El caso Pepe Por el Paciente Pepe (K.O)

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Prologo

Por el prof Karl Psíquembaum

En mi larga experiencia como psicoanalista he tenido numerosas oportunidades de leer trabajos clínicos de mis colegas, y he de confesar que algunas veces lo he hecho. Mis impresiones fueron disímiles, a veces placenteras, otras sumamente desagradables. Algunos colegas podían demostrar los maravillosos resultados de sus tratamientos, otros, en cambio, solo llegaban a admitir una autoindulgente explicación de sus fracasos. Se sabe, el psicoanálisis es una profesión altamente exigente. Por eso uno no deja de alegrarse ante los logros de sus colegas, sobre todo cuando logran fracasar estrepitosamente en casos que, de haber sido paciente suyo, hubiera sido un éxito total, sobre todo porque en la realidad nada de esto ocurrió, y en la imaginación todo puede ocurrir. El psicoanálisis no solamente es exigente... también es una profesión muy competitiva.
Digo entonces que he leído muchos casos de clínica psicoanalítica escrita por colegas que me han congratulado con sus fracasos, y por otros que me han desilusionado con sus supuestos éxitos. Pero en todos los casos, se trataba de psicoanalistas que escribían sobre sus pacientes. Bueno, en realidad esto no es del todo cierto. En general escribían sobre ellos mismos, sobre lo idóneos, expertos, e incluso bellos que son, matizando el relato con alguna anécdota no demasiado trascendente sobre los pacientes, que servía para darle contexto al relato, digamos “encuadre”, pero además, para resaltar, por comparación, lo inteligentes, sanos y atractivos que son los analistas (los, y las, desde ya que no se trata de un tema masculino o femenino) capaces de despertar los más apasionados sentimientos en sus pacientes, a nivel transferencial (esto a veces no se aclara, al solo efecto de no disolver la transferencia que se pueda establecer con los lectores, ya dije que el psicoanálisis es una profesión muy competitiva, y el conseguir partenaires amorosos/sexuales, más todavía)
Pero si por algo se caracterizaron todos los historiales que he leído hasta aquí, era porque habían sido escritos por psicoanalistas. Hasta ahora. El caso que estoy presentando y que ustedes van a leer a continuación, si gustan hacerlo, es el primer historial “psi” escrito por el paciente, a quien llamaremos, por una cuestión de secreto profesional, Pepe. Espero que este dato no haga que el lector viole el secreto profesional y descubra su nombre, ya que es conocida la regla, iniciada por el mismísimo Freud, de llamar a sus pacientes con un nombre y apellido que comiencen con la letra anterior (Anna O, por ejemplo, se llamaba Berta P, esto es público) De todas maneras, al llamarlo “Pepe” el lector sabe que no se trata de un nombre, sino de un apodo que corresponde al nombre José. O sea que el paciente se podría llamar en la realidad, con nombre que empiece con Q (luego de la P de Pepe), o con K (por la J de José), o sea Quintín, Quique, Kevin, Ken, Kennet, Kurt, Karl (¡Uy! ¿No seré yo mismo?), Konstantin, Incluso su nombre podría haber empezado con L o con R (letras posteriores, ya que nadie dijo que esa regla de “la letra después”, sea obligatoria).
Pepe es entonces quien va a relatar su propio caso, o el de su análisis. Reconozco que es algo un tanto extravagante en la historia del psicoanálisis que un paciente sea quien relate el caso, pero, si hablamos de psicoanálisis ¿qué cosa no es extravagante?

Prefacio
Por Pepe

En mi larga trayectoria como paciente he tenido la oportunidad de conocer a muchos psicoanalistas. Incluso de reconocerlos en una multitud. Por ejemplo, en una cancha de futbol, mientras otros gritan “¡La hora, referí!”, ellos murmurarán “¡dejemos aquí por hoy!” o “¡seguimos en la próxima!”. Mientras unos gritan ¿Qué cobrás, que cobrás, animal?”, Ellos espetarán “¡en realidad usted está intentando reparar un error cometido durante su infancia, zoofílico!”. En lugar de “los borrachos del tablón”, se llamarán “los freudianos del diván”. O en un bar, usted se dará cuenta de que el cliente es analista cuando le diga al mozo “hoy quiero tomar café, así que tráigame una cerveza”, por supuesto si usted es mozo de bar no hace falta que le aclare nada, todos los mozos son psicoanalistas en potencia, ya que nunca te traen lo que les pedís, sino que “lo interpretan”: “acá esta el sanguche de lomo que me pidió”, “pero yo se lo pedí sin mayonesa”, “no tiene mayonesa, esto es manteca” “¡pero yo se lo pedí “sin mayonesa”, no “con manteca” “ en el inconsciente, “ sin mayonesa” quiere decir “con manteca”, usted sabe, funciona en forma binaria, o manteca, o mayonesa”. Además, yo no lo pedí en sanguche, lo quería al plato” ¡pero no lo dijo! ¡Tampoco dije “en sanguche”! “En realidad no lo dijo, pero cuando uno no dice “al plato” quiere decir, “en sanguche”
¡Y además esto es lomo de cerdo, yo quería de vaca! Bueno, pero no tenemos “¡pero es lo que yo quería!” “ bueno, no siempre se consigue lo que uno quiere, a veces hay que postergar los deseos en nombre de la realidad”.
Si hablamos de un encuentro sexual, es muy fácil darse cuenta. Con una psicoanalista, todo remite al sexo, menos el sexo en sí, que remite a cualquier otra cosa, quiero decir, si tu pareja es psicoanalista, estás teniendo relaciones sexuales siempre, menos cuando estás teniendo relaciones sexuales, ahí están actuando conflictos infantiles inconscientes.
Creo que luego de estos datos ustedes podrán aceptar mis referencias como experto paciente, y permitirme entonces compartir este relato sobre la clínica. En general los historiales “psi” son escritos por los psicoanalistas, y llevan por titulo el nombre cambiado del paciente, que empieza con la letra anterior al verdadero. En este caso, dado que yo escribo en mi condición de paciente, debería llamarlo el “caso Q”, dado que el nombre de mi analista empieza con R. pero no lo haré, para no divulgar la inicial de su nombre, porque tengo mi ética profesional como paciente, por lo cual, y no por puro narcisismo, como dicen algunos, mantendré mi propio falso nombre “Pepe” en el título, y a él lo llamaré con un nombre de fantasía, pongámosle Raúl.

Conociendo a Raul
-Llámeme Pepe- le dije, aunque como ustedes saben, a él en realidad le dije mi nombre verdadero.
-Usted quiere que lo llame, pero en realidad es usted quien me ha llamado a mí- me dijo la voz de, ustedes ya saben, “Raúl”, al teléfono.
-Es cierto, doctor, en realidad yo quisiera que usted me hubiera llamado, pero, lo que pasa es que estoy acostumbrado a tratar con psicoanalistas, y sé que tienen la costumbre de que sean los pacientes quienes los llaman para solicitarles una entrevista, y no al revés.
-Ajá- me dijo la voz
-Sé que esa es otra costumbre clásica, por lo que por ahora no me propongo modificarla- le dije -pero espero que en el transcurso del tratamiento usted pueda vencer esa compulsión de decir ajá cada vez que quiera decir otra cosa
-Ajá- volvió a decirme
-Mire, Raúl, estoy hablando con usted por teléfono, es la primera vez que tenemos contacto, por lo que no voy a interpretarle la resistencia, además aprendí de los psicoanalistas que las interpretaciones fuera de contexto son agresiones gratuitas, y yo estoy en un momento de la vida en la que no quiero hacer nada gratis, ni siquiera agredir.
Silencio.
-Bien, veo que mi señalamiento ha sido efectivo, está muy bien que si no tiene nada que decirme, no me diga nada, perro quiero decirle que lo he llamado para solicitarle una entrevista, ¿qué le parece el jueves a las 5 de la tarde?
-A ver… está bien, a esa hora no tengo citado a ningún otro paciente.
-¡Qué bueno, yo tampoco tengo citado a ningún otro analista! ¿Nos reunimos entonces en su consultorio?
-¿A usted qué le parece?
-Me parece una buena opción, pero tampoco hay que ser obsesivos ni rutinarios al respecto, hay quienes prefieren que la primera cita sea en un lugar neutral, y luego, una vez que se establece cierta confianza, eso que ustedes llaman transferencia, recién encontrarse en un lugar más íntimo, pero si usted quiere ir directamente a los bifes, sin “juego previo” por mí, todo bien.
Silencio.
Interpreté el silencio como un acuerdo, el que calla otorga, y corté.
Debo decir que esta primera comunicación, diríamos fundacional, con Raúl me dejó algo perplejo. Quizás yo había estado algo apresurado (las mujeres suelen decirme cosas semejantes, pero no les creo, porque lo dicen inmediatamente después del sexo, y ya se sabe que todo lo que un hombre diga antes del sexo, y lo que una mujer diga después, no cuenta). Pero de verdad quizás haya estado algo brusco al haber cortado la comunicación, sin, por ejemplo, haberle pedido su dirección.
Decidí volver a llamarlo, al fin y al cabo yo ya tuve muchos analistas, y espero que él haya tenido muchos pacientes, como para empezar a buscarle otro sentido a estas cosas.

-Hola Raúl, aquí Pepe, no me dio la dirección del consultorio.
Me respondió fríamente.
-“En este momento no lo podemos atender, pero le responderemos a la brevedad”
-No sé como va a hacer para llamarme, siendo que no tiene mi teléfono, Raúl, y que tampoco lo va a encontrar en la guía, dado que yo de verdad no me llamo Pepe, y nadie figura en la guía de teléfonos con el nombre que su analista le da a su caso clínico.
-Si quiere dejar un mensaje, marque “uno”
Esta vez corté con cierto enojo. Quién se cree que es para llamarme “uno”, yo ya sé que el tiene otros pacientes, ya me lo dijo en el llamado anterior, quizás para darme celos. Pero no, yo lo admito, no pretendo ser su único paciente, pero tampoco hace falta que me lo restregue, que me lo diga todo el tiempo, y mucho menos que me llame “uno” ¡acaso yo me la paso hablándole de mis otros analistas? ¡Pero qué actitud adolescente!

Me detuve un momento. Me di cuenta de que me estaba dejando llevar por la transferencia. Alguien de mi trayectoria profesional como paciente no se podía permitir eso. Está bien, quizás Raúl me trataba como un paciente más porque percibía que yo lo trataba como a un analista más. Puede ser que esté acostumbrado a pacientes que no lo escuchen, que no puedan interpretar sus “ajá” como verdaderos pedidos de auxilio, “ajá… a-j-a, dos letras iguales con una diferente en el medio, dos vocales con una consonante en el medio, seguro que para el inconsciente las vocales son consonantes, y las consonantes vocales, dos consonantes, una vocal… ¡ya sé S.O.S! ¿Cómo no me di cuenta de que Raúl en cada “ajá” esconde un S.O.S? Pero… yo no soy su padre, ni su madre, ni su esposa, ni siquiera soy su analista, soy solamente su futuro paciente. ¡Cuán desesperado puede estar un hombre para solicitarle, inconscientemente ayuda a su futuro paciente! Pero además, ¿podría yo ayudarlo? ¡Esa es realmente la pregunta! Es evidente que Raúl necesitaba urgente del psicoanálisis, pero, al ser él mismo psicoanalista, lo claro es que necesitaba pacientes. ¡Y quién si no yo, un paciente con tanto recorrido del diván! ¡Quién si no yo, desde “el lugar del supuesto ignorar”!
Decidí que el caso valía la pena, que sería paciente de Raúl. Y que si él quería seguir tratándome de “UNO” y contestar fríamente mis llamados, no importaba, estaba en mí trabajar esa resistencia. Conseguiría su dirección. Tomé la guía de teléfonos. Busqué su nombre y apellido, y allí estaba.
Cierto es que había varios con el mismo nombre y apellido. ¿Cómo haría para saber de cual se trataba? Pensé en ir cada jueves a las 5 de la tarde a visitar a cada uno, pero me pareció poco efectivo. Después pensé que si bien todos tenían el mismo nombre y apellido, seguramente tenían diferente teléfono. Así fue como conseguí la dirección de Raúl sin que él me la diera. El tratamiento comenzaba a ser eficaz.

Primera entrevista

El jueves siguiente, a las cinco en punto de la tarde, a pesar de no llamarme Federico, oprimí el botón del portero eléctrico del departamento de Raúl. Una extraña voz, femenina, me preguntó ¿sí? Yo estaba por preguntarle “¿sí, qué?” pero recordé que era hora de sesión, que Raúl estaba muy angustiado esperándome y que en psicoanálisis cada minuto cuenta, perdón, quise decir “cuesta”.
Así que dije “Sí, Pepe”, y me permitieron pasar. Subí por el ascensor, toqué el timbre. Me atendió. La verdad es que Raúl no era como lo había maginado ¡nada que ver!… ¡qué cosa ésta de la transferencia! Yo imaginaba a un cincuentón barbudo de calva incipiente y cabello entrecano con pipa y anteojos, que usaba polera azul petróleo, y… ¡no se parecía en nada! ¡De hecho, tenía una larga cabellera rubia, no aparentaba tener más de 35 años, y ¡tenía unas tetas hermosas! Y si no se llamara Raúl, podría asegurarles que se trataba de una mujer.
El me miró también con gesto extraño., como si no me reconociera. Me dijo:
-Pepe, estas cambiado.
No sé cómo podía decirme “estás cambiado” si nunca antes me había visto! Pero además, ¡mirá quien habla! ¡Él estaba tan cambiado, que parecía una mujer! Apelé a mis conocimientos psi: Evidentemente Raúl está proyectando sus cambios en mí. Vaya uno a saber, quizás la semana pasada se parecía a la imagen que yo tenía de él, y algún episodio traumático lo hizo cambiar en sí. Está actuando la transferencia, y me adjudica sus cambios.
-Vaya, qué cambio- dije
-Sí, increíble, Pepe, estás muy distinto desde la última vez que nos vimos.
Ya no entendía nada. ¿Por qué de pronto me tuteaba? Pero bueno, yo no era quien para disolver la transferencia que estaba empezando a jugarse, así que lo seguí.
-Usted también, Raúl
-Laura- me dijo -Laura.
¿Laura? Entonces entendí todo mal en el teléfono. Pero todo cobraba sentido. O bien Raúl había cambiado demasiado en la semana, hasta el nombre ¿y el sexo? ¿Era Laura un varón o una mujer, como parecía? En todo caso, sea Raúl o Laura, yo seguía siendo Pepe, y si era una mujer tan bonita la psicoanalista que necesitaba “calor de paciente”, yo no se lo iba a negar ¡Viva la transferencia! Digo… ¡la diferencia!
-Sos mucho más bonita de lo que había pensado- le dije.
-¡Ay, Pepe, cambiaste de aspecto pero siempre el mismo galante!
¿En qué se parecía esa rubia sexy con voz sugestiva a la voz que me había dicho “marque uno” en el teléfono hace solo unos días? ¡En nada! ¡En nada!
-Laura, yo no sé si esto está bien, pero quisiera darte un beso (la verdad, mi experiencia como paciente me dijo que estaba muy mal, pero que en todo caso es el analista el que debe interpretar la transferencia erótica y valga el termino en el sentido que le dan en España, correrse.
Pero ella dijo:
-¡Claro que está mal, Pepe!
-Bueno, disculpá, es que yo!
-Pero ¿qué te creés? ¿Cómo me decís, “quiero darte un beso”? En vez de darme uno.
No entendí nada. Ni quise entender. Cuando me di cuenta, ya habíamos actuado la transferencia erótica, trasgredido el encuadre, elaborado las fantasías, hecho cualquier cosa menos tener relaciones sexuales… Traducción para los que no son psicoanalistas: habíamos tenido relaciones sexuales.
-¡Ah!- dijo finalmente ella
-¡Ah?- le comenté -¡ eso me gusta mucho más que el “ajá”.
-¿Ajá?- dijo ella- y ¿por qué iba yo a decir “ajá”?
-No sé- dije -es lo que dicen los psicoanalistas.
-Ajá- dijo ella, corroborando.
-¿Ve?
-¿Ve?- ¿Ve? ¿Qué clase de hombre trata de usted a su novia, Pepe?
-Me parece que en realidad usted quiere que yo la trate como si fuera mi novia- le dije -Debo reconocer que es muy interesante su manera de trabajar la transferencia. Nunca me pasó algo así, pero me estaba perdiendo algo.
-¿Cómo si fuera su novia?
-Sí, el típico “como sí” de la neurosis- le dije.
-¡Y ahora me decís neurótica! ¡Lo único que falta es que enseguida te vayas!
Reconocí su necesidad de cariño transferencia, pero “el encuadre es el encuadre”, como decía mi analista número 23 (tuve tantos que en determinado momento los numeré para no confundirme)
-No, de ninguna manera, me iré cuando termine mi horario, y si gusta fijamos una entrevista para la semana que viene.
-¿Quién te creés que soy? ¿Quién te creés que soy?
-En realidad creo que eso es lo que usted debería averiguar, al fin y al cabo, yo soy el paciente.
-¿El paciente? ¿El paciente? Ah, jajajajá. ¡Pepe! Así que querés jugar a la doctora y el paciente, ¡menos mal, creí que era en serio!- se rió a carcajadas.
-Usted me disculpará, pero el que no entiende nada soy yo. Vine a analizarme con Raúl, que no era más un hombre, se llama Laura, me hace el amor de trasferencia y ahora se niega ser mi analista.
-¡Yo soy la que no entiende! ¡Yo nunca fui Raúl, siempre fui Laura! ¡Pepe, mi novio que se fue hace siete años a comprar cigarrillos y no regresó, vuelve de pronto, está cambiado pero todo bien, y ahora!... ¡Otra vez me dice que no es Pepe!
-Soy Pepe, pero no soy su novio- reconocí.
-¡Pe pe pe pe Pepe es mi novio!
-Debe haber otros Pepes en el mundo, le dije, quizás el otro Pepe que no soy yo, se esté analizando con Raúl, que no es usted! pero a mí me dio está dirección, mire, “Rodríguez 4456, 7º A.
-¡Acá es 7º B!
-Uy, uy, uy “Un caso de confusión de letra” ¡el pobre Raúl me debe estar esperando al lado, con toda su necesidad de pacientes que lo contengan ¿Y ahora que le digo, que en lugar de atravesar el objeto A, atravesé el objeto B?
-¿Y yo? ¿Qué hago ahora? ¿Sigo esperando al Pepe que es Pepe?
-¿Sabe una cosa, Raúl que no es Raúl? A pesar de no ser profesional, su técnica de psicoanálisis profano me resulta muy aliviante ¿puedo volver la semana que viene?
-¡Váyase ya mismo a comprar cigarrillos, y no vuelva!
Me fui. Mientras bajaba, reflexioné ¡Para primera entrevista, no estuvo nada mal!

Segunda primera entrevista

Llamé a Raúl por teléfono, y a pesar de la frialdad de su voz, marqué “uno” y le avisé que iría el jueves siguiente, a la misma hora, cosa que hice.
A las 5 de la tarde, (y ya saben, no me llamo Federico) llegué y me cuidé muy bien de oprimir el botón indicado.
Nadie respondió. Esperé un par de minutos, e insistí.
Silencio.
-Veo que está algo resentido por mi equívoco del jueves pasado -le dije- de verdad le pido disculpas, pero me parece que usted debería hacerse cargo de la situación.
Silencio.
-Sí, ya sé, usted me esperaba, soy yo quien no vino. Bueno, quien vino, pero no vino. Bueno, venir vine, pero no a su consultorio. Bueno, peor la culpa es suya, fue quien insistió en que sea yo quien vaya a su consultorio. Si hubiera sido usted quien viniera a mi casa, tal vez la entrevista se hubiera hecho lo más bien. O quizás usted se hubiera confundido y hubiera tomado como paciente a mi vecino Quique, que es un poco paranoico, no le niego, pero a usted no le hubiera disparado, como lo hace con cualquiera que considera intruso, porque para algo usted es psicoanalista y sabe cómo evitar que los paranoicos le disparen.
Silencio.
-Ahora que lo escucho callarse, me dan cierta nostalgia los “ajá” que me dedicó por teléfono.
Silencio.
Habían pasado como veinte minutos de silencio. Si para homenajear a un fallecido, se hace un minuto de silencio, para reprochar un equívoco, veinte eran demasiados.
-Raúl, yo entiendo que para usted era muy importante que yo viniera la semana pasada. Entiendo cómo puede sentirse dada su necesidad de analizar pacientes, pero ¡Un error lo tiene cualquiera en la vida! Por eso, puedo interpretar sus sentimientos pero le pido por favor, que diga algo, que me pregunte algo ¿acaso no son lo analistas los que le preguntan a los pacientes cosas en la primera entrevista? ¿Qué quiere, que juguemos al analista y al paciente, y yo haga de analista? ¡La semana pasada su vecina también quería jugar conmigo! ¡Qué juguetones son en este edificio!

Decidí jugar con él, a ver si de esta manera lo ayudaba a entrar en la transferencia. Me pregunté a mi mismo el motivo de consulta, y lo respondí. Me pregunté sobre hechos de mi infancia, y me respondí. Incluso me puse a pensar que le hubiera gustado preguntarme si no estuviera tan enojado conmigo, y lo contesté. El tiempo en sesión pasa rápido y me di cuenta de ya iban 50 minutos, así que dije “dejamos aquí por hoy, nos vemos el próximo jueves”
Me estaba yendo, cuando el encargado del edificio, me vio y me dijo:
-¿A dónde va?
-Me voy, pero iba al séptimo A
-Ah, pero no está ¡salió más o menos hace una hora!
-Gracias- dije- aunque no debería haberme revelado datos sobre mi analista
Me fui. Bueno, quizás no me entendió cuando le hablé por teléfono. Todo puede ser. Pero ahora estábamos empatados. Una vez le fallé, la siguiente me falló él. La tercera sería la vencida.

Tercera primera entrevista

Reconozco que es raro que en un mismo tratamiento haya “tres primeras entrevistas”. Pero así fue en este caso. El jueves siguiente, tal como habíamos quedado (el portero eléctrico, y yo), llegué al edificio, y toqué el timbre correcto. Una voz de hombre me pregunto
-¿Sí?
-¡Bien, bien, soy yo, Raúl, soy Pepe!
-Ah, Pepe, sí. Usted es Pepe, pero yo no soy Raúl
-¡No me diga que es Laura!
-¿Tengo voz de llamarme Laura?
-No, para nada, pero nunca se sabe... ¿quién es usted, el otro Pepe que se fue a comprar cigarrillos?
-No, soy Ramón.
Ramón. Otro personaje más ¿Será Raúl que no quiere dar su nombre? No importa.
-¿Puedo pasar, Ramón?
-No.
-¿Por qué no puedo pasar?
-No corresponde. A usted no lo conoce nadie.
En eso Ramón tenía razón. En general, antes en una primera entrevista, un analista no suele saber nada sobre sus pacientes. Pero en general, los dejan entrar al consultorio. De todas maneras, yo tenía una experiencia muy amplia como paciente y tenía que estar abierto a nuevas experiencias, así que, si me quería atender por el portero, eléctrico, que así sea.
-Bueno, entonces le hablo por el portero.
-Dígame, Pepe, no entiendo, que es lo que lo que lo trajo acá.
¡Bien! ¡Una pregunta como la gente! ¡Por fin empieza el tratamiento!
Y entonces le conté a Ramón m infancia, mis primeras experiencias como paciente, algún sueño infantil. Y él, la verdad que me extrañó, me contó los suyos. La charla era por demás amena. Per a los 50 minutos 9s le dije:
-Vuelvo el jueves que viene ¿le parece bien?
-Dele nomás- me dijo- si está Raúl habla con él, y si no, le convido unos mates.
El tratamiento finalmente había comenzado.

Sigue el tratamiento

El jueves siguiente llegué a las 5 de la tarde, y Ramón, o sea el nombre falso de Raúl, me dijo que Raúl no estaba. Acepté su juego, finalmente el era el analista, y yo el paciente. Hablamos amablemente cincuenta minutos, me convidó unos mates, y me volví a casa con la sensación de estar en el camino correcto. Realmente esa semana trabajé mucho mis aspectos neuróticos, anoté mis sueños, y me pareció que me resultaba más fácil comunicarme con la gente. De pronto sentí que la gente me tomaba más en cuenta que antes. Obviamente el cambio se lo debía a Raúl.
Pero el jueves, ¡la resistencia no es tonta! Me sentí mal. No quería perder la sesión, así que decidí llamar por teléfono. Raúl me atendió agriamente, diciéndome, como siempre “en este momento no podemos atenderlo”, pero yo decidí no engancharme en sus manejos, aceptar que él tenía más pacientes, entender el frío de su tono como la distancia necesaria en un encuadre psicoanalítico, y asociar libremente. Lo hice durante 50 minutos, y luego colgué, diciéndole que el jueves siguiente estaría allí sin falta.
Esa semana me sentí muy bien, y el jueves no estaba engripado ni nada, pero llovía fuerte. Me pareció que Raúl podría atenderme por teléfono otra vez. Que yo me lo merecía, después de la paciencia que le había tenido. Raúl atendió con la misma frialdad de siempre, el mismo “en este momento no podemos atenderlo” ¿podemos? ¿Por qué habla en plural, por qué habla en plural? ¿Quién se cree que es... el Papa?
No importa, yo iba a seguir adelante, iba a poder resolver la transferencia.

Reconozco que soy un hombre cómodo. Los siguientes jueves ni me proponía ir, llamaba por teléfono directamente, asociaba, me interpretaba, y a fin de mes, le dejaba en la puerta el cheque correspondiente. A decir verdad, tampoco lo cobraba ¡Habrá sido porque lo ponía a nombre de su seudónimo? ¿Quién podrá saberlo?

Mi vínculo con Raúl fue creciendo cada vez más. Ya habían pasado varios meses, el seguía diciendo que en ese momento no podía atenderme, pero finalmente me proponía que marcara “uno” y le dijera todo lo que pensaba. Alguna vez logré, debo decirlo, un diálogo mucho más fluido, pero se trató de ocasiones en las que marcaba un número equivocado. Finalmente, un jueves sucedió que marqué el número y dio ocupado. Me di cuenta de que Raúl había decidido que yo ya estaba bien, y que podía atender a otro paciente en mi lugar. Le agradecí por todo lo que habíamos avanzado trabajando juntos. Y me di, en su nombre, el alta

Epicrisis

En mi extensa trayectoria como paciente psicoanalítico he tenido la oportunidad de trabajar con diversos profesionales, que sin duda se han apoyado en los diversos matices que ofrecen la clínica freudiana, lacaniana y kleiniana, sucesiva o simultáneamente. Así y todo, nunca me había cruzado con un analista como Raúl, cuyos postulados técnicos parecen ser de una ortodoxia tan extrema, que por no modificar el encuadre, el paciente ni siquiera entra al consultorio del analista, y el profesional solamente le dice “en este momento no puedo atenderlo, déjeme su mensaje”, o “marque uno”.
Podría escuchar el “marque uno” como “subraye uno”, “señale uno” elija uno de los recuerdos, de los sueños, de los síntomas, uno que sobresalga entre los demás. También el “marque” podría ser pensado como señalamiento de la castración: “usted ha marcado, usted está marcado”
El silencio de Raúl durante el resto de cada sesión era por demás elocuente. Quizá pretendía que en esa postura del “supuesto no estar” ese “lugar del muerto” del que hablan algunos lacanianos, fuera la piedra disparadora de mi propio discurso, la manera en que yo, librado a mi propia escucha, ya que él “en este momento no puede atenderme”, me deba escuchar a mi mismo. Recordemos que en francés, “escuchar” se dice “ateindre”. Raúl bien podría decirme: “YO no puedo escucharlo, porque no se puede escuchar usted mismo, no me hable de cualquier detalle, marque uno”
Me pregunto si en realidad Raúl no era kleiniano. Lo digo, porque las dos veces que yo me presenté, él hablaba con una voz más amable, decía llamarse Ramón, me contaba su vida e incluso me ofreció tomar unos mates. Parece algo así como Ramón el bueno, amable, que escucha y ofrece mate, contra Raúl el distante, el “en este momento no puedo atenderlo”, contraponiéndose entre sí.
Me desconcierta, de todas maneras, aquella primera entrevista con Laura. A decir verdad, lamento que haya sido la única. Ojalá hubiera tenido más sesiones con ella. Bueno, siempre puedo tocarle el timbre y decirle: “Hola, soy Pepe, ya volví de comprar los cigarrillos”

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