Cine y subjetividad: el método ético-clínico de lectura de películas

La relación del cine con la ética y la psicología tiene una historia que se remonta a los orígenes mismos del cine, el cual como se sabe nació en 1895, el mismo año que el psicoanálisis. Efectivamente, en 1895 Freud y Breuer publican Estudios sobre la histeria, la primera presentación de la terapia psicoanalítica, y ese mismo año en París, un 28 de diciembre, los hermanos Lumière exhiben por primera vez su invento al público: el cinematógrafo (Zimmerman, 2000; Laso, 2011; Treszezansky, 2014).

Apenas una década después de este nacimiento simultáneo, se sitúan dos viñetas clave que interesa retomar aquí. La primera, con el signo de un desencuentro sintomático, cuando en 1909 Freud asiste por primera vez a un cinematógrafo. Fue en New York y las crónicas de época indican que no se mostró en absoluto interesado en el espectáculo. La segunda, bajo el signo de un encuentro promisorio, a partir de una perla en la que vale la pena detenerse.

El sábado 22 de febrero de 1913, Lou Andreas-Salomé y Víctor Tausk fueron juntos al cine. A la salida, Andreas-Salomé dejó testimonio de su experiencia con un texto breve que constituye un verdadero hallazgo:

“¿Cómo es posible que el cine no suponga lo más mínimo para nosotros, los psicoanalistas?; no es ésta la primera vez que me lo pregunto.

A los muchos argumentos que podríamos esgrimir en favor de esta cenicienta de la concepción estética del arte, corresponde añadir también un par de consideraciones puramente psicológicas. Una hace referencia a que la técnica cinematográfica es la única que permite una tal rapidez en la sucesión de las imágenes que se corresponde más o menos a nuestras propias facultades de representación, imitando en parte su carácter caprichoso. Una parte del cansancio que nos invade en las representaciones teatrales no proviene del noble afán que exige la contemplación artística, sino del esfuerzo de adaptación impuesto por la pesadez del movimiento aparente de la vida en la escena; en el cine, sin un esfuerzo semejante, se libera gran parte de nuestra atención permitiéndonos que nos rindamos más espontáneamente a la ilusión.

La segunda consideración concierne al hecho de que, aunque se puede hablar de una simple satisfacción superficial, ésta obsequia a nuestros sentidos con una profusión de formas, imágenes e impresiones de modo totalmente particular y, tanto para el trabajador enmudecido por la estrechez de su vida cotidiana, como para el intelectual aferrado al trajín de su profesión o de su pensamiento, significa ya de por sí un rastro de vivencia artística de las cosas. Ambos argumentos obligan, por lo tanto, a una reflexión sobre lo que el futuro del cine puede llegar a significar para nuestra constitución psíquica, la pequeña zapatilla dorada de la cenicienta de las artes”.

El pasaje está extraído del diario de Lou Andreas-Salomé y anticipa dos núcleos teóricos que vertebran la relación entre cine y subjetividad. El primero, el carácter intrínsecamente movilizador de las imágenes proyectadas en la pantalla, en que se apoyan las nociones de imagen-movimiento e imagen-tiempo, conceptualizadas décadas después por Gilles Deleuze. El segundo, el valor de la experiencia cinematográfica como modeladora del carácter, ofreciendo la oportunidad de sustraer al sujeto de la pobreza moral, prodigándolo con un halo de vivencia artística, tema desarrollado casi un siglo después por Alain Badiou en sus ensayos sobre cine y filosofía.

En consecuencia, ¿cuál es la ventaja que encierra el cine a la hora de transmitir situaciones dilemáticas en el campo de la ética, en relación, por ejemplo, con la argumentación ético-filosófica o incluso con las demás artes? Tal ventaja no se encuentra en el evidente alcance masivo que posee el cine como arte y entretenimiento, ya que es esa masividad la que requiere a su vez ser interrogada: ¿cómo puede el cine alcanzar semejante popularidad?

Hay algo en la naturaleza misma del cine que le facilita su éxito sobre las demás artes: se trata de la eficacia inmediata de la imagen vista y en movimiento que el cine ofrece, respecto de la imagen evocada —presente, por ejemplo, en la literatura, la pintura o el teatro. Tal como fue sugerido más arriba por la tesis de Lou Andreas-Salomé, si bien las demás artes logran hacernos evocar otra realidad, esta no alcanza a hacernos olvidar la realidad en que nos encontramos. El cine tiene, a este respecto, la ventaja de una eficacia mayor e inmediata: logra de manera instantánea que nos sumerjamos en la realidad alternativa de la escena cinematográfica, no importa si incluso hemos llegado en mitad de la proyección de una película.

La llamada “magia” del cine consiste en ser un arte que plasma una realidad en el campo de la imagen de modo directo e inmediato, sin que al mismo tiempo se confunda con la realidad del espectador. Ofrece una realidad alternativa y semejante a la del espectador, pero puesta a distancia. El espectador puede así identificarse con los personajes y situaciones que le ofrece la escena fílmica, sin perder la distancia con aquello que se le muestra. Siempre siguiendo a Andreas-Salomé, el cine permite al espectador evadirse, suspender temporariamente la realidad inmediata, para viajar a otra realidad —tal vez mejor, tal vez peor, pero seguramente otra— y vivir sin riesgos las pasiones, dramas, alegrías o terrores. Amamos, sufrimos, morimos o sobrevivimos, triunfamos o fracasamos. Somos llevados a otros tiempos y lugares, reales o ficticios. Somos héroes o antihéroes que enfrentan situaciones reconocibles o improbables. La ilusión del cine permite por un rato el goce imaginario de vivir otras vidas, sin los riesgos que implica encarnarlas en la realidad. Gozamos así de situaciones que en la realidad nos resultarían insoportables.

Interesa detenernos ahora en la subjetividad del espectador y la capacidad que tiene el cine y las series televisivas de interpelarlo con dilemas éticos. El proceso de identificación con personajes de la ficción favorece una involucración afectiva e intelectual del espectador. De ese modo el cine logra instalarlo en determinadas situaciones que al mismo tiempo son reconocibles en la vida y que le hacen experimentar, a través de otro, conflictos, dilemas, aventuras, pasiones o encuentros siniestros.

Pero un buen film es además aquel que se vale de sus especiales recursos para hacernos experimentar situaciones, con el objeto de introducirnos en un problema y llevarnos a considerarlo, vale decir, a pensarlo. Un film también transmite ideas, al modo de problemas encarnados en situaciones y personajes. Problemas que son reconocibles y que, si el film ofrece alguna solución, como esta es siempre singular y relativa a la historia que relata, no alcanza nunca una respuesta definitiva o universalmente válida, ni tampoco aspira a hacerlo. La resolución de un personaje no es necesariamente —ni mucho menos— la solución al problema ético que el film propone. En todo caso es la solución que encuentra ese personaje (y con la que hasta el director puede no acordar). No hay en el cine respuestas fijas que aspiren a configurar una norma de validez universal respecto del problema ético que plantea un film.



Juan Jorge Michel Fariña
. Profesor Titular Regular de la cátedra Psicología, Etica y Derechos Humanos, UBA. Investigador Principal del Programa de la UBA para la Ciencia y la Tecnología.


 


Eduardo Laso
. Docente del CBC y de la Cátedra de Psicología, Ética y Derechos Humanos e Investigador de Programa de Ciencia y Técnica de la Universidad de Buenos Aires.