LETICIA DE CLÉRAMBAULT (Ficción)

Caminaba por las aceras atestadas, esquivando un transeúnte tras otro. Se movía con miedo a ser ultrajada de alguna manera, con enorme recelo y una gracia de ensimismada aparición, que poco combinaban con su estructura corporal.

“Me tengo que apurar. Estoy llegando tarde a la tienda. A esta hora ya debe estar haciendo la cola para pagar la estúpida esa que anda con mi…”. Se detuvo, sin terminar su línea de pensamiento,  ante el cartel de cerrado que colgaba torcido de la puerta despintada y deslucida del almacén.  

- ¡Qué extraño! ¿Por qué estará cerrado? Justo que quería prepararle una cena especial a mi bomboncito.

Se lamentaba, ensortijada en sus ademanes y pesares, sin dar cuenta de que alguien podía oír sus planes. Debía mantenerse como la  mayor de las intimidades, la naturaleza de sus encuentros con quien todavía no fuera su marido.

“Bueno, voy a dar un par de vueltas a ver si encuentro algún otro lado donde comprar”.

Caminaba, esta vez, más lentamente. Era víctima de uno de los autoengaños más populares de la época. Una muchacha decente, con la canasta en una mano, y la lista de compras en la otra, nunca podría estar haciendo una especie de rastrillaje por la calle. Esperaba hallar a aquél que sólo se dignaba a aparecer por las noches, tan sólo para sonreírle tímidamente, cual celestina tomada in fraganti. La comunicación entre ellos era una ofrenda demudada para el mismísimo dios Eros. Un amor pasional y dulce a la vez, que se veía mutilado por costumbres y críticas despiadadas. Era algo totalmente infundado decir, si quiera pensar, que su amado oficial se entendía con la hija de aquel sargento de barrio, calvo y obeso en el mejor de los casos. Al fin y al cabo, era a ella a quien siempre visitaba, en las lúgubres y enmohecidas noches. Si  tan solo él supiera que era el único pensamiento vivo y elemento nervioso que ocupaba su lecho. Aquel amor misterioso, negado ante sus pares y superiores, no podría hacerse público, ya que la posición social de la pobre muchacha era desmedidamente inferior a la del oficial; y eso, estaba en contra de las reglas matrimoniales.

Dio vuelta a una esquina. Su marcha disminuyó hasta volverse imperceptible. De espaldas se encontraba su amado. Se acercó aún más con su mirada y sus pies. Se hizo evidente que él no estaba solo. Entre sus brazos doblados en ángulo se interponía una figura que a nuestra pobre muchacha tomó por terrorífica sorpresa. Se trataba de ella. De la arrastrada hija del sargento. Unos azulejos celestes y cremosos por ojos, y con un talle delgado como una nutria entre los dientes de un tigre. Quizás sintió un poco de envidia. Pasó a través de ellos, a través del gentío. Las injerencias acerca de por qué si él la visitaba a ella y le prodigaba su amor eterno durante las noches, a altas horas de la madrugada, cuando la bruma y la neblina deformaban cualquier rostro, haciéndolo irreconocible, se entendía tan dulcemente con la otra; y la violencia con la que palpitaban sus pensamientos, modificó su semblante y rasgos naturalmente sombríos. Ciertamente, la otra era un partido provechoso para un joven oficial que deseara ascender en su carrera. Sin embargo, a punto de abandonar la cuadra, se volvió para verlos de reojo. Su apuesto oficial le dirigió, de un momento a otro, una mirada imperturbable, de específico requerimiento. Solo le faltaba decir “quiero verte esta noche. Solo "te quiero a ti”, para rematar aquel juego de ojos y gestos que disimuladamente mantuvo el tiempo necesario para que la muchacha los interceptara. Era comprensible que tal demostración de afecto hacia su persona se viera librada de palabras vulgares y públicas en el medio de la calle. La  certeza de que esa misma noche se verían llenó de imperecederos elixires su copa de la vida. Y se fue corriendo a su casa, completamente embobada y sonrojada al extremo de lo aceptable.

Había arribado la noche. Esperaba su característica llamado a la puerta para salir a recibirlo, y colmarlo de besos y caricias, siempre bien correspondidos.

 Ahí estaba, erguido en el marco de la puerta. Con aquel aroma dulzón y varonil. Las rondas siempre lo dejaban cansado, pero nunca escatimaba en las arremetidas vigorosas que le prodigaba en la mesa de la cocina, en la cama perfumada y almidonada que lo esperaba solo a él.

Una vez saciado sus deseos carnales, una repentina oleada de desagrado y acritud tiñó los rasgos griegos del oficial. El reclamo de la muchacha por poner una fecha de matrimonio a una relación que se daba tan bien, que tenía tanto futuro. Él, como un respetado oficial, cuya carrera estaba en ascenso, y ella, una devota y atenta esposa. Fuera lo que fuese, solo bastaron unas pocas palabras, moduladas y proferidas en un tono grave, revestido por la severidad de la ocasión, para que el cuerpo del oficial se pusiera en marcha dispuesto a irse.

- ¡¿Pero qué estupideces me estás diciendo, mujer?!

- ¡Por favor no te vayas, no me dejes! ¡Te juro que no vuelvo a reclamarte nada! ¡Por favor! -aullaba, berreaba como un cordero de Dios, aferrándose a las piernas del hombre semidesnudo que se encontraba en su habitación-. Sus ojos desbordaban en lágrimas que, a duras penas, podía contener ya que él se enojaba mucho cuando ella lloraba. Debía considerarlo un síntoma de debilidad, seguramente.

Tanto forcejeo terminó como tantas otras veces; en la ida, casi huida, de un cuerpo, y el restablecimiento de la tristeza y la soledad para otro. Separados los dos, por metros, por una puerta. Y, así, la muchacha maldijo las lastimeras distancias, y lo insufrible de sus llantos y aletargados ruegos. Quizá él volviera a la noche siguiente, o la otra. Y ella lo estaría esperando, para colmarlo de besos y caricias. Se disculparía por su atrevimiento y le diría que  lo esperaría el tiempo  que fuera necesario.

La suerte volvió a sonreírle a esta muchacha la noche siguiente. El llamado característico a la puerta; el ritual amatorio desenfrenado, como de dos amantes en un momento alejados, pero reunidos nuevamente. He aquí lo que hubo ocurrido después, desde una óptica. Desde el otro punto de vista, cuando los cuerpos agotados, se decidieron por dar finalización a la jornada amatoria.

El desusado cliente miraba absorto a la prostituta más barata que había conseguido aquella noche. La querellante manera de expresarse. Sus ademanes, algunos rítmicos, y otros espasmódicos, le resultaron insoportables. Parecía que quisiera disculparse. Justificarse. Explicarse.  No pudiéndose contener ante tales algarabías absurdas, le asestó, encolerizado, una certera bofetada. El rostro de esfinge de la miserable y desafortunada criatura, se hizo añicos en migajas de arena movediza contra el suelo.

- ¡Cállate perra! ¿De qué mierda estás hablando? ¿Quién carajos es ese oficial? ¡Deja de decir estupideces como una chiflada!

Todo tipo de injurias retumbaban entre las paredes de la pequeñísima habitación. Las fuertes pisoteadas de unos zapatos de hombre se habían tornado más violentas. Golpe tras golpe, las bofetadas se convirtieron en mortales puñetazos de desesperanza. El amasijo de carne, que otrora fuera una mujer retacona y morena, atinaba a cubrirse a medias en un charco de sangre y lágrimas.

Los alaridos demudados de los otros clientes y prostitutas, que guarecían en el resto de las habitaciones, no dejaron de oírse hasta que el escrudiñado hombre hubo bajado la escalera al bar. Pidió una cerveza y otra prostituta. Una que fuera muda.

FIN