trabajar de dama de compañía de una francesa inválida. No, Cristian tampoco lo sabía no le había dado ese gusto.
Volvamos a lo de la idea. Ya estará empezando a sospechar que yo escribí las cartas firmadas como Lucía Linardi o Caperucita. Y es así, me costó mucho decírselo, pero me vino esa resolución de burlarme de mi hermano Cristian, observar qué actitud tomaba, estaba harta de Cristian, el ángel bobo de estampas que ya no podía concebir ni soportar, del gran Cristian, eximio poeta, el de los brazos largos que le sobraban con los que pretendía dirigir el orden y la construcción del mundo, el famoso artista que se hacía mantener por mi pobre y tonta madre, “es mi hijo favorito” decía entre un cigarrillo y otro y entre dos toses, mientras que su hija universitaria tenía que hacer de mucama fina para ayudarse y a veces ayudarlos. Las cartas con las que Cristian pretendía reírse de Caperucita eran enviadas a su dirección, señora. Yo las recibía, y en el caso de que el cartero tuviera la peregrina idea de llegar antes que yo, serían recibidas por la mujer flaca que le hacía a usted la limpieza, que creía que mi nombre era Lucía Linardi. Estaba todo previsto, calculado y manejado.
Tal como sospechaba, Cristian empezó a negarme ingerencia en el asunto de Caperucita. Ante mis preguntas, mentía. Había vuelto al jarabe dulce habitual, a la cortesía repugnante: “No, ya no me escribe esa buena chica. Tampoco yo puedo perder el tiempo, como te imaginarás, querida Matildita, en estas cosas intrascendentes. Además, pobre mujer, no vamos a reírnos de ella toda la vida”. Pobre mujer no, pobre idiota, pensaba yo, sé lo que Caperucita te escribe por razones obvias y yo recibo tus cartas, ninguna intrascendencia, cada semana recibo cartas peores, un amontonamiento de imágenes, un caos con aullidos, una dispersión del sentido, esto ya no es burla. Te estás volviendo loco, Cris. Imaginaba a ese otro Cristian, el que había visto asomarse, el labio que le iba cayendo mientras escribía y cada palabra escrita era cada vez más violenta, pero también, extrañamente, una pequeña aguja, una gota con frío.
Un mediodía al llegar al trabajo encontré a la mujer flaca que le hacía a usted la limpieza. Me dijo como siempre “que tal, Lucía” y yo le dije como siempre “qué tal, Olalla”. Salvo un matiz diferente: “hoy la llamó alguien, Lucía. Un señor”. Me asombré: “¿A mí? ¿Preguntó por Lucía?”. “Bueno, en verdad preguntó por Caperucita y a mí me dio risa. Le dije que no había ninguna Caperucita. Entonces me dijo que si estaba la señorita Lucía Linardi y que hablaba Cristian Fernández. Le dije que ya estaba por llegar. “¿A usted le dicen Caperucita?”. “Sí, sí”, dije con bastante confusión.
¿De dónde había conseguido el teléfono? Sé que algunas guías, a partir de la dirección permiten conseguir el teléfono, pero no estoy muy segura. Además, ¿cómo se había animado a llamar?
Esperé junto al teléfono varias horas, pero el silencio era interminable. Entonces, antes de que usted se despertara, logré esa voz impersonal de las voces dobladas de las películas. Me entristeció cambiar de voz, hablar, decir, contestar, Me entristeció el cable, me entristeció el tubo, me entristecieron los números. La voz de Cris del otro lado sonó tan suave como un mar en descanso después de una larga pausa, pero el mar en descanso se metió en mis tímpanos y comenzó a agitarse: “Hola, ¿estaría el señor Cristian Fernández? Habla Lucía Linardi”. Silencio largo. Después: “Sí, habla Cristian”. “Tantos años sin verte”, dije por decir algo, tal vez me temblaba la voz como nunca me había temblado los dedos ante la máquina de escribir. “Tengo los dientes listos” dijo la voz o el otro Cristian, “me muero de hambre”. Esta vez yo quedé sin palabras, se me estancaron las frases. “Afilé mis garras para arrancarte un pedazo de hombro. Quiero probar mis uñas en tu vientre”. Oí el jadeo de su garganta. Lo oí hablar, yo no dije palabra hasta que él empujó mis palabras para que salieran cuando se trató el tema del encuentro: “No, hoy no, mañana no sé, más adelante alguna vez”, las sílabas caían metálicas, amonedadas.
Hace dos días, señora, él vino mientras usted dormía. Yo estaba vestida de rojo y con la canasta de flores. Al oír el timbre volqué mi cabeza sobre su escritorio. Cuando me vio no hizo el menor gesto. Como si supiera que era yo. Como si no me reconociera. Como si no fuera él. Como si no fuera yo. Nadie hizo la menor alusión, yo sólo tenía la carne miedosa, pálida. No puedo contarle más. Sólo le puedo asegurar que ha estado encendido su televisor.
Señora, no sé que le pasará a usted, no sé qué va a hacerle, si yo le voy a ayudar. Quiero alertarla, porque yo no soy Matilde Fernández Sierra ni él es mi hermano Cristian. Tampoco soy Lucía Linardi, la que usted contrató, aunque sí lo soy en este momento, pero no sé qué más puede pasar. Usted sabe, nos rodea un bosque de altas casas, usted sabe, he juntado flores más allá de lo permitido, yo sólo quería jugar un poquito con esas flores, pero mamá tenía razón, “no me gustan estas cosas”, dijo. Con mis treinta y cinco estoy casi vieja, señora, llena de noches sin nadie y con el cuerpo extendido en las sábanas. Hoy llueve, y él acaba de tocar el timbre, ya es el atardecer y usted está despierta, comiendo sus caramelos de menta. Llame a la policía, no sé, haga alguna cosa si su invalidez se lo permite. Hoy aquello puede suceder, aquello, la desgracia múltiple, señora Brigitte, la desgracia múltiple.

VOLVER