EL MEDUSO (Cuento)

Las clases habían comenzado en aquel marzo del 2016, la única diferencia con toda la rutina diaria era que Carla se encontraba en el último año del secundario, y con mucha más desesperación por terminar que el año anterior. Nada había cambiado, desde la fachada de la escuela hasta el programa de clases eran idénticos, o por lo menos, así le parecía a ella. El estilo de vida de Carla tampoco había variado demasiado, casi todos los días se levantaba temprano, desayunaba una taza de café con leche y algunas galletas surtidas de un paquete de segunda marca que su madre había comprado en el almacén de la esquina. No era un almacén muy variado, pero, según su madre, el dueño de aquel lugar le hacía descuentos por ser clienta y eso le convenía. En fin, después de prepararse para partir, salía de su casa con la voluntad de caminar quince largas cuadras hasta el colegio, el camino no importaba y, prácticamente, hasta que llegaba a destino se concentraba en la música que escuchaba en la radio y nada más. Le molestaban mucho las tandas publicitarias y que el locutor de la emisora hablara encima de las canciones cuando éstas estaban a punto de finalizar, porque la obligaba a concentrarse en los últimos minutos de libertad que le quedaban, antes de sumergirse en la jornada escolar absurda a la cual la obligaban a acudir. “Es bueno para tu futuro”, le decía su madre, pero ella sabía que eso tenía la misma veracidad que la existencia de Papá Noel o el hecho de que si comía zanahorias, sus ojos se volverían verdes...entre otras supersticiones que se contaban dentro del ambiente familiar. Ese primer día de escuela no esperaba menos de lo usual. La noche anterior se predispuso a dormir, relajó su mente y, pronto, comenzaron los inconvenientes. Entre las 3 y 4 pm, unos vagos empezaron a pelearse en la puerta de la casa de Carla; tal fue el escándalo que armaron que tuvieron que llamar a la policía para que se los lleven, las sirenas permanecieron prendidas y sonando dos horas y media más durante las cuales absolutamente nadie pudo descansar. Cuando finalmente se fueron, Carla aprovecho para relajarse y reconciliar el sueño, pero un mosquito tenía la misión divina de evitar que tal cosa sucediera, hasta que, por cansancio, drenó la sangre de la pobre muchacha y dejó de molestar.  La luz del sol se filtraba en las persianas blancas y le recordó lo difícil que es vivir cuando se tiene sueño. Aun así, logró incorporarse y, en ese momento, miró desprevenidamente el reloj para recordar que a las 11:45 am debía ingresar al colegio...y eran las 11:20 a.m. “¡Dios! ¡¿Por qué tengo que empezar así el día?!”, refunfuñaba en voz alta mientras se peinaba mirándose al espejo. No había tenido tiempo de delinearse los ojos ni de comer, aunque sea, un pedazo de pan. Como era de esperar llegó tarde, cuando la ceremonia de entrada había terminado y todo el mundo estaba en sus respectivos lugares. En esos momentos, mientras permanecía en la puerta de entrada, esperando para que el portero la atendiera, se preguntaba si valía la pena hacerse presente o si ya era una causa perdida y debía retornar a su hogar. “¿Y si me voy?”, se preguntó. Y por arte de magia, se alejó de la puerta y salió corriendo. Cuando el portero abrió la puerta, Carla había cedido a la tentación de huir hacia la plaza. Definitivamente, era mucho mejor el pasto y las hamacas que la combinación de escritorios, pizarrones y azulejos celestes de esa maldita prisión. La plaza estaba desierta, a lo lejos se ubicaba, en un banco de piedra, un anciano con pullover punzó quien alimentaba a las palomas con migas de pan duro, y un muchacho, sentado en una de las hamacas de la plaza de juegos. Carla sabía que él también había escapado de la institución, porque usaban el mismo uniforme. El joven tomaba sol con sus ojos cerrados mientras se balanceaba despaciosamente de un lado a otro en el columpio. Ella se aproximó lentamente por el costado de la reja que rodeaba la plaza de juegos, mientras observaba sigilosamente cada rasgo de aquel sublime humano, si es que podía llamarse humano. Le atraía su cabello, su rostro, la forma en que se presentaba frente al sol, había un halo de misterio en él que la llamaba. Cuando estabaa medio metro suyo, escuchó: “¿Te gusto?”, una voz suave y grave formuló la pregunta en los labios del joven. El corazón de Carla comenzó a palpitar súbitamente, enrojeciendo su rostro y dejándola sin palabras. Aceptar que lo observaba era degradante y ella era demasiado orgullosa para pedir disculpas. “Tenés una araña en el pelo”, respondió con aires de superación. “Sí, claro”, le contestó el chico, que esbozó una leve sonrisa mientras dirigía su mirada al uniforme de Carla. “¿Vos también te escapaste?”, preguntó. “Sí”, dijo Carla, que sintió la imperiosa necesidad de responder, como si no pudiera evitarlo. “Soy Julio Ofiuchi. Estoy en el último año de humanidades”, se presentó mientras se acercaba. “Yo soy Carla Mus, también en último año”, contestó, algo hipnotizada por la mirada del joven. Tenía los ojos verdes como el pasto que cubría aquel jardín y su piel era blanca y brillante a la luz del sol. Si encontrar aquella criatura requería faltar a clases, entonces Carla estaba comprometida con la causa. Un cierto temor recorrió la mente de la joven cuando comenzó a notar que no podía desviar la mirada de Julio y, tal como las polillasquedan cautivadas por la luz de una lámpara, así ella comenzaba a sentir el efecto de una terrorífica hipnosis. Los gestos delicados de Julio hicieron más difícil para la pobre muchacha resistir a su intenso encanto. De pronto, mientras las miradas se fusionaban, comenzó a sentir un hormigueo que le recorrió la planta de los pies y continuó por toda su columna hasta su cuero cabelludo. Sus pies yacían apuntalados al suelo y, cualquier intento de moverlos, fracasaba. La sensación de parálisis conquistaba cada parte de su ser, como una sombra que se expande a medida que cae el sol. Cada centímetro de su cuerpo se sentía frío y pesado como el mármol, y su desesperada respiración consistía en breves inhalaciones que combatían el angustioso final. Cuando el hormigueo alcanzó su nuca, los sentidos la abandonaron y solo escuchó un leve sonido, como algo resquebrajándose mientras el rostro del joven se volvía cada vez más borroso. La mirada petrificante de ese monstruoso joven despedazaba su existencia en las espesas penumbras de un abismo inagotable y supo que ya no volvería a ser como antes, ya no habría un después... Una hora más tarde, ingresaron a Carla en un hospital; no había signos físicos de lesión alguna y no encontraron ningún indicio de lo ocurrido en la plaza, donde la descubrieron completamente paralizada y con la mirada vacía. Si había sido una joven con el espíritu convertido en piedra por un gorgón mitológico, eso nadie lo sabe, en el informe solo se menciona una esquizofrenia desorganizada de extraña etiología.