EL BIENESTAR DESDE LA PERSPECTIVA DE LA PSICOLOGÍA SOCIAL

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El grupo de investigación en Psicología Social y Cultural, con sede de trabajo en el Instituto de Investigaciones de la Facultad de Psicología de la UBA, hace más de una década que aborda la problemática del Bienestar desde una perspectiva psicosocial. El propósito del texto es sintetizar los principales hallazgos obtenidos en los estudios realizados, en una línea de análisis orientada a indagar la valoración que los individuos hacen de las circunstancias y del funcionamiento dentro de la sociedad. Comprender las conductas de los individuos, más saludables o patológicas, implica considerarlas como resultado de aspectos culturales -como los valores, las creencias, las percepciones y las expectativas- y de los procesos psicosociales que aquellos moldean.

El trabajo de investigación, con múltiples aristas, se inscribe en la denominada psicología social tripolar propuesta por Moscovici (1970) y en la psicología societal formulada por Staerklé y Doise (2014) que tienen como sustrato común el bienestar social. La psicología social tripolar se propuso superar la existencia de una psicología social psicológica o sociológica, delimitando su objeto de estudio en la esfera de la interacción en donde lo individual y lo colectivo se entrelazan haciendo saliente y permitiendo comprender cómo la realidad social se inscribe en el individuo, el modo en que este se la representa, a la vez que estudiar cómo el individuo trata de inscribir en otros esa realidad social interiorizada. Esta dinámica, como bien indica Pérez (2004), permite a su vez abordar los procesos por los cuales los objetos, a través de la interacción, adquieren nuevos significados moldeando las visiones de los individuos y que constituyen un medio para compartir con los demás la realidad denominada psicosocial.

La psicología societal surge de la discusión acerca de la dificultad de establecer los límites entre la psicología social y la psicología política, así como de la corroboración de que una gran cantidad de investigaciones en psicología social abordan temas tales como la desigualdad de género y de clase, la inmigración y las relaciones étnicas, el racismo y el prejuicio, o el nacionalismo y el etnocentrismo, por nombrar sólo algunas de las problemáticas presentes en la agenda política y que son objeto de acalorados debates. Staerklé y Doise (2014) plantean que los análisis deben completarse desde un abordaje más social que conecte las explicaciones de nivel individual con el análisis de la dinámica social como las normas, las creencias, los valores y las ideologías que guían y dan sentido al comportamiento político individual. Los procesos cognitivos que subyacen a las relaciones que los individuos establecen con su ambiente político deben ser considerados como manifestaciones de una dinámica relacional y social más que como sus causas. Los autores demuestran cómo diferentes tradiciones de investigación en psicología social se basan en análisis de nivel societal, intentando dar cuenta de la intervención de complejos mecanismos societales de regulación social en las cogniciones, en las evaluaciones y en las decisiones individuales.

La síntesis psicosocial tripolar y societal orientada al Bienestar permite integrar distintas dimensiones que se abren al considerar los criterios sociales y psicológicos que dan cuenta de las relaciones que las personas establecen con su medio y de cómo este les provee las condiciones para su desarrollo individual y social. El bienestar social es aquél en el que el objeto de valoración es la sociedad en su conjunto, no indaga el contraste entre lo que una persona ha logrado y sus expectativas, como es el caso del bienestar subjetivo, sino que responde a una orientación relacional que pone más el foco en las relaciones positivas que se establecen con los otros y en el crecimiento personal, como el bienestar psicológico (Fernández, Muratori & Zubieta, 2013). El bienestar implica necesariamente la valoración que los individuos hacen de las circunstancias y del funcionamiento dentro de la sociedad. La mirada eudaemónica integra aspectos psicológicos, pero también toma en consideración la dimensión individual y social, el mundo dado y el mundo inter-subjetivamente construido.

La Organización Mundial de la Salud (1948) define a la salud no solo como el estado completo de bienestar físico y mental sino también social. Alude a la eficacia funcional, tanto a nivel celular como social, incorporando la necesidad de armonía con el medio ambiente. De esta manera, la salud en sentido amplio es básicamente una medida de la capacidad de cada persona de hacer o convertirse en lo que quiere ser (Feldenkrais, 1991). En este sentido, para entender las conductas de los individuos, más saludables o patológicas, es necesario considerarlas en tanto el resultado de aspectos culturales -como los valores, las creencias, las percepciones y las expectativas- y de los procesos psicosociales que aquellos moldean (Zubieta, Delfino & Fernández, 2007).

En el campo de la psicología social local cobran entonces relevancia los hallazgos obtenidos en estudios que dan cuenta de las percepciones que los individuos tienen de sus transacciones con el medio. Un abordaje posicionado en la esfera de la interacción debe dar cuenta de la interrelación de necesidades individuales y sociales como promotores del bienestar o el malestar. Se trata de estudiarla relación de las personas con su medio y de cómo este les asegura su bienestar, de criterios relacionales y microsociales que la sociedad debe ofrecer a la persona para que esta logre satisfacer sus necesidades (Páez, 2007).

Bienestar vs. Alienación social

La tendencia general que detectan los estudios en psicología social, cultural y política, en diversos contextos y en el argentino, es el creciente malestar de los individuos respecto de la capacidad de la sociedad para darles sentido de confianza, de pertenencia y de un propósito común (Beramendi & Zubieta, 2013a, b, Delfino, 2009; Inglehart, Basáñez, Díez-Medrano, Halman & Luijkx, 2004; Muratori & Zubieta, 2016). El bienestar social es considerado como la contracara de la alienación social (Basabe & Páez, 2006), y en el área de la psicología social se observa con beneplácito, desde hace ya unos años, una vuelta al interés por estudios abocados a explorar en los aspectos psicosociales de la alienación y la anomia. Alienación y anomia son conceptos de origen sociológico que dan cuenta de la integración negativa de los individuos al mundo social en el que se desenvuelven. La alienación tiene como uno de sus componentes a la anomia y ambas nociones describen diferentes aspectos de la percepción subjetiva del medio ambiente social (Aceituno et al., 2009).

Así, la percepción de anomia deviene del desequilibrio entre las metas que una sociedad se propone y propone a los individuos y los logros reales de estos, y de su efecto en sus expectativas y propósitos. Mclver (1950 en López Fernández, 2009) la define como un estado de ánimo en el que el sentido de cohesión social del sujeto está fragmentado o debilitado. El sujeto deja de preocuparse por el entorno y actúa a partir de sus propios impulsos; se centra en su persona ya que las reglas y fines sociales, sin continuidad ni sentido de obligación, no tienen valor en su vida diaria.

Srole (1956) profundiza el análisis de la anomia como noción psicosocial enfatizando el estudio de los sentimientos y percepciones individuales. El autor plantea una percepción de la sociedad, y una autopercepción desintegradas, y una falta de involucramiento de los individuos con su entorno. Establece un conjunto de indicadores a fin de medir el grado de anomia que los miembros sienten con respecto a la sociedad, siendo uno de los extremos la relación adecuada con los otros, y el otro, la alienación. El hecho de que una persona se sitúe en uno u otro extremo se considera indicador de fenómenos tales como la percepción de los líderes frente a las necesidades de los miembros de la comunidad, la percepción de insatisfacción y de desorganización respecto a la sociedad, la percepción sobre la capacidad para cumplir metas individuales, la sensación de nimiedad, y el sentimiento de compañerismo entre los sujetos de una sociedad. A medida que la persona vivencia una mayor insatisfacción y desorganización se vuelve más anómica.

Junto a la frustración anómica, y en lo que hace a las percepciones que los individuos tienen sobre el orden provisto por las normas en tanto organizadoras de la experiencia individual y social, aparecen otros aspectos como la percepción del sistema normativo, de problemas sociales y de la confianza en las instituciones.

La confianza o desconfianza en las instituciones es una dimensión profundizada sobre todo por la psicología política que específicamente se ha interesado por la alienación política. Grossi y Ovejero (1994) sostienen que, junto a la impotencia o falta de poder, la desconfianza política es uno de los indicadores más relevantes en la actualidad para evaluar la alienación política. Esta se refiere a una valoración negativa de las instituciones y su funcionamiento, al sentimiento de que el gobierno y los políticos -quienes lo ejecutan- son deshonestos, corruptos y no creíbles.

Inglehart et al. (2004) consideran que la falta de confianza en las instituciones y en las relaciones con otros, y el no respetar las normas llevan a una falta de consenso sobre las conductas sociales deseables y facilitan la conducta desviada. Para Rodríguez Kauth (2001), la falta de confianza aumenta el sentimiento de impotencia y desesperanza favoreciendo las condiciones para el resquebrajamiento del entramado social que se refleja en la pérdida de la solidaridad social y el aumento del individualismo egoísta.

En el marco de la problemática latinoamericana, para Parales-Quenza (2008) la anomia ha sido considerada principalmente en relación a la ilegalidad, a la corrupción y a la inobservancia de normas y reglas, adquiriendo una significación particular. En la región, la anomia emergería como producto de proyectos nacionales incompletos y excluyentes.

La prevalencia de percepción de bienestar o de anomía, crea a su vez una emocionalidad colectiva. De Rivera (2014) propone el concepto de clima emocional superando la idea de una mera percepción consensual sobre ciertas emociones, definiéndolo como un hecho social, como la predominancia y saliencia relativa de un conjunto de escenarios emocionales en un período prolongado. El conjunto de emociones básicas distribuido socialmente, unido a ciertas representaciones sociales sobre el mundo y el futuro social, cumplen funciones de regulación social y constituyen el denominado indicador de clima emocional ya que las emociones que lo conforman no son únicamente las vivenciadas por el sujeto, sino aquellas que el sujeto percibe que predominan en su entorno, tanto en sus grupos de pertenencia como en otros grupos que son relevantes para él.

El clima emocional refiere a las emociones que son percibidas en una sociedad en relación con su situación sociopolítica relativamente estable. A pesar de que el clima se construye socialmente, es objetivo en tanto se percibe como existiendo independientemente de los sentimientos personales del individuo y refleja lo que los individuos piensan que la mayor parte de la gente siente en esa situación. Los juicios de las personas se basan, en parte, en las experiencias y observaciones personales, las cuales sugieren que una determinada situación objetiva justifica sentir miedo, odio, confianza, etc. Desde una perspectiva objetiva se puede entender el clima como un conjunto de emociones predominantes que reflejan la coyuntura de una sociedad. Desde una perspectiva más subjetiva, se puede hablar de un campo de sentimientos que es percibido por los individuos pero que existe aparte del individuo. Este conjunto de emociones predominantes existe en una sociedad en un determinado momento de su historia y se puede incluso considerar como un elemento que define un período histórico (Páez et al., 1997).

Principales hallazgos

La primera medición se realizó con una muestra de estudiantes universitarios (Zubieta & Delfino, 2009; Zubieta & Delfino, 2010) encontrándose una tendencia general a lo largo de los años, también al incluir población general. Se observan buenos niveles de bienestar a nivel hedónico, satisfacción con la vida y bienestar psicológico, sin embargo, se constata un relativo cambio cuando el bienestar pasa por el nivel social. Los individuos exhiben niveles relativamente altos de satisfacción respecto de sus necesidades socio-emocionales de pertenencia, apoyo, vínculos sociales e identidad, pero estos no se acompañan de una percepción de la sociedad y de las instituciones como entes dinámicos moviéndose en una dirección que les provea bienestar ni en una capacidad por entender lo que acontece a su alrededor. Los estudios realizados muestran como dimensión más deficitaria a la confianza interpersonal, el poder sentir que los otros son honestos, amables y capaces, lo que obstaculiza, a su vez, que se generen actitudes positivas hacia las personas (Muratori, Delfino & Zubieta, 2013; Zubieta, Muratori, Fernández, 2012; Zubieta, Muratori & Mele, 2012). De manera coherente, la confianza en las instituciones políticas es muy baja, así como lo es la percepción del predominio de emociones positivas en el entorno. Las personas perciben que las emociones negativas son las que sobresalen en el ambiente, dando cuenta de un clima emocional negativo. Se vivencia que la forma de resolver los conflictos es a través de la violencia, que el mecanismo del respeto mutuo no es lo que prevalece y que hay una sensación de enojo y de rabia por los niveles de corrupción que exhiben los políticos. A su vez, consideran que las mayores dificultades en términos de problemas sociales, pasan por conseguir el trabajo que se desea y por la alta inseguridad (Zubieta, Delfino & Fernández, 2008; Beramendi, Delfino & Zubieta; 2016).

En lo que hace a percepción de anomia, confianza y bienestar(Beramendi, Sosa& Zubieta, 2012; Muratori, Delfino & Zubieta, 2013; Muratori & Zubieta, 2015; Zubieta, Muratori & Delfino, 2018; Zubieta et. al, 2019), además de corroborarse la dificultad en los individuos respecto de la aceptación, de lograr confianza y de exhibir actitudes positivas hacia los otros, se observa un déficit en lo que hace a la aceptación social, una baja confianza en las instituciones y niveles altos de frustración anómica. La dimensión de aceptación en el bienestar social desarrollado por Keyes (1998) es el correlato del auto-extrañamiento personal planteado por Seeman (1991) como dimensión subjetiva de la alienación. Esta última tiene que ver con una baja auto-estima y con la disonancia de querer tener una actitud positiva hacia los otros, que no se traslada a las conductas que aparecen como complejas e incomprensibles, más orientadas hacia la persona y alejadas del compañerismo o la cooperación. A su vez, se ratifica la tendencia registrada sobre la escasa confianza en las instituciones (Zubieta, Delfino & Fernández, 2008; Beramendi, Delfino & Zubieta, 2016; Muratori & Zubieta, 2015) asociada a la alienación política y a su dimensión de impotencia o falta de poder en tanto probabilidad percibida por los individuos de que sus conductas determinen los resultados o refuerzos deseados. Este descreimiento se relaciona con los hallazgos obtenidos en estudios realizados sobre la percepción de la norma y el sistema normativo argentino (Beramendi & Zubieta, 2013a, b; Beramendi & Zubieta, 2014; Beramendi & Zubieta, 2015) en el que las personas manifiestan la ausencia de un marco normativo de contención, donde la forma de lograr los objetivos que se promueven socialmente es a través de comportamientos desviados, por medio del uso de conocidos o de entrar en un sistema alternativo de trasgresión de la norma. El déficit en las dimensiones del bienestar social junto a una baja confianza institucional y una cierta percepción de anomia se relacionan con el planteo de Laca Arocena et al. (2010) quienes indican que los datos con esta tendencia reflejan la cultura de un país donde la anomia es una característica estable más que un síntoma de una época de crisis. A su vez, los datos van en línea con lo que Inglehart et al. (2004) señalan acerca de la falta de confianza en las instituciones y en las relaciones con otros que, junto con el no respeto a las normas, conducen a una falta de consenso sobre las conductas sociales deseables y facilitan la conducta desviada.

Las relaciones observadas entre el clima emocional, la percepción de problemas sociales y la confianza institucional (Zubieta, Delfino & Fernández, 2008; Muratori & Zubieta, 2015; Zubieta, Muratori, Mele & Corteletti, 2019), muestran que el clima emocional negativo se asocia a una mayor percepción de problemas sociales y a una desconfianza institucional alta, sucediendo lo inverso con el clima emocional positivo. En relación al bienestar social, los climas emocionales negativos reducen los niveles de aceptación, actualización y coherencia percibidos por los sujetos. Por su parte, los climas emocionales positivos refuerzan los niveles de integración, aceptación y actualización, mientras que la percepción de una tonalidad afectiva negativa no parece ayudar a que los individuos aumenten sus niveles de auto-aceptación y autonomía. Es interesante observar que la afectividad que se percibe en el ambiente se relaciona con las dos dimensiones que tienen que ver con el sí mismo y la independencia.

Al indagar en diferencias en función del género, son las mujeres quienes perciben mejor que los hombres su relación con el entorno social en tanto facilitador de tener metas y propósitos en la vida y de su capacidad para influenciar sobre él, manifiestan tener mejores relaciones sociales, sentirse más útiles y confiar más en el futuro de la sociedad. Además de una mayor integración, en términos de bienestar psicológico, las mujeres exhiben un mayor dominio del entorno y propósito en la vida en comparación con los hombres (Zubieta & Delfino, 2010; Zubieta et al., 2011; Zubieta et. al; 2019). Los hallazgos pueden deberse a la mejora que las mujeres experimentan en lo que hace a un mayor reconocimiento en cuestiones de la esfera pública que aportan a un buen funcionamiento psicológico relacionado con el locus de control interno, a la alta auto-eficacia y a la motivación para actuar y desarrollarse. Se observa una tendencia a lo largo de los años que refleja que, aun con importantes desigualdades de inserción y consideración respecto de los hombres, las mujeres perciben que han logrado más que sus pares masculinos y se muestren optimistas respecto de sus posibilidades de crecimiento personal. Sin embargo, los hombres reportan mayor autonomía para resistirse a la presión social, las mujeres exhiben un bienestar más dependiente del contexto, de mayor ajuste social, mientras que el bienestar de los hombres es de bajo contexto, más independiente, centrado en la persona, y más expresivo de valores (Zubieta, 2016).

En términos de percepción de problemas sociales y de afectividad negativa en el entorno, las mujeres son más pesimistas que los hombres, aunque tanto unos como otros no se diferencian en percibir una tonalidad afectiva negativa en el entorno, en mostrar un déficit en el bienestar social, y en exhibir una muy baja confianza en las instituciones. El contexto no aparece como proveedor salutogénico en la percepción de los individuos.


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