El abuso sexual contra niños, niñas y adolescentes reviste una doble complejidad; la de ser un delito perpetrado puertas adentro, y, por ende, sin testigos y con altas chances de acabar silenciado, y la de impactar sobre una víctima que es propietaria de una vulnerabilidad estructural, en función de ser un psiquismo en vías de constitución y con una consecuente y necesaria dependencia al mundo adulto. Las víctimas de violencia sexual intrafamiliar experimentan una implosión en su psiquismo; encarnan un dolor inenarrable y, por ende, destinado a los rincones de su trémula y desgarradora soledad, navegando entre recuerdos crudos y silencios aplastantes, donde el horror se convierte en una única verdad.
Cifras de ese horror
Los números, las estadísticas, pueden resultar, para algunos, frías representaciones de una realidad mirada de forma fragmentaria e incompleta, al dejar fuera la singularidad que la hace única. Pero hay cifras que nos explotan en la cara, denunciando verdades escondidas y visibilizando caras ocultas de esa realidad.
Entendiéndolo así, a veces me convoca el juntar datos.
Cuantifiqué las E.T.V. (Entrevista Testimonial Videograbada o Cámara Gesell) que me encargaran en mi carácter de Perito Oficial del Ministerio Público de la Defensa, en el marco de causas de abuso sexual, enmarcadas en el Art. 119 del Código Penal. Esta sistematización, que podría ser objeto de otro espacio de trasmisión, en esta ocasión me permitirá fundamentar el interés por la temática que me convoca hoy a escribir.
En el estudio de estos datos, intenté establecer el porcentaje de las situaciones de abuso sexual simple, abuso sexual con acceso carnal y abuso sexual gravemente ultrajante (modalidades diferenciadas en el código).
Así mismo, procuré identificar la proveniencia del ataque sexual, separando aquellos en los que el agresor era ajeno al núcleo familiar de las situaciones de abuso sexual intrafamiliar, en las que, a su vez, se precisó el tipo de vínculo (padre/madre, padre/madre afín, abuelo/a, hermano/a y tíos/as o primos/as).
Analicé también la frecuencia, clasificándolas en situaciones aisladas o abusos reiterados.
Para sintetizar los resultados, alcanza con señalar que el abuso sexual contra niños, niñas y adolescentes (NNyA) perpetrados dentro del núcleo familiar, corresponde a un 70,73% del total de causas analizadas, pudiéndose identificar que el 34,15% se trató de la línea familiar directa (padres, abuelos o hermanos), y que el 48,78% de las veces estas interacciones se reiteraron en el tiempo.
Contemplando con mayúscula preocupación la frecuencia con la que estas violencias sexuales suceden en las proximidades del entorno de un NNyA, es que me resultó interesante pensar, particularmente, en el devenir afectivo y el tipo de impacto subjetivo de este grupo de víctimas sexuales, las víctimas del abuso sexual intrafamiliar crónico.
¿Qué pasa cuando pasan estas violencias?
Es, en un primer tiempo, necesario situar que el abuso sexual es entendido como aquella escena en la cual un adulto, abusando del poder que, en tanto tal, tiene, imprime un estímulo sexual inapropiado para la edad y el nivel de desarrollo psíquico, persiguiendo un fin auto satisfactorio (acto en el que prioriza sus propias necesidades, atropellando la subjetividad de su víctima).
Podemos observar, a través de la casuística, que existen modalidades diferenciadas de violencia sexual, dependiendo de las características de la situación abusiva (autor, modalidad, frecuencia, entre otros), características que irán delineando el tipo de consecuencias psico-afectivas.
La violencia sexual aparece representada en el imaginario social como una escena plagada de agresividad y sadismo, casi al modo cinematográfico, donde un depravado ataca de manera sorpresiva y brutal. Sin embargo, sabemos, que esas violencias son las menos frecuentes. En las escenas de los pedófilos, por ejemplo, la agresividad suele estar ausente, desplegando estrategias de “conquista” al niño que se fundan en la presunción de que éste “consiente” los intercambios sexuales. Así mismo, en las escenas de abuso sexual ocurridas dentro del ámbito familiar, el daño a nivel del psiquismo, por lo general, no es generado en una sola situación traumática, sino que se produce a partir de un tipo de relación que se gesta de forma lenta e insidiosa, a través de una multiplicidad de tímidas e imperceptibles interacciones entre el adulto y el NNyA, que van generando un efecto corrosivo en la subjetividad, llegando a provocar un estado de devastación psíquica, en muchos casos irreparable.
Los Peritos Psicólogos somos consultados en el proceso penal por la existencia de stress post traumático, de daño psíquico, de trauma psíquico, de las víctimas, conceptos todos ellos homologados por los magistrados, interesando aquí ubicar algunas distinciones teóricas, que no solo resultan de saliente interés académico, sino una guía a la hora de evaluar y, por ende, de asesorar.
En una primera instancia, me resultó clarificadora una diferenciación teórica realizada por R. Colombo (2018), quien alude al Daño Psíquico como “el daño que sufre un niño que vive una situación traumática de maltrato o abuso sexual en forma crónica y que es perpetrada por un adulto, de quien depende afectivamente”. Distingue este tipo de efecto del Trauma Psíquico, provocado por un tipo de maltrato que ocurre fuera de los muros familiares y cuya sintomatología estaría más asociada al estrés postraumático.
Todo tipo de ataque sexual ejerce un impacto en el psiquismo de un NNyA, ya que el abusador irrumpe, penetra, en el mundo del NNyA, tanto en el mundo real como en el simbólico, generando efectos implosivos en su subjetividad.
No obstante, creo que esta distinción que la autora nos ofrece respecto de las características de cada situación abusiva (las que podríamos sintetizar como abuso sexual intrafamiliar y abuso sexual extrafamiliar) es imprescindible para entender el devenir afectivo de las víctimas.
Podemos pensar que un NNyA que fue sometido al abuso o maltrato intrafamiliar de manera sostenida, sufre una conmoción tal que obtura el normal desarrollo evolutivo, tanto en el plano afectivo, cognitivo, social, físico; produce un daño psíquico de magnitudes incalculables que se pone de manifiesto en una alteración de emociones y cogniciones, distorsionando la visión de sí mismo, de sus capacidades y del mundo en general.
El NNyA que ha sido maltratado de forma crónica y que ha debido mantener el secreto de su tragedia, instrumenta mecanismos disociativos, tendientes a zanjar ese colapso afectivo atravesado, logrando o simulando algún tipo de ajuste a ese medio hostil; procura defensivamente integrar, con un enorme gasto psíquico, las dos versiones que tiene de este familiar, la del adulto a quien ama y necesita y la del adulto agresor, poco confiable, a quien le teme.
Estos NNyA son introducidos brutalmente a una escena en la que el agresor impone la sexualidad adulta, en su vertiente erótica, lenguaje que el niño no está preparado para decodificar.
Uno de los efectos más nefastos en el psiquismo infantil tendrá que ver con que el adulto abandona ese lugar que, a partir del contrato social, estaba, en cuanto a otro de los cuidados, llamado a ocupar; el de cumplir y hacer cumplir una ley ordenadora en la cultura, la ley del incesto.
S. Freud conceptualizó al incesto como lo siniestro (umheimlich), donde “um” es un signo de negación y “heimlich”, da cuenta de lo secreto, íntimo, familiar. En este sentido alude a aquello del orden de lo familiar que produce un extraño e innombrable horror.
El complejo de Edipo significa que la relación imaginaria, conflictual, incestuosa en sí misma, está prometida al conflicto y a la ruina… Para que el ser humano pueda establecer la relación más natural, la del macho a la hembra, es necesario que intervenga un tercero… hace falta una ley, una cadena, un orden simbólico, la intervención del orden de la palabra, es decir del padre. No del padre natural sino de lo que se llama el padre... (Lacán, 1997)
El significante del Nombre del Padre resulta un articulador que viene a ordenar el universo simbólico del sujeto y le permite habitar el mundo saludablemente, ¡vaya qué caos subjetivo implicará que ese, quien debería ordenar el mundo, en su lugar, viene perversamente a pretender un goce propio e incestuoso!
El incesto altera el orden familiar al enmarañar y confundir brutalmente los roles, produciendo una desorganización de los afectos, sentimientos y creencias. No hay un padre que pueda brindarle la continuidad del lazo generacional. El linaje queda fracturado. El incesto no reprime ni niega el parentesco, sino que aplasta, desintegra, penetra y aniquila. Frente al incesto nos encontramos con un vacío de nombres. (Cao Gené, 2013)
El incesto, será entonces, aquello horroroso que, por tal, deberá permanecer oculto, por lo que la cultura realizará sus esfuerzos por resistirlo, desoyendo el grito silencioso de las víctimas.
Es de destacar éste que es el punto en cuestión del presente recorrido, que tiene que ver con el lugar en el cual queda subsumido el NNyA víctima de estas violencias, atrapado en el más frío y solitario de los silencios.
B. Calvi (2005) aludía a que el abuso implica una vivencia de extrema soledad y constituye una situación límite para el mantenimiento del funcionamiento psíquico, en cuanto afecta el núcleo más personal y básico de la identidad: el cuerpo. Y expresa de una manera muy clara que
El silencio, estructurado en forma de defensa psicológica llamada negación o desmentida, rodea la práctica del incesto más que la del abuso. Ambos mecanismos, en un complejo interjuego, funcionan entre los miembros de la familia dejando a la víctima en un estado de soledad o impotencia absoluta. Estos mecanismos también operan en el imaginario social provocando reservas en la mención del abuso, que se acentúan en el caso del incesto. (p.24)
Eva Giberti (1998:21), refiere a los silencios que son exigidos a un hijo mediante la relación incestuosa, los cuales instalan un vínculo real y persistente en el tiempo, ubicando de esta manera al incesto como un delito con entidad propia, que resulta más invisibilizado aún que el abuso.
Es interesante analizar, al momento de entrevistar a un NNyA víctima de estas violencias, las circunstancias del develamiento, pudiéndose advertir la dificultad de las víctimas para encontrar, dentro de su grupo familiar, receptividad para escuchar y alojar un relato de tales características, debiendo recurrir, en el mejor de los casos, a personas ajenas al núcleo próximo para poder contar.
F. Ulloa en su texto Sociedad y Crueldad (2005), da cuenta de que, desde sus orígenes, la humanidad viene procurando lidiar con sus instintos agresivos, no obstante lo cual, la sociedad ha ido desarrollando y sofisticando “dispositivos de crueldad”; llama “encerrona trágica” al dispositivo mediante el cual se despliega la crueldad. La encerrona trágica, tal como la describe el autor, es toda situación en donde alguien, para vivir, trabajar, recuperar la salud, etc., depende de algo o alguien que lo maltrata, sin tomar en cuenta su situación de invalidez. Siendo un concepto extraído del campo de los Derechos Humanos, sitúa en la encerrona trágica el origen de las psicopatologías sociales, ubicando a la tortura como paradigmática, ya que se organiza una situación de dos lugares (dominado y dominador) sin terceridad de apelación, sin un otro mediador a quien recurrir, alguien que represente una ley posible, que venga a garantizar la prevalencia del trato justo sobre el imperio de la brutalidad del más fuerte. En la encerrona trágica prevalece el “dolor psíquico”, un sufrimiento que se diferencia de la angustia por su infinitización y la desesperanza de que cambie esa situación de dos lugares.
Cabe, en este punto, utilizar este concepto de encerrona trágica, asimismo, para las descriptas situaciones de abuso intrafamiliar crónico, en las que el niño queda preso de un otro, a quien necesita para sobrevivir (tanto material y emocional como psíquicamente) y que, en cambio, lo maltrata o lo destrata, no pudiendo contar con un tercero de apelación válido, que lo arranque de esta modalidad vincular incestuosa y, en tanto tal, aplastante.
La intervención en el proceso penal
Sabemos que el aparato punitivo se mueve en base a corrientes políticas diversas, juegos de fuerzas que pulsean entre lograr una pena y garantizar así la seguridad de la sociedad, por un lado, y bogar por las garantías de los distintos actores, por otro. En ese tironeo, el sistema penal y estas causas, van transitando, lenta y desesperanzadoramente para las víctimas quienes no se sienten representadas y no logran comprender qué consecuencias tendrá, finalmente, el hecho que angustiosamente pudieron denunciar.
Es dable enfatizar en el deber de todos los actores que estamos frente al trabajo con víctimas de repensar, de forma constante, qué guía nuestras prácticas y, en tal sentido, abandonar la inocencia respecto a una posición objetiva y completamente aséptica. Poder analizar aquellos entrecruzamientos políticos que atraviesan nuestra mirada y nuestra escucha a las víctimas; especializarnos, asirnos de marcos teóricos que guíen nuestra labor, revisar nuestros posicionamientos éticos y apuntar a abordajes enfocados en las necesidades, particularidades y posibilidades de las víctimas.
El proceso penal pretende que los NNyA transiten las instancias testimoniales y evaluativas con apertura y puedan dar cuenta de esa verdad objetiva que el campo jurídico necesita. Instan a ese sujeto (que vive en un estado hipervigilante y de desconfianza ante el mundo adulto, vivencia fundada en la confusión que le ha generado su abusador) a relatar lo que podría ser la peor de sus tragedias personales.
El sistema penal en general tiene el deber de entender cómo han sido dañados estos NNyA, víctimas de estas violencias, para, desde allí, desarrollar intervenciones subjetivantes.
En la intersección discursiva entre la Psicología y el Derecho no debemos, los peritos psicólogos, quedarnos mareados y condicionados por las demandas del sistema, para poder pensar intervenciones, situacionales, que apunten al sujeto del sufrimiento, el de los síntomas, el del Inconciente; el sujeto de la clínica, porque, antes que nada, nuestra profesión apunta a un acto ético tendiente a aliviar el sufrimiento. De otra manera, caeremos en una penosa reproducción de la dinámica abusiva, que objetaliza y subsume a la víctima en el silencioso dolor del desamparo y la incomprensión.
Es menester entender que es mucho más lo que podamos dar en un acto profesional (equipos técnicos y magistrados) si dimensionamos el impacto que representa cada actuación en tanto huella, marca, en el psiquismo.
Hemos sido convocados a ocupar lugares prestadores de significaciones, por lo que nuestras prácticas deben estar a la altura de esta responsabilidad. Lugares estratégicos que podrían permitir a las víctimas reivindicar ese lugar del adulto como trasgresor y peligroso.
La sanción penal por el acto incestuoso, el hacer cumplir las reglas, debería oficiar de acción restitutiva, permitiendo al sujeto algún tipo de inscripción simbólica de la ley y devolviéndole, de este modo, una filiación posible.
Que los adultos que navegamos el laberíntico proceso penal reivindiquemos la ley, encarnemos la ley, la escrita y esa ley simbólica que reconduce a un NNyA a la “carretera principal” de la legalidad.
Que personifiquemos esa terceridad de apelación, que lo libere de la asfixiante encerrona de violencia.
Que podamos ayudar a sostener el peso de ese dolor que, también nosotros, estamos llamados a alojar.
Que nuestra mirada los rescate de los rincones de su trémula y desgarradora soledad.
Que nuestra escucha respetuosa tiña de tonos cálidos sus recuerdos crudos y despiadados y sus silencios ensordecedores, donde el horror se convirtió en una única verdad.
Ese debería ser el faro que nos guíe.
Referencias bibliográficas
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