Libertad fetichista

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En este artículo espero establecer una homología entre ciertos pedidos “de libertad” en el contexto político y de cuarentena y el fetichismo sexual Freudiano, “libertad” siendo entonces un significante que obtura la negación de una falta (de libertad) inherente a la existencia en común. Concluyo considerando una aproximación cuasi-terapéutica al pedido político de “libertad”, entendiéndolo como un síntoma de tipo fetichista -originado no en la ideología sino en la libido- que quizás pueda comprenderse mejor desde ese ángulo.

En este momento, meses dentro de la pandemia, es casi un cliché decir que COVID-19 ha demolido ciertas narrativas neoliberales de la conformación singular e independiente de su sujeto; que ha demostrado nuestra interdependencia, los costos humanos de un mercado despiadado, el precio de la salud, la terrible sensación de que los pobres solo se vuelven más pobres y los ricos se vuelven más ricos (y que tal vez eso tiene que parar), que ha abierto los ojos y discusiones, discusiones que antes no tenían la fuerza para desafiar las narrativas del capitalismo.

Otra cosa que COVID-19 ha abierto es una discusión sobre la libertad, el rol del estado, de la capacidad individual, y especialmente las consecuencias de la acción individual; COVID-19 ha puesto al descubierto el delgado velo entre lo que un sujeto hace o quiere hacer y cómo eso afecta a otros sujetos. En otras palabras, es un ejemplo de cómo el deseo -hablando en un sentido coloquial- de “libertad" no tiene un valor moral inherente, sino que este valor reside en lo que uno hace con tal libertad de deseo y acción, en un momento en que la auto-restricción de la propia libertad (por ejemplo, cuarentena, distanciamiento social, el uso de tapabocas, o vacunas en un sentido más amplio) parece la opción más moral (y, en general, ¿no es la moral una restricción propia del deseo, guiada por el superyó?), incluso contra las advertencias de la izquierda y la derecha políticas.

La pregunta principal de la libertad -lo que origina los desafíos en torno a su teoría y práctica- proviene de su naturaleza intersubjetiva; uno nunca es externamente libre porque, en términos de Sartre, uno siempre es un objeto para el Otro. El hombre en una isla desierta no se preocupa de ser libre porque ninguna de sus acciones ofenderá a nadie o chocará con otra conciencia humana; sus acciones no tendrán consecuencias terribles en otros como él, y los cangrejos que caminen por la arena no lo verán como un objeto: no somos libres, cuando la presión del Otro está sobre nosotros. Esa presión tampoco necesita ser física. Incluso en el distanciamiento social y la cuarentena, todavía sentimos la presión de no actuar de una manera que transmita el virus a otra persona, en un deber casi Kantiano.

Esta idea de la libertad como algo que requiere al Otro siempre está presente en el sentido existencial, pero en algunas expresiones que han pasado a tomar importancia (o preponderancia mediática, que viene a ser lo mismo en este siglo XXI) últimamente en torno al uso del significante/concepto de “libertad” en el contexto de pandemia y las medidas políticas y sociales a las que se recurrió en respuesta a esta crisis (así como anteriormente otras expresiones culturales) y las ideologías como el objetivismo de Ayn Rand, libertarianismo, el laissez faire neoliberal, los gobiernos de derecha de Trump, Bolsonaro, e incluso pensamientos de Deleuze y Guattari o los comentarios de Giorgio Agamben sobre la pandemia y el estado de excepción (Agamben, 2020)), parece haber una tendencia a borrar a ese Otro de la ecuación de libertad: libertad propia sin el otro.

La cuestión más sorprendente detrás de estas manifestaciones puede ser quizás su fuerza e insistencia; la “libertad” es un concepto que fundó tanto naciones como masacres, y forma un núcleo central en las formas idealizadas de las naciones (ninguna más que los Estados Unidos, cuna de muchas de las expresiones ideológicas mencionadas). La libertad es una idea que trasciende las fronteras ideológicas, y si bien esto significa que diferentes elementos se tornan “opresivos” para diferentes líneas ideológicas o personas, estos ideales de libertad última y absoluta, de liberación total del yugo del Otro o de sus formas (familia, pasado, tradición, biología, Tierra), de la facticidad, en general algo es siempre sostenido en términos de una libertad absoluta.

Lo que parece ser la lógica detrás de esto es que, si la pregunta principal de la libertad es que su naturaleza intersubjetiva siempre requiere al Otro, si eliminamos al otro de la ecuación, no se elimina la libertad, sino la pregunta.

Por supuesto, el Otro no realmente deja de estar allí; como podemos ver en la insistencia en la libertad absoluta, no importa cuántas libertades pueda tener una persona, o el empuje constante de los límites ya establecidos por las libertades y deseos de otras personas; en formas de libertad absoluta, la fuerza deontológica del Otro parece ser incluso más fuerte en su aparente ausencia, porque hace que la "libertad" tome vida propia, como un fin en sí mismo en lugar de un medio para establecer una relación con el Otro, regulada por nuestras respectivas libertades. Si la presión de no actuar de una manera determinada por el Otro era pesada como el abrumador deber de Kant, esa pesadez no desaparece con el Otro, sino que se transfiere a la libertad en sí misma: hace que la libertad no solo sea el incuestionable -y egoísta- significante de lo bueno, pero también justificado por sí mismo, sin ninguna base fuera del deseo propio.

En un sentido libidinal, este proceso de exaltación de la libertad tiene una estructura más fuerte y homóloga de cómo Sigmund Freud hizo su análisis del fetichismo sexual (Freud, 1927): en Freud el fetiche es un objeto que recibió la carga libidinal desviada del falo que el niño cree que su madre posee, y reemplaza efectivamente los órganos genitales del sexo opuesto como un requisito para la satisfacción sexual. Ante la incapacidad de aceptar la castración de la madre, el pequeño hombre lo desmiente y erige un "monumento" que reemplaza y oculta su inexistencia, fabricando por sí mismo lo que se suponía que debía estar ahí.

Freud dice que este "monumento" -el objeto fetiche, sea lo que sea- refuerza la inversión libidinal original, y que "una aversión [...] a los genitales femeninos reales sigue siendo un estigma indeleble de la represión que ha tenido lugar". El fetiche marca el triunfo sobre la castración y lo protege a uno de lo que implica esa castración.

Y lo que implica la castración es una pérdida. En la dotación narcisista que Freud localizó, el pene es lo que está presente y no ausente, lo que permite, en su formulación de feminidad y masculinidad, que el sujeto sea activo, poderoso, para responder al mundo y utilizarlo, en lugar de dejar que el mundo lo use a él.

El peligro real de la castración, entonces, no es la pérdida del objeto, sino lo que el objeto/pene materno representa: la presencia de capacidad, de actividad y, por su contrario, el rechazo de una falta, de incapacidad, de inactividad. En términos de Lacan, aceptar la castración es reconocerse a sí mismo -resignarse- como carente de algo. El fetiche es, por lo tanto, un significante donde el sujeto proyecta su propia negación de impotencia, un significante que debe permanecer activo para que no se caiga el elaborado sistema que bloqueó esa falta, abriéndolo a la angustia de su propia castración. Freud luego en Esquema Del Psicoanálisis (Freud, 1938) aclara que el mecanismo de la desmentida no se limita a la situación del pene materno:

[...] el yo, en ese mismo período de la vida, con harta frecuencia da en la situación de defenderse de una admonición del mundo exterior sentida como penosa, lo cual acontece mediante la desmentida de las percepciones que anotician de ese reclamo de la realidad objetiva. Tales desmentidas sobrevienen asaz a menudo, no sólo en fetichistas; y toda vez que tenemos oportunidad de estudiarlas se revelan como unas medidas que se tomaron a medias, unos intentos incompletos de desasirse de la realidad objetiva. (Freud, 1938. p. 205-206)

Con la libertad, entonces, la presencia del Otro (persona, mundo, naturaleza, lo externo) siempre trae consigo una falta: una falta de libertad. Entonces, ¿qué puede ser la resistencia a esta falta si no un fetichismo de la libertad, una omnipotencia como deseo donde en lugar de aceptar la falta (que es realidad objetiva, inescapable, como lo indica Freud), se construye un monumento que lo reemplaza para ocultar su ausencia, un monumento donde la libertad se convierte en el objeto fetichista que oculta su propia falta, duplicando su poder, convirtiéndose en un fin en sí mismo. Lo que se evita es una idea de la falta final, de una impotencia que reside en el hecho de que nuestra libertad está restringida por la presencia del Otro, y ese hecho ineludible exige responsabilidad de nuestra parte; la situación se refleja en el Otro, que tal vez no tenga esa responsabilidad ante nuestra impotencia en relación con él: aceptar nuestra propia impotencia siempre nos pone -nuestro cuerpo, nuestras inversiones libidinales y el cumplimiento de nuestros deseos- en peligro potencial ante el Otro. Uno no puede confiar en el Otro para que no ejerza su omnipotencia sobre nosotros sí, en primer lugar, uno no puede renunciar a su propia omnipotencia, aceptar la castración que la libertad produce.

En estos tiempos marcados por una interdependencia mutua (ineludible ahora) que es probable que muchos interpreten como impotencia -y resistan como tal- una visión libidinal de la “libertad como un fin en sí mismo” que vemos en las personas pueden ayudarnos a arrojar algo de luz sobre la fuerza y ​​la insistencia a veces desconcertantes que surgen de ciertas peticiones de libertad; como dice Freud en El Malestar En La Cultura, la vida en común es un juego de libidos en conflicto sobre objetos en conflicto; esto implica en gran medida el concepto de libertad de uso y sumisión, ya que es el principio que regula esos conflictos: El ideal de la libertad es cómo justificamos lo que otros pueden hacer por sí mismos y para nosotros, y cómo defendemos nuestros propios deseos y vulnerabilidades en el conflicto con el Otro.

Si vemos ciertas demandas extremas de libertad como esencialmente fetichistas, impulsadas menos por un proceso “puramente racional” capaz de una explicación coherente como parte de un sistema de pensamiento más amplio, y más como un saber no sabido, combinación de una fuerte inversión libidinal y el rechazo inconsciente de la ansiedad y la negación del peso existencial que el Otro tiene sobre nosotros, esto tiene implicaciones en un sentido psicoterapéutico. Freud estableció que una perversión fetichista no podía ser "tratada", porque simplemente no se presentaba a la persona como padecimiento (a diferencia de las neurosis); el sujeto realmente no desea que su fetiche desaparezca, porque no está mal, de verdad. Sin embargo, aceptarla y comprender sus causas contribuye en gran medida a garantizar que pueda formar parte de la vida sexual de una persona sin lastimar a nadie o causar problemas o daños.

También podría valer la pena considerar este camino hacia la libertad fetichista: incluso si la inversión libidinal en libertad absoluta persiste -y probablemente lo hará, es comprensible si algunas personas tienen más o menos tolerancia a la impotencia- el reconocimiento de su fundación en evitar la ansiedad y la aceptación de la inevitabilidad de la impotencia que se esconde detrás de esto podría reducir el peligro tóxico que tiene esta demanda de libertad absoluta. No es una panacea, pero el psicoanálisis nunca ha estado dispuesto a prometer eso.

 

Bibliografía

AGAMBEN, G. (2020). The invention of an epidemic. Recuperado de http://www.journal-psychoanalysis.eu/coronavirus-and-philosophers/?fbclid=IwAR1wyD5z7iP8MjqXkJXDifNaZ7qBZSavluXT53aNMWiwJfFTOzoGf_2sCL8

FREUD, S. (1927). “Fetichismo” en Obras Completas. Buenos Aires, Amorrortu, 1992. XXI, 143.

FREUD, S. (1938). “Esquema Del Psicoanálisis” en Obras Completas. Buenos Aires, Amorrortu, 1992. XXIII, 205-206.

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