*Relato merecedor de una primera mención en el Concurso MostrArte 2013, organizado por la Dirección de Cultura de la Facultad de PsicologÃa de la Universidad de Buenos Aires.
El gusto amargo se mezclaba otra vez con el sabor metalizado de su propia sangre. Tragaba con esfuerzo, no querÃa hacerla llorar aún más. HacÃa un frÃo que le recordaba a las tardes de verano, cuando salÃa mojado de la pileta y no habÃa más sol, sólo sombra y viento. A través de la pequeña ventana que se encontraba pegada al techo vio las estrellas una vez más, y pensó en las noches en que salÃa a cazar grillos con su hermano. ¡Ay! ¡Ojalá estuviese cazando grillos con su hermano! Apretó más fuerte su mano izquierda para no dejar caer la pequeña mano de su hermanito. Ya casi no podÃa hablar, querÃa decirle que ojalá estuvieran juntos cazando grillos, querÃa saber si él también lo recordaba, querÃa que viera las estrellas. Pero no pudo hacer que las palabras salieran, sólo podÃa apretarle la mano inmóvil, dormida y frÃa, pero aún entrelazada con la suya. TodavÃa se escuchaban los gritos desde afuera de la habitación donde estaban acostados, pero ahora estaban más lejos, casi como apagados. La voz de su madre, la dulce voz de su madre estaba por arriba de todos los gritos, cantándoles una canción. Casi no la entendÃa, pero podÃa reconocer la melodÃa que tantas noches lo habÃa hecho dormir. Le daba mucho sueño, o tal vez era el lÃquido amargo lo que le dio sueño, el mismo lÃquido que tomó su hermano antes de quedarse dormido. Sintió la cuchara en su boca, por tercera vez.
—No quiero más mami, por favor, es amargo.
—Esta es la última cucharadita mi amor, te prometo, te prometo que... por favor, mi amor, ya nos vamos a dormir como tu hermano... Vas a ver que vamos a estar bien... los tres juntos...
Hablaron muy bajito, como un susurro de despedida, y fue lo último que se dijeron. La madre lloraba lágrimas que le quemaban la piel, y con las manos tibias a pesar del frÃo abrazó a sus hijos que ya no lloraban, que ya no se quejaban del sabor amargo que les lastimaba las encÃas al tragar, que ya no preguntaban por su padre, que ya no miraban las estrellas, ni pensaban en las noches en las que cazaban grillos, que ya no respiraban.
El agua comenzó a entrar por debajo de la puerta llenado el camarote más rápido de lo esperado. El frasco de veneno robado de algún lugar de aquel barco rodaba ahora por el piso. La madre cubrÃa a sus hijos con su cuerpo para protegerlos y, encomendándose a alguna divinidad, agradecÃa haber tenido el veneno suficiente para salvarlos a ellos, aunque no hubiese alcanzado para ella.
Mientras tanto, afuera los gritos se apagaban aún más. Tal vez la dulce voz de la mujer los habÃa hecho dormir a todos.