SOLITARIO

¿Cuánto tiempo hasta su propia muerte le quedaba? La mesa deteriorada sostenía un florero antiguo decorado con líneas azules muy finas que giraban concéntricas sobre la base. A su costado un vaso de agua estacionada que debía tener al menos tres días. Magda tomó los naipes que se posaban frente al florero, los sacó de su caja y mezcló. La mano derecha tomaba un puñado y lo dividía en movimiento rítmicos, adelante y atrás. De vez en cuando el mazo se fraccionaba en dos y ella con sus pulgares intentaba meticulosamente intercalar una carta de cada mitad. Mientras los naipes bailoteaban entre sus manos las primeras gotas se escaparon por el rabillo de su ojo derecho.


Inició un solitario, cuatro naipes en el centro de la mesa y el mazo a un costado. Las cartas salían puntuales, existía una conexión fortuita en ese lugar tan debajo de la tierra y del mundo que permitía que el juego avanzara firme. El florero en el medio de la mesa empezó a sacudirse despacio, suave, sutilmente; el aire se hizo más espeso, el piso vibraba bajo sus pies y el mareo en su cabeza se tornó intenso. Tenía la impresión de estar flotando y nada de lo que estuviese pasando allí afuera pudiera conmoverla, ni siquiera el lejano estruendo de las bombas que caían. El diez de copas llegaba en el momento adecuado.

Los niños dibujando, los niños mirándola fijo con sus ojos celestes bellísimos, los niños cantando una canción, los niños acostándose en sus colchones la noche anterior.

Las lágrimas se hicieron más caudalosas, inexactas, rebeldes, la intensidad del llanto iba increscendo hasta que la visión se nubló tanto que ya no conseguía hacer foco en el número de la carta. Lloraba angustiosamente, sin secarse, dejaba que las lágrimas fluyeran constantes por sus pómulos, que se precipitaran en el abismo de su mentón y cayeran hacia el piso.

Se preguntó si acaso su marido seguiría con vida merodeando los pasillos de ese helado edificio. Buscaba algo que la sacase del letargo de la absoluta soledad. La última vez que lo había visto había sido en la mañana cuando atravesando juegos infantiles se acercó hasta ella y depositó la cajita recubierta de felpa color rojo en su bolsillo. Se aproximó a su oído y le sugirió la idea. No hubo tiempo de discusiones ni de suplicas, ella lo había aceptado sin dudarlo. Las órdenes venían de arriba. En el interior de la cajita todavía le quedaba una de las cápsulas sin usar.

Intentaba concentrarse en el juego pero el mareo y el frío extremo la distraían. Paseaba su vista por el cuarto buscando que el dolor de cabeza cesase; los seis colchones tirados en el piso, el reloj de pared que embobadamente repetía un sonido invariable y las explosiones que parecían cada vez más cercanas, aumentaban su malestar. El miedo de terminar aplastada le provocaba un temblor persistente en su mano derecha.

Los ases habían salido presurosos y las cuatro columnas encabezadas por los doces garantizaban la combinatoria adecuada. La numeración descendente se iba completando; once, diez, nueve, una tras otra se iban intercalando en la acumulación de cada palo. Nunca una carta había ido a parar al pilón de las inútiles, de las que esperan su momento para ingresar en el juego. Siempre, fuese para engrosar la seguidilla descendente bajo la firme mirada del rey o para aumentar la pila de cartas sobre los unos, conseguían enlazarse en la trama lúdica.

La asombraba la precisión con que el juego se iba consumando, la suma de casualidades que la acercaban cada vez más a la victoria; era un acto casi mecánico, sacar la carta y sin pensar colocarla en una de las columnas, era automático, instintivo, involuntario, ese juego jugaba con ella; se habían invertido los roles. Ella era sin lugar a dudas, un signo más del cifrado.

Interrumpió el solitario porque su mente se encontraba en una confusión extrema, no podía organizar sus pensamientos, sentía una opresión en el pecho y le faltaba el aire. Intentó tranquilizarse, respirar profundo y centrar su mirada en los naipes. Miró hacia la puerta de acero que separaba la habitación del edificio frío y oscuro. La noche anterior los llantos de la personas en los pasillos no la habían dejado dormir. Sabía lo que le había ocurrido al líder y temblaba de nervios pensando en la posibilidad de que llegaran y la capturasen antes de tomar el valor necesario para morder la cápsula.

Apartó su vista de la puerta y su mirada chocó con el último colchón de la fila. La figura de la niña inerte, inmóvil, con la rigidez característica de los cuerpos fríos; sus ojos celestes ocultos ya tras el rígido manto de sus párpados y pequeñas chispas de luz que revoloteaban sobre su cabellera rubia.

La niña riendo, la niña jugando con sus hermanos y la niña durmiendo. Su dedo en la garganta de la niña, la niña contrayéndose entre sus brazos y la espuma en las comisuras de su boca. Así seis veces, así con cada uno de sus hijos.

Unos ruidos fuertes provenían del techo como si estuviese cediendo lentamente y quedase poco tiempo antes de que se precipitara sobre su cabeza. Se decidió a terminar el juego y acallar la multitud de sensaciones que se movilizaban en su cuerpo. En el mazo le quedaban dos cartas, era necesario que el dos de espada saliese primero para asegurar la victoria. Posó su mano en la superficie del naipe y lo llevó lentamente hacia el borde de la mesa. Dobló la carta con sus dedos buscando descubrir el número que ocultaba. Dos de espada. Había ganado, sin quererlo, sin hacer demasiado para que sucediera, había ganado.

Como una ironía final la suerte parecía estar de su lado. Las cosas estaban empezando a salir bien. No podía soportar la idea de sentirse ridiculizada; la enfurecía pensar que le estaban regalando una pequeña dosis de suerte cuando ya no la necesitaba. Los dientes rechinaban de la ira y en un impulso arrojó el florero contra la pared dejando escapar un grito de desahogo. El vidrio estalló en mil añicos. Los pedacitos cayeron sobre el colchón de su hijo mayor y su cuerpo se llenó de limaduras del cristal. Miró a su costado, otro colchón, otro hijo, otro cadáver. No podía escapar, a donde mirase había cuerpos infantiles fustigándola; temblaba, tiritaba de frío, de miedo, de furia. Esos cuerpos hablándole, reclamándole compasión; esa habitación tétrica, gris, vacía y macabra.

Un sedante en el té de la merienda, acomodarlos en los colchones y hacer que el cianuro se disuelva en la boca de los niños. Cerrarles los ojos, secar sus labios, acariciarles el pelo. Una tarea sencilla que había sabido cumplir a la perfección como todas las órdenes que había recibido durante la guerra.

Una tarea casi mecánica e involuntaria, tan simple como lo había sido ganar ese solitario.