NADA PARA COMER: UN CASO DE BULIMIA

El título de este artículo retoma el homónimo de un libro escrito con Pablo Muñoz, editado en 2018 por Letra Viva.

En este artículo presentaremos un fragmento del tratamiento de una mujer llevado adelante en el Servicio de Psicopatología y Salud Mental de un Hospital Público de la Ciudad de Buenos Aires. El propósito del recorte es elucidar el pasaje desde un modo de presentación fenoménica, bajo la forma de una bulimia, hacia la localización de la división subjetiva en el síntoma.

La apuesta del analista por la sintomatización del padecimiento, correlativa de la consideración del sujeto como hipótesis metodológica, es una tarea capital de la puesta en forma del dispositivo analítico y de la localización de la pregunta por el carácter diferencial del diagnóstico. Asimismo, en la consideración de este caso es importante esclarecer la modalidad de las intervenciones del analista que orientaron el tratamiento en esa dirección y las diferentes respuestas que permiten establecer una secuencia ordenada de tópicos (la modalidad discursiva, la relación con la madre, el duelo, etc.) que interrogan a la bulimia como una posición que se sirve del acting out para rechazar la división subjetiva a expensas de la angustia.

Las manchas del tigre

Juana tiene 23 años, y 10 meses atrás volvió a Buenos Aires luego de haber estado viviendo en Paraguay desde los 14. Alo mejor porque en ese momento ocurría con menor frecuencia, lo cierto es que no consulta por los vómitos con que suele concluir sus comidas. Hace un tiempo iba a un Hospital en que, además de un tratamiento individual, asistía a un grupo para bulímicas y a una nutricionista. Abandonó el tratamiento cuando, al comenzar a estudiar en el CBC, pidió un cambio de horarios por no poder asistir a uno de los espacios. Refiere que le plantearon “todo o nada”. Eligió “nada”. Dice consultar a partir de una pelea con su último novio, y si bien cree “no haber hecho nada”, lo que la trae a la consulta es el temor persistente de que pueda estar embarazada. Le pregunto en qué consiste ese temor. Juana dice que, en realidad, es su madre la que “está todo el tiempo diciéndome que estoy embarazada”. De su madre, Juana dice que ella conoce “hasta los días en que me tiene que venir”; “Ella me lo dice, y pasa tal cual, y ahora tengo dos semanas de atraso”. Entonces, Juana formula que decidió consultar en el Hospital para saber qué son los embarazos psicológicos. Le pregunto si se realizó un test. Me dice que no. Le sugiero que lo haga, así como le propongo volver la semana próxima.

En la entrevista siguiente Juana llega comentando el resultado negativo del test, agregando que no hubiera sido un problema para ella tener un bebé, ya que le “encantan”. Entonces relata este suceso: su mejor amiga le “robó” un novio hace un tiempo y de ese encuentro su amiga resultó embarazada. Añade que su amiga era una “mala madre” porque se “avergonzaba” del hecho y que, ahora, ella es la que siente “vergüenza” porque su amiga lleva la foto del niño en la billetera. La secuencia me resulta cerrada, Juana habla muy rápido y no logro orientarme en lo que está diciendo. La detengo y le pregunto qué la avergüenza. Me responde que su amiga se hace la “mártir” con la foto de un niño muerto. En todo el relato nunca escuché que el niño estuviese muerto. Le pregunto otra vez por la foto. Me cuenta que el niño vivió apenas un año, y que después de la muerte todo el mundo se “llenaba la boca” hablando de lo lindo que era. Le pregunto cómo murió. “Ahogado, después de comer”. Le pregunto cuándo pasó esto. Me responde que al llegar a Paraguay en su adolescencia. El relato en su conjunto, de algún modo, me había impactado, sorprendido le digo: “Me da mucha pena que ese chico haya tenido que transformarse en nada para estar en boca de todos”. Juana se queda callada un rato, después dice en voz baja: “Me siento muy triste”.

En este punto, puede pensarse que el efecto de nominación de la pérdida es lo que la pone en acto como tal. Hasta entonces, era como si ese bebé aún viviese (quizá por eso la desorientación del analista en la presentación del relato). No es sino en la sanción discursiva del objeto que éste opera como extraído. Por otro lado, ese mismo día, después de pronunciar esta afirmación, me quedé pensando si no había cometido el insidioso acto de interpretar un acting out. Sin embargo, después advertí que el carry over, cuyo contenido era especialmente superyoico, tenía otro sentido. 

Un par de semanas después Juana llega a su entrevista semanal contando que estuvo vomitando antes de venir. Me cuenta esta escena del fin de semana: El domingo estaba en su casa a la hora del almuerzo, a la tarde iba a salir con su hermana, dijo que se sentía “antojada” de comer ravioles, que se vistió, salió a la calle y los compró, los cocinó, los comió, se levantó y miró a su mamá, quien le dijo: “No hagas eso”. Ella le respondió: “¿Qué le hace una mancha más al tigre?”, fue al baño y vomitó. La detengo en la frase, le pregunto por qué piensa que dijo eso. Cuenta que cuando vomita su mamá se para en la puerta del baño y la oye vomitar. Le pregunto por el papá: “Él se levanta y se va al cuarto”. Cuenta que su padre es un hombre ‘muy’ mayor, jubilado y cansado. Entonces, le pregunto por la diferencia de edad con su hermana: se llevan más de 15 años. Marco que es una diferencia considerable de años. “Es que mi mamá perdió tres bebés en el medio, y cuando yo iba a nacer el médico le dijo de abortar porque se podía morir”. Entonces le pregunto: “¿Alguna vez te molestó la idea de que la podrías haber matado?”. Juana pone cara de que me volví loco y/o dije una estupidez (lo cual es cierto, pero eso no es lo importante) y sigue: “El tema es que me lo reprocha todo el tiempo”. “Como las manchas del tigre”, le digo. Juana se ríe y agrega: “Si conocieses a mi vieja te darías cuenta de que es infumable”. En el camino al ascensor Juana me habla acerca de su nombre, nombre que desde el sentido común ilumina acerca del hecho de nacer.

A la semana siguiente, en el horario de su entrevista semanal, Juana me envía un mensaje de texto el cual transcribo textual: “buen dia, sabes que no me siento bien y queria avisarte que hoy no voy mas tarde te llamo asi arreglamos la semana que viene, besos”. Al no haber puntos ni acentos la escansión puede hacerse, al menos, de dos modos. Entendí que algo del padecimiento comenzaba a enlazarse al espacio del tratamiento. Esa tarde Juana me llamó por teléfono y acordamos un horario para la semana entrante.

En el horario previsto, me dirijo a la sala de espera y me encuentro con Juana y sus padres. Juana me dice: “Mi vieja quería venir a toda costa”, alzando los hombros. Entran los tres al consultorio, sin que yo lo hubiese propuesto. La madre comienza: “Ella está enamorada del inodoro”. El padre no habla, mientras la madre continúa en imprecaciones acerca de los vómitos de su hija. Juana le pide que “la corte” tres veces seguidas. En este punto intervengo diciendo que, dado que estamos en un Hospital, vamos realizar una interconsulta con un médico. Le pregunto a Juana si está de acuerdo en realizar un chequeo clínico. Me dice que sí. A los padres les digo que entiendo su preocupación y que, a partir de este momento, si yo necesitara volver a hablar con ellos los voy a llamar. Por lo tanto, les estoy pidiendo que no vengan en el horario de la entrevistas de Juana.

A la semana siguiente, Juana viene a su consulta semanal hablando de su jefe. Me dice que está “harta” de que su jefe le “robe” las comisiones, que el día anterior le había dicho: “¿Por qué no movés un poquito el culo?”, y ella le respondió: “A mí nadie me habla así, ni mi mamá”. Intervengo diciendo: “Y tu mamá debe decir cada cosa”. “Sí, todo el tiempo, es imposible callarla, mi papá se levanta y se va”. Algo en el tono de su voz me inclinó a preguntarle: “¿Tu papá siempre está yéndose?”. Entonces Juana se queda en silencio y, luego, cuenta que hasta que ella tuvo 14 años su papá tuvo “un secreto”: que antes de conocer a su mamá, él ya tenía una familia con otra mujer, que ésta estaba embarazada, y que un día su papá encontró en la cama a su mujer y a su mejor amigo, que entonces su papá se “calló la boca” y se fue. Le pregunto cuándo se enteró de esto. “Cuando me estaba por ir a vivir a Paraguay, mientras hacíamos las valijas encontré unas cartas revisando los cajones de mi papá y me enteré de unas cuantas cosas”.

Entiendo que, en este punto, puede resignificarse algo respecto del comienzo de los vómitos, ya que es al llegar a Paraguay que su mejor amiga le “robó” el novio para quedar embarazada. Si bien los vómitos se encuentran articulados en una escena mostrativa con la madre… cabe precisar que la dirección se encuentra en la vía del padre y su “secreto”. De acuerdo con esta orientación puede comprenderse que el padre sea, después de todo, el operador estructural de la neurosis. No realizaremos un análisis exhaustivo de este breve recorte, ni de la continuación del tratamiento, ya que nuestro interés radica en poner de manifiesto el modo en que se pone en marcha el dispositivo analítico y se circunscribe el diagnóstico en transferencia a partir de la intervención del analista en relación a un padecimiento.

Asimismo, cabe la aclaración de que este breve fragmento de un tratamiento no intenta formular que los modos actuales de presentación sean reconducibles a la neurosis en todos los casos, lo cual sería un apronte infatuado y, por lo demás, ajeno a la consideración analítica del caso por caso. Sin embargo, sí importa ubicar una secuencia que, partiendo desde una escena mostrativa, logra articular el padecer a la palabra y, finalmente, encauzarla en una pregunta respecto del deseo del Otro de acuerdo con una modalidad que, en principio, responde al tipo histérico.

Resto de nada

En el modo de llegada a la consulta de Juana es notoria una primera coordenada clínica que no puede pasar desapercibida: se presenta como alguien que ha realizado una elección, incluso cuando –al mismo tiempo– sostenga no haber hecho “nada”. He aquí el contrapunto entre “elegir nada” y “hacer nada”: a través de la decisión primera, la segunda expresión cobra un sentido inédito; no se trata de la omisión de un acto, sino de una elección que recorta una posición específica. En esa “nada” se presiente no sólo una relación de sustracción ante el Otro –en este caso, la madre que anticipa y predice el uso de la sexualidad, reduciendo el erotismo al funcionamiento fisiológico–, sino la complicidad del ser hablante que le otorga a ese malestar un suplemento subjetivo. Porque, ¿podría haberse formulado un mejor auto-diagnóstico que el de “embarazo psicológico”?

Dos cuestiones se desprenden de esta última indicación: por un lado, la indicación de una causa psíquica para el malestar que motiva el recurso a un analista; por otro lado, un interés, aunque más no sea hipotético, por la constitución de un saber –que alguien le de diga en qué consistirían esos embarazos–. Sin embargo, ¿se trata efectivamente de la búsqueda de un interlocutor (cuando menos, el que el análisis puede ofrecer)? En todo caso, su demanda no es diferente a la de cualquier amo –que el otro responda, a condición de que la división subjetiva quede reprimida– por eso es necesario responder de otro modo. Porque no se trata de no responder a la demanda (¿cómo se podría no responder cuando la no-respuesta es también una respuesta?), sino de no satisfacerla: la invitación a realizarse un test, que deje a un lado la búsqueda de un saber expuesto (eso que una ciencia dice sobre los embarazos que no son tales), es solidaria de la invitación a volver. Se la invita a regresar; pero, ¿a hablar de qué? Sólo ella lo sabe y, afortunadamente, aceptó la apuesta.

En “La dirección de la cura y los principios de su poder” (1958), Lacan establece dos niveles de la demanda en los siguientes términos:

“Si lo frustro, es que me pide algo. Que le responda, justamente. Pero él sabe bien que no serían más que palabras. Como las que puede obtener de quien quiera. Ni siquiera es seguro que me agradecería que fuesen buenas palabras, menos aún malas. Esas palabras, no me las pide. Me pide..., por el hecho de que habla: su demanda es intransitiva, no supone ningún objeto.” (Lacan, 1958, 588)

Dejar de responder en ese nivel en que la demanda es intransitiva, ¿no sería sustraerse al verdadero desafío que propone el análisis? Habitualmente se sostiene que este tipo de afecciones requiere una maniobra suplementaria por parte del analista, previa a la rectificación que interrogue la participación del sujeto en aquello de lo que se queja. Sin embargo, ¿no es este un rasgo propio de todo inicio del análisis?; ¿podría haber una rectificación subjetiva que no sea una rectificación del Otro? Sólo a partir de un extravío en la comprensión de la participación del sujeto en su padecer –que suele recaer en figuras yoicas (que “colabore” con el tratamiento) o superyoicas (como “hacerse cargo”)– es que se olvida que la única rectificación de la posición del sujeto radica en la destitución subjetiva del analista (Cf. Lombardi, 2009), en ese acto por el cual también consiente a prestarse para encarnar con su persona el soporte de un Otro de la transferencia al que no verifica.

No es lo mismo “ser” expulsada que “optar” por la expulsión. En este último caso se recorta un modo de restarse de la relación con el Otro, cuando éste asume una actitud exigente e intenta colmar el lugar de la falta –como ocurre con el abandono del tratamiento anterior de Juana– con un requerimiento imperioso. Por lo tanto, no podía responderse a su presentación con el planteo de un requisito administrativo. Sin embargo, tampoco cabe entender que “alojar” al sujeto implique asumir una actitud permisiva o de maternaje. Ofrecer un lugar es un reconocimiento tácito de que quien padece está en condiciones de hacer otra cosa con su sufrimiento que no sea desconocerlo (a través de la queja, la imputación al Otro, etc.). Por eso, la implicación que importa en un análisis no es con el síntoma, sino con el acto de decir, para que aquel cobre nuevamente su extrañeza intrínseca:

“Esa dimensión –la de que hay una causa para eso– donde sólo la implicación del sujeto en su conducta se quiebra, tal ruptura es la complementación necesaria para que el síntoma nos sea abordable. Lo que pretendo decirles y mostrarles es que ese signo no constituye un paso en lo que podría llamar la inteligencia de la situación, sino que es algo más, que hay una razón para que ese paso sea esencial…” (Lacan, 1962-63, 279)

No obstante, Juana no se presenta según coordenadas de división sintomática. A pesar de la secuencia fantasmática que puede establecerse en el curso del tratamiento, que parte de los embarazos psicológicos, continúa con el bebé “muerto” de su amiga y alcanza hasta los bebés “perdidos” de la madre y el peligro de muerte en torno a su nacimiento, que perfilan ese oscuro objeto que podría designar el ser del sujeto para el Otro –con una forma resistente al deseo– y del cual busca separarse a través de su potencial aniquilación (en un resto de nada), incluso cuando estas coordenadas se presenten actuadas o puestas en escena desde un primer momento, ese modo de restarse no constituye a quien habla como un sujeto implicado en su decir. En todo caso, esa nada se muestra, todavía no se asume como hablante.

La llamada bulímica

En el seminario 4 (1956-57) Lacan utiliza el siguiente esquema argumentativo para dar cuenta de lo que llama “impulsos bulímicos”:

“Partamos del soporte de la primera relación amorosa, de la madre como objeto de la llamada y, por lo tanto, objeto tan ausente como presente. Una parte de sus dones son signos de amor... Por otra parte, están los objetos de la necesidad, que la madre presenta al niño bajo la forma de su pecho. ¿No ven ustedes que entre ambos lo que hay es un equilibrio y una compensación? Cada vez que hay frustración de amor, se compensa mediante la satisfacción de la necesidad. Si el niño llama, si se aferra al pecho y éste se convierte en lo más significativo de todo, es porque la madre le falta. Mientras tiene el pecho en la boca y se satisface con él, por una parte el niño no puede ser separado de la madre, y por otra parte esto le deja alimentado, descansado y satisfecho. La satisfacción de la necesidad es aquí la compensación de la frustración de amor y, al mismo tiempo, casi diría que empieza a convertirse en su coartada.” (Lacan, 1956-57, 153)

De esta indicación pueden extraerse, al menos, tres consideraciones: en primer lugar, la relación con la madre se organiza en función de signos de amor; es decir, de una dialéctica del don –cuyo valor radica en el hecho de su donación antes que en lo dado–; en segundo lugar, la satisfacción “compulsiva” de la necesidad puede ser un modo de compensar la frustración amorosa; no obstante, ambos puntos tienen un presupuesto común: el lugar del Otro del amor responde la estructura de la llamada. Ahora bien, ¿qué condiciones y especificidad tiene la llamada? Para dar cuenta de este aspecto es preciso ubicar el carácter mostrativo de la pulsión escópica.

En la enseñanza de Lacan, la aparición de la mirada se esclarece con una estructura específica: “dar a ver”. Si bien la consideración de obras de arte visual (de acuerdo con la función del cuadro) es el hilo conductor privilegiado para este esclarecimiento (Cf. Lutereau, 2009/2012), también es importante advertir que esta función no se presenta de modo aislado, sino en concordancia con otros fenómenos que permitirían cernir su estatuto.

Por un lado, Lacan considera el fenómeno del mimetismo. Luego de cuestionar la concepción habitual que lo concibe como un empleo adaptativo del organismo –a partir de mencionar casos en que la función mimética está asociada a la captura del animal–, Lacan afirma lo siguiente:

“El problema más radical del mimetismo está en saber si es necesario atribuirlo a una potencia formativa del organismo que nos muestra sus manifestaciones. Para que esto sea legítimo sería necesario que podamos concebir por qué circuitos esta fuerza podría encontrarse en posición de dominar, no solamente la forma misma del cuerpo mimético, sino su relación con el medio.” (Lacan, 1964, 86)

De este modo, el mimetismo no estaría relacionado con un ocultamiento en el medio, sino con una mostración que captura a aquel que mira. El ejemplo que propone Lacan es el de los ocelos, cuyo efecto en el predador o en la víctima que los mira lleva a preguntar si la fascinación conseguida no implica la suposición de “una preexistencia, en lo visto, de un dado a ver” (Lacan, 1964, 86).

Por otro lado, Lacan considera el fenómeno de la mancha. La mirada se presenta bajo la forma de una mancha que se da a ver, y esta operación se resume también –al igual que el mimetismo– en una atracción que preexiste a toda visión posible. La función de la mancha se consolida en los “estratos de la constitución del mundo en el campo escópico” (Lacan, 1964, 87). Un caso paradigmático de la función de la mancha es –según Lacan– el caso de los lunares, cuyo atractivo cautiva a quien los mira, aunque no pueda precisar qué es lo que está viendo. Lacan sostiene que los lunares deben su valor erótico a esta indeterminación, cuya incidencia llega hasta situaciones en que no pueden dejar de ser observados, punto en el que se produciría una inversión quiasmática de la experiencia, cuyo resultado sería sentirse mirado por el lunar.

Asimismo, Lacan menciona la incidencia de ciertos efectos lumínicos en determinadas experiencias visuales. Así, por ejemplo, recuerda una anécdota personal, en la que al salir de pesca un muchachito le habría indicado una lata de sardinas que flotaba en el mar y cuyo reflejo lumínico encandilaba a quien quisiera verla. “Ella me mira[ba] a nivel del punto luminoso” (Lacan, 1964, 110). En este punto, la mirada se convierte en un objeto puntiforme de atracción. Lacan plantea la luz como un componente esencial de lo visible, en tanto que “aquello que es mirada es siempre algún juego de la luz y la opacidad” (Lacan, 1964, 111).

Por último, en el caso singular del cuadro, Lacan introduce la consideración de una técnica específica: la anamorfosis. “La anamorfosis nos muestra que en pintura no se trata de una reproducción realista de las cosas del espacio” (Lacan, 1964, 106). En un análisis del cuadro Los embajadores, de Hans Holbein el joven, al oponer el “campo geométrico” –propio de la visión– al campo de la mirada, Lacan apunta que su objetivo es precisar que “estamos en el cuadro literalmente llamados, y aquí representados como capturados” (Lacan, 1964, 107). Esta “llamada” del cuadro, apunta a dar cuenta de que el espectador no es un mejor interpretante del sentido de la pintura, sino que “a partir de esta mirada, el sujeto intenta acomodarse, deviene […] este punto de ser desvanecido, con el que el sujeto confunde su propio desfallecimiento” (Lacan, 1964, 97). De este modo, la anamorfosis refiere a la acomodación que el sujeto debe realizar para poder capturar la mirada, aunque el efecto concluya en reconocerse como capturado por una mirada que lo precedía.

En este punto, de acuerdo con estos desarrollos de la mirada, podríamos preguntarnos: ¿qué estructura “anamórfica” expone el llamado bulímico? En principio, lo que cabe destacar es que la llamada no es una invocación –propia del circuito pulsional de la voz–, sino una forma de hacerse ver. Asimismo, que el Otro de la llamada es requerido como espectador al que se busca capturar a través de la fascinación –antes que el deseo de ver, aquí se reduce la función de la causa a través de la satisfacción de la necesidad–. De este modo, el sujeto se hace “mancha” para objetar el carácter apolíneo de la visión, restituye un punto ciego en el Otro a partir de su exposición. Esta manifestación hace sucumbir el valor fálico del objeto y produce, por el contrario, asco y rechazo.

En el caso de Juana, estos elementos se advierten en diferentes coyunturas. No obstante, en primer lugar, podría preguntarse: ¿Por qué no pensar que la escena de sus vómitos expresa una fantasía de embarazo (interpretación evidente que pone en secuencia el intento de separación del lugar mortífero reservado para los “bebés”)? Y lo cierto es que bien podría ser el caso de que así fuese, pero más importante es notar que esta fantasía se encuentra escenificada, jugada en acto con su madre: es para esta última que la satisfacción de la necesidad cobra el valor de un riesgo. Una mancha “más” denota una posición específica: ese punto donde uno más es menos uno, a través del comienzo del circuito que, finalmente, conduce a la situación en que la madre queda apostada en la puerta interrogando acerca de la naturaleza del producto.

Asimismo, ese suplemento (“uno más”) formula el estatuto repetitivo de lo que se utiliza para confrontar el Otro. La compulsión, entonces, no vale tanto por el objeto de que se trate –si es comida u otra cosa– sino por su estructura de manifestación, que, en este caso, no prescinde del Otro –al contrario, lo requiere de modo intrínseco–. De esta manera, dos observaciones cabe destacar de este breve esclarecimiento: por un lado, la bulimia interesa menos por ser un asunto de alimentación que por el modo de relación con el Otro que instituye, en el que se hace consistir la exacerbación de un modo de satisfacción a través de una forma de la mirada; por otro lado, la habitual intimidad que suele atribuirse a este acto pierde relevancia, porque ese Otro no es el semejante que, eventualmente, puede notar su presencia, sino que es el garante del rechazo, al que acaso pregunta si también puede validar el asco que ella siente y produce.

Por esta vía, para concluir, cabe preguntarse: ¿qué espera la bulímica del Otro al que llama? En este punto, la madre de Juana –en su irrupción– se demuestra como una correcta interpretante del guiño que le corresponde: si su hija está “enamorada del inodoro” es porque el amor es la variable que esa relación ejercita, una forma de amor que se muestra como resto caído del Otro, que defrauda su exigencia de salud y cuidado. En definitiva, toda demanda –y la espera es un modo de demandar– es demanda de un signo de amor. De qué modo responder a esa expectativa sin actualizar la degradación de lo que se espera, aunque sin ofrecer un sustituto maternal, es algo que incumbe a la ética de la posición del analista.

Bibliografía

Lacan, J. (1956-57) El seminario 4: La relación de objeto, Buenos Aires, Paidós, 2006.

Lacan, J. (1958) “La dirección de la cura y los principios de su poder” en Escritos 2, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.

Lacan, J. (1962-63) El seminario 10: La angustia, Buenos Aires, Paidós, 2007.

Lacan, J. (1964) El seminario 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1997.

Lombardi, G. (2008) “Predeterminación y libertad electiva” en Revista Universitaria de Psicoanálisis, Vol. 8., Instituto de Investigaciones, Facultad de Psicología (UBA).

Lutereau, L. (2009) Lacan y el Barroco. Hacia una estética de la mirada, Buenos Aires, Letra Viva, 2012.

Lutereau, L. (2011) “Clínica y estética de la mirada” en Arqueología de la mirada, Buenos Aires, Letra Viva.