El psicólogo como psicoanalista: Problemas de formación y autorización

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Resumen

Este estudio de revisión resume la historia de la figura del psicólogo argentino como psicoanalista, poniendo el énfasis en los problemas ligados a su formación y a su “autorización”. El recorrido realizado se sitúa en una zona de cruces entre el campo académico y el ámbito de las instituciones analíticas privadas, abordando cuestiones legales y sociales, ligadas a la habilitación, el reconocimiento y la identidad profesional de los psicólogos.

 

Introducción

Hoy en día, en la Argentina, un país en el que el psicoanálisis detenta un lugar privilegiado, la gran mayoría de aquellos que lo practican tienen un título habilitante: el de psicólogo. Sin embargo, ya desde Freud, la universidad no resultaba indispensable para la formación de los analistas, que requerían para ello de instituciones específicas, dependientes de las asociaciones oficialmente reconocidas (Freud, 1919). Al mismo tiempo, en nuestro país, para el Estado, el psicoanálisis no deja de ser una práctica psicoterapéutica y, como tal, está legalmente reservada a los médicos (desde hace más de un siglo) y a los psicólogos (desde los años ’80). En la década del 60, la figura del psicólogo-psicoanalista surgió justamente en esta zona de cruces entre la formación universitaria, la habilitación estatal, la autorización privada y la legitimación social. En este artículo nos interesa examinar los problemas que planteó (y que aún plantea) el surgimiento de esa nueva figura profesional en esa zona de cruces.

 

Psicoanálisis y psicología

El psicoanálisis, como corpus teórico, como método de investigación y como terapia, se presenta desde el vamos como un objeto complejo, tanto en su construcción como en sus efectos. Pero la disciplina freudiana no se deja reducir a esas tres dimensiones (la teoría, la investigación del inconsciente, la cura), sino que, además, al igual que Freud, los psicoanalistas siempre han afirmado que el psicoanálisis es también un “movimiento” (Freud, 1914). Es decir, que han invocado su pertenencia a una formación colectiva, con sus propios fines organizacionales, en un sentido cercano al de los movimientos políticos o incluso religiosos, que se encolumnan detrás de un líder (Vezzetti, 2000). Esta dimensión queda de manifiesto en el largo siglo de vida del psicoanálisis, el que, como todo movimiento, ha sido marcado por escisiones, rupturas, fidelidades, traiciones, desviaciones y retornos al hogar paterno. Casi podría decirse que la historia de ese movimiento se ha constituido en una verdadera novela institucional, que en el presente podría abordarse desde un punto de vista etnológico o antropológico (en términos de pertenencia, ritos de pasaje, reglas que rigen el acceso a posiciones de autoridad, etc.).[i]

En todo caso, el psicoanálisis, con sus distintas vertientes y escuelas, a lo largo del siglo XX (y en lo que va del siglo XXI), ha marcado profundamente la cultura de Occidente (e incluso la de algunos países de Oriente), a tal punto que sería difícil encontrar otras formaciones de saber u otras corrientes de pensamiento (a excepción, quizás, del marxismo) que hayan tenido una capacidad semejante de atravesar un conjunto comparable de formaciones disciplinares, instituciones y representaciones culturales. En este sentido, la disciplina freudiana ha permeado de los modos más variados el pensamiento contemporáneo, tanto en los saberes y nociones más difundidos en la sociedad como en la producción intelectual “alta” y el ámbito académico.

La psicología, por su parte, preexiste al psicoanálisis y, en la mayor parte de sus vertientes, poco ha tenido que ver con él. En efecto, si se examina la historia de la disciplina, puede comprobarse que la amalgama que se ha naturalizado en nuestro país entre psicología y psicoanálisis es más bien la excepción que la regla. A principios del siglo XX ya podían encontrarse diversas tradiciones psicológicas que gozaban de reconocimiento académico (como la psicología experimental alemana, la psicología patológica francesa, la psicología diferencial inglesa y el conductismo norteamericano) mientras que el psicoanálisis era apenas una disciplina marginal, que no lograba ser reconocida dentro de la medicina oficial. No obstante, es cierto que, durante la segunda posguerra, el psicoanálisis alcanzó un auge inusitado en el seno de las prácticas y los saberes que constituyeron el movimiento de la salud mental, desde la psiquiatría hasta las ciencias sociales, pasando por la psicología clínica.

En países como Inglaterra y Estados Unidos, esta expansión del freudismo, tanto en el sistema de salud como en la cultura, iba a durar relativamente poco tiempo. En otros, como Francia y Argentina, la implantación del psicoanálisis no sólo se iba a amplificar gracias a su inclusión en el movimiento de la salud mental, sino que se iba a multiplicar a partir de su ingreso en las carreras de psicología. En esos países, la asociación entre psicoanálisis y psicología no iba a resultar un matrimonio efímero o circunstancial, sino que forjaría una unión destinada a perdurar. De este modo, mientras que en el resto del mundo el humanismo de la posguerra dejaba su lugar al auge de las psicologías llamadas científicas (particularmente al cognitivismo), en Francia, pero más aún en Argentina, cobraba fuerza una nueva psicología de filiación psicoanalítica.

 

El surgimiento del psicólogo-psicoanalista como nuevo profesional

En Francia, es conocida la influencia que tuvo Daniel Lagache como referente identitario para los primeros psicólogos, formados entre fines de los ’40 y principios de los ‘50. No sólo fue médico y filósofo (como Pierre Janet y Georges Dumas) sino que también era un reconocido psicoanalista, que, en 1953, encabezó la primera escisión de la Société Psychanalytique de Paris, liderando la creación de la Société Française de Psychanalyse, junto con Jacques Lacan y Françoise Dolto. Más aún, en 1947 fue el primer psicoanalista en hacerse cargo de una cátedra de psicología en la Sorbona. En efecto, ese año sucedió a Paul Guillaume (un psicólogo científico estudioso de la Gestalt) en la cátedra de Psicología General. La clase inaugural que Lagache dictara en 1947, ampliada y convertida en libro, iba a transformarse en una verdadera consigna para los psicólogos franceses. La unidad de la psicología (así se llamó el texto) implicaba todo un proyecto disciplinar, en el que la psicología clínica y la psicología experimental se fundían en una única teoría general que tenía por objeto la conducta y que reconocía el psicoanálisis como matriz teórica fundamental (Lagache, 1949). En ese marco ecléctico (en el que la unidad era más una expresión de deseos que un logro efectivo), se daban cita la psicología social norteamericana (particularmente Kurt Lewin), la tradición psicopatológica francesa (Janet, Dumas, Blondel) y el psicoanálisis annafreudiano, por no mencionar cierto aire filosófico humanista y Sartriano).

En Argentina, el proyecto lagachiano fue retomado por Enrique Pichon-Rivière, uno de los miembros fundadores de la Asociación Psicoanalítica Argentina. Pero sobre todo, fue difundido por sus discípulos más ilustres, que ocuparon puestos destacados en las cátedras de las primeras carreras de psicología, creadas entre 1955 y 1959. Atravesados por el pensamiento francés, ellos hicieron una adaptación particular de las ideas de Lagache al contexto local. José Bleger, en particular, con su  Psicología de la conducta y su filiación marxista, se erigió en referente de los primeros psicólogos argentinos (Bleger, 1963). En el proyecto disciplinar de este psiquiatra-psicoanalista, la unidad de la conducta de Lagache se articulaba con la dialéctica hegeliana, el drama politzeriano y el psicoanálisis kleiniano, que era una marca en el orillo de los analistas rioplatenses. En el ámbito profesional, consecuente con sus ideas políticas, el joven Bleger concebía una nueva psicología ligada a los ideales reformistas de la salud mental (que él aún denominaba “higiene”), basada en el psicoanálisis operativo (una versión del psicoanálisis aplicado que abrevaba menos en Wilfred Bion que en su propio maestro y analista: Pichon-Rivière). Esta “psicohigiene”, en clave marxista y humanista, concebía a un psicólogo comprometido con su realidad social, en la que debía insertarse como agente de cambio (Bleger, 1966).

Hoy resulta paradójico recordar que, por diferentes razones, ni los fundadores de las carreras de psicología ni Bleger anhelaban que los psicólogos se convirtieran en psicoanalistas. Los primeros, porque creían en una psicología científica que no necesariamente privilegiaba el ámbito de la clínica (aún reservado a los médicos).

El segundo, porque estimaba que los psicólogos tenían que cumplir un rol social más ambicioso, ligado a la prevención. Respecto de ese rol, la atención de pacientes en consultorio, según el modelo médico tradicional, implicaba un retroceso del plano social a la esfera individual. No obstante, los psicólogos parecían tener sus propios planes. Más allá de las enseñanzas de sus maestros, adoptaron el psicoanálisis de manera masiva. Pero no sólo como marco teórico y matriz identitaria, sino también como modelo para un tipo de práctica clínica que, en los hechos, ignorando los consejos de sus mayores y las prohibiciones legales, los fue convirtiendo en psicólogos-psicoanalistas.

 

Problemas planteados por el ejercicio del psicoanálisis por parte de los psicólogos

El ejercicio de las psicoterapias en general y del psicoanálisis en particular por parte de los psicólogos planteó desde el comienzo innumerables problemas de diversos órdenes. En primer lugar, en la Argentina surgieron problemas de tipo legal, ya que la ordenanza

Nº 2282 del Ministerio de Salud Pública de la Nación (que desde 1954 reglamentaba la ley 12912 sobre el ejercicio de la medicina) no ofrecía lugar a dudas. En su artículo primero establecía expresamente que, “siendo la psicoterapia un procedimiento terapéutico total o parcialmente sugestivo”, su ejercicio estaba reservado a los médicos. Por otra parte, aclaraba en su artículo octavo que “los títulos o certificados extendidos por sociedades psicológicas o psicoanalíticas, centros docentes o instituciones científicas particulares sólo tendrán validez honorífica y en ningún caso habilitarán para el ejercicio de las respectivas especialidades” (Ministerio de Salud Pública de la Nación, 1954; citado por Falcone, 1997).

En ese sentido, en mayo de 1959, en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), un profesor de la Facultad de Ciencias Médicas solicitó formalmente “la supresión de la rama clínica del ciclo superior de la carrera de psicología”, ya que la práctica de la psicología clínica implicaba para él una forma de “ejercicio ilegal de la medicina”(UNLP, 1960: 43). En el mes de octubre, acusaciones similares fueron vertidas en la “Tercera Conferencia de Asistencia Psiquiátrica”, realizada en Cuyo, en la que se discutió sobre los “títulos habilitantes para el estudio y el tratamiento del enfermo psíquico”. No obstante, podría pensarse que este tipo de reticencias sólo provenían en realidad del campo psiquiátrico. Sin embargo, es claro que eran compartidas por médicos con otras pertenencias. Por ejemplo, ya en 1956, Marcos Victoria y Celes Cárcamo habían explicitado que “la Psicoterapia es una rama especial de la terapéutica clínica, subsidiaria de la medicina; como tal, su criterio de aplicación en cuanto a formas y modos debe ser ineludiblemente médico” (Cárcamo & Victoria, 1956: 51). En este caso, lo importante es que la afirmación provenía de quien, un año más tarde, sería el primer director de la carrera de psicología de la UBA y de uno de los miembros fundadores de la Asociación Psicoanalítica Argentina.

En todo caso, parece claro que, a fines de los ’50, en el mismo momento en el que se creaban las primeras carreras de psicología (en Rosario, en 1955, en Buenos Aires, en 1957, en Córdoba, San Luis y La Plata, en 1958, y en Tucumán, en 1959) había un consenso bastante extendido entre los fundadores de esas carreras, los psiquiatras y los psicoanalistas sobre el hecho de que los psicólogos no debían ejercer el psicoanálisis. En la década del ’60, según veremos más adelante, ese consenso iba a ir resquebrajándose gradualmente, de distintas maneras y por distintos frentes.

En 1959, en Rosario, en su clase inaugural de la cátedra de Psicoanálisis de la Universidad Nacional del Litoral, José Bleger tuvo que hacerse cargo de las paradojas que implicaba la enseñanza de la doctrina freudiana en la universidad (Bleger, 1962b). Por un lado, tenía que dar cuenta de cuál era la pertinencia de enseñar psicoanálisis a futuros profesionales que estaban legalmente inhibidos para ejercerlo. Por otra parte, tenía que explicar qué lo autorizaba a transmitir el psicoanálisis más allá de la asociación oficial, que reclamaba el monopolio de la formación analítica. Ambos problemas eran sorteados merced a una división doctrinal. En efecto, según

Bleger, había que separar el psicoanálisis clínico, reservado a los médicos que se formaban en el Instituto de la APA, de una variante del psicoanálisis aplicado, el “psicoanálisis operativo”, que permitía la extensión de las ideas freudianas a otros dominios vinculados con la escena pública. Era esta vertiente del psicoanálisis, explorada por Pichon-Rivière en su relación con la teoría de los grupos, la que Bleger quería privilegiar en la formación de los psicólogos. Y si bien tuvo éxito en jerarquizar una suerte de paradigma psicosocial, eso no impidió que, además, los primeros graduados también se dedicaran a la atención de pacientes en consultorio.

 

La aceptación de la práctica clínica de los psicólogos. Cambios de referencias

En 1962, se organizaron en la ciudad de Córdoba las “Primeras Jornadas Argentinas de Psicoterapia”. Allí se dieron cita muchos de los que, en 1959, se resistían férreamente a la práctica clínica de los psicólogos. Sin embargo, para esa época, las posiciones se habían morigerado. Mauricio Goldenberg, por ejemplo, podía decir abiertamente: “Creo que el psicólogo puede hacer psicoterapia cuando el médico lo indica; el médico es el que decide cuándo y cómo” (Goldenberg, 1964: 156). Ese mismo año, Bleger escribía que el psicólogo clínico, con una formación adecuada, debía ser “plenamente habilitado para poder desarrollar una actividad psicoterápica”. “Entre otras razones, es actualmente el profesional mejor preparado, técnica y científicamente, para dicha tarea” (Bleger, 1962: 355). Aunque luego relativizaría esa apreciación diciendo que, desde el punto de vista social, las carreras de psicología tendrían que ser consideradas un fracaso “si los psicólogos quedan exclusivamente y en su gran proporción limitados a la terapéutica individual” (Bleger, 1962, 355). No obstante, era evidente que algunos psiquiatras reformistas ya se diferenciaban claramente de sus colegas más recalcitrantes. Otro tanto sucedía con ciertos analistas (particularmente los discípulos de Pichon) y con algunos profesores de psicología (como Jaime Bernstein), que, de un modo u otro acompañaron a los nuevos profesionales en su lucha por un rol cada vez más independiente de la tutela médica.

Esquemáticamente, podría decirse que la identidad profesional de los psicólogos fue forjándose de manera proactiva, en relación con los modelos que les brindaban algunos psiquiatras reformistas, ciertos psicoanalistas y algunos profesores, que les reconocían competencias específicas para trabajar en el ámbito clínico, ya sea en grupo o de manera individual. Por el contrario, podría afirmarse que esa identidad profesional se constituyó de manera reactiva, por oposición a los roles subalternos propuestos por los fundadores de las carreras, los analistas más tradicionales y los psiquiatras asilares, quienes esperaban que el psicólogo se desempeñara como auxiliar del psiquiatra, como testista, como psicotécnico o como consejero (Dagfal, 2010). En la medida en que sus competencias en el campo de la clínica no eran reconocidas, como reacción, los psicólogos se aferraban cada vez más al ejercicio de las psicoterapias desde una perspectiva psicoanalítica. De manera dialéctica, podría pensarse que la conciencia del “nosotros” se fue constituyendo por diferenciación respecto de “los otros”.

Lo cierto es que esos primeros psicólogos (en su mayoría mujeres), durante el transcurso de los años ’60 fueron accediendo a lugares institucionales a la vez que acrecentaban su prestigio social como profesionales autónomos. Y todo esto lo hacían siguiendo diversos modelos derivados de las teorizaciones freudianas. Si bien la mayoría de ellos se analizaba, ya sea de manera grupal o individual (muchas veces con miembros de la APA), la legitimidad del monopolio de esa institución que aún no los aceptaba como miembros comenzaba a ser cuestionada. Así, los psicólogos empezaron a organizar sus propias asociaciones gremiales y sus propios circuitos de formación paralelos (muchas veces informales, como en el caso de los grupos de estudio). El golpe del ’66, por un lado, iba marcar los límites de ese sueño reformista que los había llevado a adueñarse de la escena social, favoreciendo el repliegue en los consultorios privados (lo cual no fue un obstáculo para el creciente reconocimiento de las competencias clínicas de los psicólogos en el plano social). Por otra parte, luego del golpe del ’66 y sobre todo a partir del “Cordobazo”, iban a acelerarse tanto la radicalización política como el cambio de referencias teóricas.

En ese marco, a fines de los años ’60 comenzaba a producirse en la Argentina la recepción del estructuralismo. La conjunción entre Klein, Sartre, Politzer y Lagache que, de un modo u otro, había seducido a los seguidores de Bleger, empezaba a vacilar. Por un lado, Althusser y Lacan representaban una alternativa intelectual que se articulaba con una orientación clínica novedosa. Oscar Masotta era un fiel exponente de esta tendencia, que desplazaba el eje desde la universidad hacia los grupos privados de estudio, cada vez más numerosos, que desembocarían luego en la creación de las primeras instituciones lacanianas. Por otra parte, el auge de un marxismo revolucionario dejaba poco espacio para el debate intelectual no politizado o para propuestas consideradas reformistas (Dagfal, 2009).

Este nuevo panorama no iba a dejar de tener sus consecuencias tanto en el campo académico como en el campo analítico. En las carreras de psicología, luego del éxodo masivo de profesores que siguió a “la noche de los bastones largos”, un recambio generacional se produjo de manera forzosa, de tal suerte que muchos graduados pasaron a ser docentes. Algunos, incluso, crearon sus propias publicaciones, como la Revista Argentina de Psicología (RAP), donde se reflejaban fielmente los debates de la época. Ya en el primer número de esa revista, creada en 1969, Oscar Masotta (quien tenía en su haber la organización de los dos primeros “congresos lacanianos”) se permitía desafiar ácidamente a Emilio Rodrigué, el kleiniano presidente de la APA (Masotta, 1969). A su vez, algunos graduados más recientes, siguiendo a Louis Althusser, se encargaban de poner en cuestión el legado blegeriano (Harari, 1970). En todo caso, aunque las coordenadas teóricas hubieran cambiado, es claro que el psicoanálisis seguía estando en el centro de los debates sobre el rol del psicólogo (Bricht et al. 1973).

En cuanto al campo analítico, la autoridad de la asociación oficial, monopólica durante casi tres décadas, se iba erosionando muy rápidamente. En primer lugar, la expansión del “análisis profano”, realizado por los psicólogos, implicaba una competencia difícil de regular. Sobre todo porque esos analistas no médicos, en su mayoría, se habían formado con profesores miembros de la APA y hasta se habían analizado con ellos.[ii] En segundo lugar, la propia estructura jerárquica de la APA, que poseía un número muy reducido de miembros, le impedía hacerse cargo de una demanda social creciente, que ya no se limitaba a los propios analistas o a las elites porteñas, sino que se extendía a lo largo del país. Por último, la politización de los mismos analistas hizo que algunos de ellos comenzaran a cuestionar, cada vez con mayor vehemencia la organización jerárquica y la supuesta neutralidad de la APA respecto de una escena social cada vez más conflictiva (Langer, 1971). Así, a fines de 1971 se produjeron las primeras grandes escisiones, con el desprendimiento de los grupos “Plataforma” y “Documento”, que implicaron para la institución la pérdida de casi un tercio de sus analistas didactas, además de muchos de sus miembros adherentes y candidatos (Carpintero & Vainer, 2005).

Rápidamente, esos analistas renunciantes se acercaron a otros psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales comprometidos en el movimiento de la salud mental, participando en instituciones como la Federación Argentina de Psiquiatras, la Coordinadora de Trabajadores de Salud Mental, el Centro de Docencia e Investigación, etc. En todos esos espacios, bastante heterogéneos, predominaba un espíritu interdisciplinario en el que los discursos sobre la revolución social eran articulables con la subversión del sujeto, en un momento en que la Universidad y la APA, claramente, ya habían dejado de ser los únicos lugares de formación reconocidos. Poco tiempo después, en 1974, se creó la Escuela Freudiana de Buenos Aires, la primera institución lacaniana en el Río de la Plata (Izaguirre, 2009). Y es difícil saber qué hubiera pasado con este circuito institucional alternativo de no haber mediado el golpe de Estado de 1976, que cortó de cuajo con las ilusiones revolucionarias y obligó al exilio a buena parte de los actores involucrados en el proceso que acabamos de exponer.

 

Problemas actuales de formación y habilitación

Sería largo detenernos en el estudio del período dictatorial y en la apertura democrática subsiguiente. Remitimos entonces al lector a la bibliografía existente (Carpintero & Vainer, 2005; Klappenbach, 2006, Plotkin, 2003; Izaguirre, 2009; etc.). No obstante, aunque se trate de una historia más reciente, no está de más recordar que, durante el período 1976-1983, más allá del cambio de referencias teóricas, la figura del psicólogo-psicoanalista, quizás con menos visibilidad, siguió tan vigente como en etapas anteriores (a pesar de circunstancias políticas muchas veces dramáticas). La recepción del psicoanálisis lacaniano, por su parte, recién llegaría a su clímax después de la recuperación democrática, pero entonces más alejado de las lecturas althusserianas y más cercano a las teorizaciones sobre la clínica. Por otra parte, a partir de la normalización de las universidades y la reapertura plena de las carreras de psicología, el fenómeno de la masividad fue acompañado por la adopción del lacanismo como marco teórico de la mayor parte de las cátedras clínicas (al menos en las universidades públicas).

Esta combinación entre lacanismo y masividad, que perdura hasta la actualidad, no conoce equivalentes en el mundo (ni siquiera en Francia, donde la orientación lacaniana, que es muy fuerte a nivel institucional, debe compartir espacio con otras corrientes teóricas). Al mismo tiempo, en esos años, el lacanismo se expandió como referencia privilegiada en el sistema de salud, particularmente en las residencias cubiertas por psicólogos, formados tanto en la universidad como en las diversas instituciones analíticas. Cabe destacar que recién en este período la APA empezó a aceptar a los psicólogos (a partir de 1983), se promulgaron leyes que regulaban el ejercicio profesional de la psicología en varias provincias y se establecieron las incumbencias del título a nivel nacional, por la resolución 2447/85 del Ministerio de Educación (Klappenbach, 2006).

No obstante, la fuerte difusión del lacanismo en el interior de las carreras de psicología no iba a estar exenta de tensiones, en la medida en que se trataba de un psicoanálisis que no se consideraba parte de la psicología y se oponía a todo psicologismo, al mismo tiempo que reclamaba su lugar en la formación de los psicólogos.

Durante años (particularmente en los ’80 y ’90), muchos lacanianos pusieron el énfasis en una disyunción excluyente entre psicoanálisis y psicología, en la que el psicoanálisis se presentaba como el “oro” y la psicología no era más que el fundamento teórico del “vil metal” de las psicoterapias. En ese sentido, el rol del psicólogo aparecía como subalterno al lado del rol idealizado de psicoanalista. En este período proliferaron las frases hechas y las respuestas ready made, que funcionaban como postulados autoevidentes, que no necesitaban ser demostrados. Para los legos y los psicólogos no iniciados, se trataba de una jerga críptica (Baños Orellana, 1995).

En todo caso, en muchísimos casos, el psicólogo-psicoanalista pasó a ser un psicoanalista (a secas), que en parte renegaba de su identidad profesional de base.

En los albores del siglo XXI, esta situación viene cambiando aceleradamente. Por un lado, han llegado a la Argentina nuevos abordajes psicoterapéuticos (cognitivos, integrativos, etc.) que, sobre todo, han encontrado un suelo fértil en una treintena de carreras privadas, más atentas a las demandas del mercado de la salud y a las exigencias de las prepagas. Esta nueva oferta ha obligado a los psicoanalistas a dar cuenta de su propia eficacia psicoterapéutica, la cual, en otros tiempos, sólo era vista como un producto secundario de la “experiencia analítica”. A su vez, el campo psicoanalítico se ha modificado. Lejos del boom de los años ’80, los psicoanalistas han tratado de adaptarse a los desafíos de la época, elaborando respuestas teóricas para los nuevos malestares, desde la bulimia y la anorexia hasta las adicciones, pasando por las patologías de borde y los problemas institucionales.

En la universidad, las disyunciones excluyentes del pasado se han morigerado. Los psicólogos-psicoanalistas se han insertado plenamente en los circuitos académicos, ya sea como docentes o alumnos de cursos de especialización, maestrías o doctorados. Han creado revistas con referato en las que los artículos son evaluados según los usos y costumbres de la comunidad a académica. Sin embargo, esto 70no implica que las tensiones entre psicoanálisis y universidad hayan sido resueltas. Sigue siendo patente la dificultad para conciliar un discurso analítico que también es soporte de un movimiento institucional (organizado en torno de líderes y de transferencias personales) con las exigencias de universalidad y la laicización de los saberes que implica el discurso científico. A su vez, desde las instituciones analíticas se suele criticar el “discurso universitario”, por encarnar un saber cerrado, lleno de erudición vacua, que no deja lugar a la particularidad del sujeto y ahoga el deseo.

Por otra parte, los equívocos que se generan en el imaginario social por la sinonimia entre psicólogo y psicoanalista no dejan de impactar en el interior de las carreras, sobre todo en lo que respecta a formación, titulación y habilitación. Legalmente, es claro que para ejercer el psicoanálisis es necesario un título universitario habilitante (ya sea de médico o de psicólogo). Si bien el título de psicólogo es “habilitante”, cada provincia es autónoma en la regulación del ejercicio profesional (la mayoría demandan la colegiación para obtener la matrícula, mientras que otras no). Sin embargo, no existe el “título de analista” y la formación requerida para ser considerado como tal depende de la orientación teórica que se siga y/o de la institución a la que se pertenezca. Por otra parte, además de la transmisión teórica, la formación de un analista tiene la particularidad de requerir un análisis personal y la supervisión de casos. Es claro que estos requisitos, establecidos por el propio Freud, son difícilmente regulables. Al mismo tiempo, no pueden implementarse dentro de un marco universitario (lo cual no garantiza que sean de fácil cumplimiento dentro de las instituciones).

En suma, la apelación “psicoanalista”, al no depender de una carrera regulada por el Estado, puede ser utilizada por cualquier persona, con formación adecuada o sin ella (como en el caso del “psicoanálisis silvestre”, que preocupaba a Freud mucho más que el “análisis profano”, practicado por no médicos que sin embargo estaban capacitados). El ejercicio clínico del psicoanálisis, empero, al constituir una forma de psicoterapia (es decir, una cura por medios verbales) está restringido a los poseedores de un título habilitante. A su vez, el título habilitante es una condición necesaria pero no suficiente, ya que la formación que aportan las carreras de psicología (y más aún las de medicina) es a todas luces insuficiente para el ejercicio del psicoanálisis (Courel y Talak, 2001). Por más que ese título se complemente con formación analítica de posgrado (tanto universitaria como no universitaria), restan aún los requisitos freudianos del propio análisis y de la supervisión.

La masividad de los estudios de psicología constituye un problema adicional, en la medida en que la mayoría de los graduados aún espera dedicarse a la clínica desde una matriz psicoanalítica. Pero las condiciones del mercado ya no son las mismas. En estos momentos hay en la Argentina más de 60000 psicólogos matriculados (INDEC, 2005). Por otra parte, más de 63000 alumnos estudian psicología en las 10 carreras públicas o en alguna de las 30 carreras privadas (Alonso y Gago, 2008). Y la gran mayoría de los psicólogos y de los estudiantes se concentra en los mismos grandes centros urbanos.

En 2009, además, por la resolución Nº 343 del Ministerio de Educación, la carrera de psicología ha sido declarada de interés público.[iii] Por pedido de AUAPsi y AUAPri (las asociaciones de unidades académicas de psicología de universidades públicas y privadas) fue incluida en un grupo de carreras (como medicina, odontología, ingeniería, etc.) que deben ser evaluadas periódicamente, siguiendo lo establecido por la Ley de Educación Superior en su artículo 43.

Como se entiende que el ejercicio de esas profesiones puede comprometer el interés público “poniendo en riesgo de modo directo la salud, la seguridad, los derechos, los bienes o la formación de los habitantes”, la legislación exige que las carreras declaradas de interés público respeten determinada carga horaria, algunos contenidos curriculares básicos y ciertos criterios sobre la intensidad de la formación práctica, para lo cual deben ser evaluadas con cierta frecuencia. Y los resultados que arrojarán estas evaluaciones aún son inciertos, tanto para la psicología como para el psicoanálisis inserto en las carreras.

 

Comentarios finales

En este estudio de revisión hemos querido resumir la historia de la figura del psicólogo argentino como psicoanalista, poniendo el énfasis en los problemas ligados a su formación y a su “autorización”. Este recorrido nos llevó a dedicarnos a una zona de cruces entre el campo académico y el ámbito de las instituciones analíticas privadas, así como a su relación con cuestiones legales y sociales, ligadas a la habilitación, el reconocimiento y la identidad profesional de los psicólogos. Si bien existen diversos estudios que se han dedicado a muchos de estos temas, creemos que aún es necesario profundizar la indagación en lo que respecta a las condiciones actuales del psicoanálisis. Si bien es un lugar común el subrayar su hegemonía en las carreras públicas y el destacar la gran cantidad de instituciones analíticas existentes, no son tantos los estudios que hayan realizado un relevamiento exhaustivo de estos dos aspectos (Litvinoff y Gomel, 1975; Di Doménico & Vilanova, 1990; Vezzetti, 1998; AUAPsi, 1998; etc.). En esa dirección se orientarán nuestros trabajos futuros, de tipo exploratorio.

 

Trabajo presentado en el IV Congreso Internacional de Investigaciones y Práctica Profesional en Psicología.

 

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