Zulema hizo un bollo con el papelito donde estaba escrito el nombre del tipo. Tal vez convenga aclarar que la vieja no sabía leer, que para cualquiera que viviese en el conventillo su don era auténtico. En sus manos añosas, el papel fue perdiendo forma —un amasijo de pasta y saliva y tinta—, al tiempo que ella pronunciaba en voz muy baja las palabras, los rezos que sabía hacer siempre que auguraba.
—Nada bueno, m’hijita —gritó la vieja sin el más mínimo asomo de discreción—. Nada bueno, si te interesa.
—No, doña. No quiero saber más —contestó Beatriz apretando los dientes. Se levantó y recogió el bordado—. No necesito saber más. No grite…
—Nada bueno, te digo. Está muy claro.
La vieja trató de alcanzarla, pero Beatriz, que tenía veinte años menos y cierta gracia natural, le dio la espalda y se acomodó aún más lejos, a la sombra de la parra. Zulema quedó resoplando por el esfuerzo. Era una de esas matronas corpulentas que se mueven por la vida como si estuvieran cargando un ropero, sin siquiera doblar las rodillas. Su rostro tenía una fiereza poco común. Las malas lenguas decían que por su nombre —Zulema, con «z»— le había tocado el último lugar el día que repartieron las gracias. No era la madre de Beatriz, pero a veces sufría arranques de cariño, y pensaba que podría haber sido hija suya. Lo que tenía de fea, también lo tenía de buena y de astuta. Así compensaba.
—Busqueló al Luciano, ¿quiere? —dijo Beatriz—. Y haga lo suyo.
Zulema arrojó el papelito por encima del hombro y tomó la cuchilla de carnear, que era su herramienta de faena. Abandonó el patio con paso chancleta, gritando el nombre del muchacho. Beatriz la siguió con la mirada. Le habría reprochado aquella forma de llamar la atención, pero la vieja ya estaba fuera de su alcance. Todo en Beatriz era contención y recato: desde la punta de los botines lustrosos hasta el púdico rodete.
En la otra punta del conventillo, Margarita bajaba las escaleras. La muchacha tendría unos quince años, y ya en las maneras se le notaba la candidez: el paso vacilante, la mirada inquisidora, las manos como mariposas. Había heredado de su abuelo materno una cabellera cobriza y rebelde que los escalones habían despeñado sobre la frente.
—¿Necesita algo, mama? —preguntó con aire de preocupación.
Beatriz levantó la cabeza y clavó la mirada en los ojos claros de su hija.
—¿Me estabas espiando? —dijo—. Mejor no te metás, ocupáte de tus cosas.
—¿Quiere que lo llame al Luciano?
—No hace falta. Él ya sabe.
—¿Es por ese tipo? Digamé, mama. Está volviendo, ¿no? Y no deja títere con cabeza… Es por usted que vuelve, ¿no, mama?
—Te dije que no te metieras. Caminá pa’l fondo que no te quiero ver sin hacer nada.
La joven desapareció escaleras arriba, tragándose el resentimiento. Beatriz la siguió con la mirada. Se acomodó la cabellera trigueña apenas encanecida y se concentró en el resarcimiento de las heridas infligidas a su pasado. Sus manos se movían con rapidez sobre el bastidor, pero a esta altura del partido los estragos eran muchos.
Sí, alguien quería borrarla para siempre de la existencia. Tiempo atrás, Beatriz había tomado precauciones. Algunas de esas previsiones descansaban ahora en una caja de cartón, en el cuarto de Margarita. Quienquiera que fuese su verdugo había descubierto el secreto, y la estaba buscando. Y de paso estaba eliminando a todos sus hombres uno por uno. A cada uno de los que habían sido sus amores.
Dos días antes, había olvidado el nombre de su primer pretendiente: un santafecino que en época de elecciones, tiempo después de dejarla, se había empleado para los autonomistas. Era un morochón pendenciero, un poco mayor que ella, que por aquel entonces tendría unos…
Era inútil, ese detalle se había perdido para siempre, junto con el aroma de los jazmines del Botánico y el sabor de la limonada que tomaban juntos de tarde en tarde. Y no era lo único que había olvidado. La trama de sus recuerdos era una maraña deshilachada. Ahí había algo antes que ella lo olvidara, pero ya no estaba. Ni siquiera podía precisar si el tiempo que había pasado con el santafecino sumaba semanas o lustros; si las cosas compartidas se medían en besos o en hijos.
Si hasta el bordado le salía distinto, más chapucero. De alguna manera eso también se relacionaba con la ausencia de sus recuerdos.
Zulema volvió de la búsqueda, pero no estaba sola. El cura Roberto venía con ella, paquete de cuernitos bajo el brazo, autoinvitado para el mate de la tarde.
—Buenas y santas —saludó el cura—. ¿Cómo están todos?
La vieja caminó hasta la mesa. Mientras le daba a la chaira, intercambió una mirada significativa con Beatriz: No pude encontrar al Luciano, pero dejé dicho.
—Buenas tardes, padre. Sientesé. —Beatriz dejó el bordado en la silla y caminó hasta la escalera—. ¡Nena! Traé las cosas del mate y vení a saludar.
—Sí, mama. Ahí voy —contestó Margarita, asomándose a la ventana de la pieza que compartía con Zulema.
La joven todavía tenía en sus manos el pantalón gris que estaba zurciendo, pero su atención había estado en otra parte. O al menos eso delataban los ojos enrojecidos. Antes de que su madre pudiera verla, volvió a las sombras de la pieza. Dejó el pantalón sobre la silla, se restregó los ojos y entonces sí, sin pudor por aquel acto de amargura, se arrojó sobre el camastro y lloró desconsoladamente.
Lloraba por esa visión confusa y devastadora que se había instalado en su memoria algunos días atrás. Transcurría en un boliche, un lugar que ella nunca había visitado. El morocho tenía una herida mortal en el cuello y a duras penas podía sostener su dignidad en el estaño. Sangraba profusamente. A medida que sus facciones se apagaban en un rictus de dolor, el cuerpo se deslizaba hacia el piso de madera. El taita era de Santa Fe, de eso estaba segura. Las solapas olían a jazmines y, por motivos que Margarita no comprendía, su imagen evocaba la acidez de los limones verdes.
Era su padre.
Algunos comedidos atendían al santafecino, pero sacudían la cabeza con resignada impotencia.
Había otro en la escena: un hombre mayor que estaba de espaldas a la visión, como admirando la obra de su facón. Al principio Margarita no supo quién era, pero después lo reconoció por el porte: Nicanor.
La muchacha cerró los ojos y recordó, tratando de no perder esa postal ajena: el único dato que jamás había tenido sobre su viejo. ¡Quién sabe cuántas leguas había recorrido ese recado póstumo hasta llegar a este conventillo de Palermo, y metérsele en la sesera sin siquiera pedirle permiso!
Y en ese recuerdo, como dándole marco a la visión, se mezclaban también las manos de su madre. No era una presencia visible, pero ahí estaban. En esa visión Beatriz era más moza, más inocente: una persona con quien Margarita podía identificarse.
Poco a poco la muchacha se recompuso, y fue como si naciera de nuevo. Se sacó el dedal, abrió las ventanas y acomodó el pantalón gris en el respaldo de la silla. Lo hizo con cuidado, siguiendo la línea del planchado tal como le había enseñado su madre.
El zurcido.
Sus ojos comenzaron a ver cosas que nunca había notado, detalles en la tela que sólo los años y la experiencia podían revelar. La forma de las puntadas, por ejemplo. Las manos de Margarita, siempre torpes, se reconciliaron con la aguja y el hilo. Supo —casi podía escuchar los regaños de Beatriz diciéndole que era capaz de hacerlo mejor. Pero intuyó que esa habilidad era ajena, que no le pertenecía.
Preparó el mate mecánicamente, aturdida por la visión que bailoteaba entre sus pensamientos. Cebó los dos primeros para ella y bajó las escaleras pausadamente. Con una cadencia que tampoco le pertenecía.
—Vaya, hija —ponderó el cura—. Este mate está muy bueno. Mejor que el de la otra vez.
—Una aprende, padre. Cebesé usted, por favor, tengo que hacer. Permiso, mama.
En el fondo del patio, Zulema reñía con las moscas. Mientras la cuchilla iba y venía sobre el acero de la chaira, pensó en alguna maldición adecuada para la ocasión. Algo desagradable que pudiera espantar las moscas. Su marido siempre decía… ¡quién sabe! Algo que las mantenía a raya. Desde la muerte del viejo, hacía tres años, no podía recordar las palabras. Se había llevado la frase a la tumba y las moscas venían a visitarla de tanto en tanto.
Fue en ese tiempo que Zulema le tomó la mano a la cuchilla y empezó a ganarse el pan a fuerza de carne y cebo y hueso.
Pero las moscas alguna cosa presagiaban, algo que no estaba en su oráculo.
En la otra punta del patio, Beatriz se acercaba al cura Roberto.
—Padre, yo… —titubeó—. Quiero confesarme.
El cura dejó el cuernito de grasa sobre la mesa y miró el rostro afligido de la mujer. Se malició algo, pero no dijo nada. Sacó de la galera una sonrisa insípida y circunstancial, un firulete del oficio, para que no se le notara el asombro.
—Bueno, sí. Desde luego —dijo—. Cuando quieras.
—Ahora.
Roberto nunca había sido un sacerdote muy ceremonioso, así que terminó el cuernito, se limpió los dedos en la servilleta y sacó del bolsillo de la chaqueta una estola del color del otoño. Después de colocársela, se acomodó un poco más cerca de la mujer.
Beatriz levantó la mano para persignarse, pero sus dedos quedaron pendiendo en el aire, a centímetros de la frente.
—¿Qué pasa hija?
La mujer sonrió, como desorientada.
—No me acuerdo. Le juro que no me acuerdo.
—¡Salí maula! Aquí te espero.
Nicanor soltó el desafío con un grito airado, casi teatral. Pero las últimas tres palabras sonaron diferentes: una invitación a lo inevitable. Iba vestido de negro, a pesar del calor sofocante. Su presencia mantenía a distancia a perros y cristianos por igual.
Estaba parado en la esquina del boliche que frecuentaba su presa. Le había seguido el rastro durante un día y medio, pero al final le habían informado bien.
La presa, Saulo, era un taita arrugado por los años, cuya fama todavía metía respeto. Estaba entonado por uno o dos vasos de ginebra, así que salió sin apuro.
—No grite, chambón. ¿O quiere avispar a la milicada?
Saulo hizo una pausa que era pura arrogancia. Alguna vez había sido un lindo mozo pelirrojo, pero el tiempo había pasado y ya no tenía nada de mozo y menos de pelirrojo.
—Además, los recuerdos lo preceden —agregó, mientras estudiaba a su adversario—. Veo que hizo hocicar al santafecino.
—Y no fue el único —respondió Nicanor—. Así que la elección es suya, viejo.
—¡Viejo los trapos! No pienso olvidarla. Y tampoco quiero que ella me olvide. ¿Para qué le sirven esos recuerdos? Fijesé bien lo que me está pidiendo. ¡Beatriz es mi hija, carajo!
—Más le valiera a ella no haber nacido —escupió Nicanor.
—Vas a pagar por esa boca que tenés…
El viejo se lanzó facón en mano sobre su adversario, pero éste se apartó y desvió el golpe.
Los primeros parroquianos se atrevieron a salir del local y formaron un círculo alrededor de los contrincantes. La pantomima parecía conocida. Aquellos que alguna vez se habían jugado el todo al filo del facón sabían que Nicanor lo estaba aguantando. Cinco o seis arremetidas como ésa y el viejo terminaría entregado. Era una pelea despareja: Saulo rozaba los setenta, y por más vivaces que fueran sus movimientos se notaba de lejos que había perdido los reflejos.
—¡Sosiegue, hombre! —gritaban los que estaban más atrás.
—¿No ve que es un viejo?
—Cobarde. ¿Por qué no se mete con uno…?
Nicanor lanzó una finta y ganó un espacio, justo por encima del cuello, que aprovechó para marcarle la cara al viejo.
—Sabandija —bufó Saulo lamiéndose la sangre—. Ésta me la vas a pagar.
—Ya le dije: la elección es suya. Yo estoy jugado.
—Pero digamé por qué —graznó el viejo.
—Lo suyo no es saber por qué, sino olvidarla. Y yo voy hacer que la olvide a fuerza de golpes y tajos si es necesario.
El viejo cambió el facón de mano, como en su juventud. Buscó en el cambio de guardia de su contrincante algún hueco que le permitiera terminar rápido la faena. La zurda lo hacía más peligroso y los que lo conocían sabían muy bien que Saulo no hablaba por hablar. Cuando se la juraba a alguien, ése era finado. Claro, habían pasado veinticinco años desde la última vez.
Otra finta de Nicanor. El viejo cuerpeó ese amague y trazó un arco con el filo de su cuchillo, pero no encontró nada a su paso. Mejor para él, pensó, y en ese momento uno de los parroquianos le gritó algo que él no entendió . Arremetió una vez más, pero con suerte tan fea que tropezó, cayó y se hirió en el costado con el facón del otro. Era un tajo fulero. Si Nicanor hubiese querido, habría podido ultimarlo ahí mismo. Pero no se movió.
—Olvidesé, don Saulo —apuró —. Ella no vale la pena.
Detrás del viejo, una mujer rompió a llorar. Tendría unos treinta y cinco años. Los otros que estaban con ella la reconocieron en seguida: Rosalía, la otra hija de don Saulo.
—¿Es cierto, tata? —gritó consternada. Avanzó entre los vecinos para encarar a su padre—. ¿Cómo no me dijo que tengo una hermana?
El viejo miró con cuidado a Nicanor por encima del hombro de la mujer. Cada una de las arrugas de su rostro enviaba un único recado: ¿por qué?
Quiso pararse pero no pudo.
—Elija, don Saulo —desafió Nicanor.
—¿Quién? ¿Qué está pasando? —chilló el viejo.
—No vale la pena —insistió el guapo. Iba a decir algo más, pero se llamó a silencio. Algo en el viejo estaba mal.
Rosalía abrazó a su padre y lo ayudó a ponerse de pie.
—Ya está —le suplicó ella a Nicanor—. No tiene por qué seguir adelante. Él ya la olvidó.
—¿Qué cosa? —gritó el viejo— ¡Yo no me achico, carajo!
Apartó a la mujer y nuevamente se puso en guardia. Cambió el facón de mano y tomó aire con dificultad. Era a matar o morir, ése era el único código que Saulo entendía, aunque a esta altura de la riña ya no recordara por qué tenía que pelear.
Rosalía se interpuso entre los dos.
—Soy yo —le dijo al otro—. Usted tiene que matarme a mí, no a él. Él ya se olvidó. Si por él fuera, seguiría peleando hasta que se olvidase de quién es. ¿Es eso lo que quiere? ¿Seguir con la carnicería hasta que ninguno de los dos recuerde el porqué? No hace falta, vealó. Se ha olvidado de ella.
—Salga, mujer —dijo el viejo—. ¿Qué se anda metiendo?
—¡Callesé, tata! —contestó ella—. Usted no sabe nada, ya la olvidó. Y todos esos recuerdos que usted tenía, ahora los tengo yo.
Nicanor limpió el facón en una brizna de hierba y lo cruzó por debajo del cinto.
—¿Y cómo se explica? —preguntó.
—Ya lo ve. Si Beatriz es hija ’e mi tata, entonces también es mi hermana mayor.
Rosalía se acercó a su padre y cortó una lonja de su vestido para taparle la herida. Cerró los ojos mientras anudaba el improvisado vendaje.
—Con cada herida que usted le hacía, esos recuerdos se me venían encima. Le juro, yo nunca había conocido a mi hermana, pero ahora la recuerdo bien. Su primera comunión, por ejemplo, y ese berretín que tenía de hacerse la señal de la cruz al revés. O el sabor del vino patero que empezó a tomar cuando tenía ocho años. El olor de los caballos la tarde en que mi tata la abandonó, allá en la Capital, para venirse a vivir a este pueblo. —La mujer suspiró—. La memoria es muy caprichosa, ¿sabe? Nunca se puede decir adónde va a ir a parar. Por más que quiera, usted no puede llevarla de las riendas, ni destruirla. Se escapa. Y sin embargo, la verdad siempre se descubre. Vea a mi tata. ¿De qué le sirvió esconderme la verdad por tantos años? Ahora yo llevo todos sus recuerdos: todo lo que él sabía de Beatriz y, por añadidura, todo lo que ella había depositado en él.
Rosalía hizo una pausa para digerir la última frase: todo lo que ella había depositado en él.
—Mi hermana es muy especial, ¿sabe? Es como el cuco, ese pájaro de las Europas que deja sus huevos en nido ajeno. Y para su desgracia, señor, ella tiene muchos nidos. Muchos hombres que han consentido guardarle los recuerdos.
—Es una perra condenada —respondió Nicanor—. Pero cada vez estoy más cerca, no se imagina cuánto. Tiene las horas contadas.
—Usted quiere algo de ella —dijo la mujer, acercándose al guapo—. Pero le prevengo: es una imprudencia, ¿me escucha? Hay cosas sobre las que no puede tener control.
La mujer se volvió un instante para mirar a su padre que, a esta altura de su lesión, apenas podía articular palabra.
—Vealó —dijo—, tiene que creerme: ni yo ni mi tata sabemos por qué usted se está tomando tanto trabajo. Eso es asunto suyo. Pero una cosa es segura: si yo puedo recordar todo esto, entonces Beatriz lo ha olvidado. Para cuando usted llegue a la Capital, no será ni la mitad de la mujer que solía ser. Hágame una gauchada: ¡vayasé, déjenos en paz! Aquí no tiene nada más que hacer.
Beatriz había abandonado el bastidor en algún lugar del conventillo y ahora estaba acostada en su propio lecho, haciéndole frente a un malestar repentino.
—Tome, Beatriz —dijo Zulema—. Esto le va a sentar.
La vieja sostuvo un vaso lleno hasta la mitad. Beatriz se acomodó en la cama todavía sin desarmar.
—¿Qué pasa, Zulema? —interrumpió Margarita.
—Nada. Tu madre estuvo devolviendo. Pero ya está… Fue el vino, que le ha caído mal.
—¿El vino? —preguntó la muchacha levantando una ceja.
—Nunca le había pasado —explicó la vieja—. Si toma desde que era chica… Es como si su cuerpo hubiese olvidado la forma de digerirlo.
—¡Qué me diste, Zulema! —exclamó Beatriz—. Esto no tiene gusto.
Su voz crujía como un papel que se arruga. Reseca y vacía. Así se sentía también Beatriz. Margarita probó del vaso y miró a Zulema haciendo un mohín.
—Es limonada, mama —contestó la muchacha—. Para mí está bien.
—Llevateló, Zulema —dijo Beatriz—. ¡Ya estoy mejor!
Fue como si tratara de conjurar su propia debilidad con esas tres palabras.
—Ahora necesito tomar aire —agregó.
—¡Quedesé en la cama, mama! Yo le abro las ventanas.
—¿Y desde cuándo usted anda dando órdenes, si se puede saber?
—Lo habré heredado de usted, mama.
—¿Vino el Luciano? —preguntó Beatriz, cambiando de tema y de interlocutor.
—Sí —respondió Zulema—. Está abajo, hablando con el cura.
—Llameló, y déjenos solos que tenemos que hablar.
La vieja frunció el ceño y salió obedientemente del cuarto. Cuando Margarita quiso hacer lo mismo, su madre la detuvo con un ademán.
—Esperáte. Andá a tu cuarto y traéme las tarjetas que te mandé escribir. Traélas todas. Después conseguíme el bordado, que lo dejé en la silla. Y avisále al Luciano que nos espere hasta que terminemos.
Luciano ya estaba parado en la puerta de la pieza. Cuando Margarita salió, él cabeceó: Ya escuché, espero aquí.
—¿Lo supiste? —le preguntó la muchacha—. ¿Supiste lo de… papá?
La pregunta incomodó al muchacho. Le costaba llamar «padre» a aquel desconocido. Tal como suponía Margarita, Luciano también había heredado su cuota de recuerdos del santafecino. Pero, por la forma en que contestó, se notaba que ese legado no lo hacía feliz.
—Sssí —dijo, arrastrando la afirmación. Cambió de postura y miró directamente a los ojos de su hermana—. Pero eso no me va a pasar a mí. No te preocupés, hermanita.
—¿Y cómo fue? —preguntó ella con ansiedad.
—Tenía gusto a tabaco, del barato. Ahora sé cómo se defendía en el duelo y ya no me tiembla tanto el pulso cuando empuño mi facón. Debe de haber sido bueno con el facón, y ahora yo también lo soy.
—Olía a jazmines…
—No, olía a naftalina —corrigió Luciano—. Supongo que no salía mucho. Parece que conoció a una percanta, allá en Rosario, y se juntó con ella. Pero eso es cosa del pasado: ahora la mina debe ser escracho.
—Metéle, Margarita, que no tengo todo el día —interrumpió Beatriz, quebrando la semblanza en cien pedazos.
La joven echó una mirada rápida a su madre y se dirigió a su pieza marcando el paso.
Luciano cambió su cordial sonrisa por una expresión adusta. Un gesto que no le pertenecía. Esa tarde había comprado tabaco suelto. Sacó un papel y se entretuvo armando un cigarrillo.
Cuando su hermana volvió con las tarjetas, el cigarrillo estaba prendido.
—¿Desde cuándo…? —comenzó a preguntar Margarita. La respuesta apareció en sus labios antes de que el muchacho terminara la pitada—: Desde hoy.
Contrariada por aquel hábito nuevo de su hermano, la muchacha entró como tromba en la habitación de Beatriz. Llevaba una caja de cartón sin tapa. Dentro de aquel arcón improvisado había unas trescientas tarjetas de papel grueso, agrupadas caprichosamente de a veinte o treinta. Los fajos estaban atados con cintas de distintos colores y se notaba que habían sido armados en épocas distintas: aquí un retazo de tela floreada, allá una cinta de raso verde o tres vueltas de lana gris. En las tarjetas había miles de anotaciones: nombres y lugares y acciones y calificativos de todo tipo, pero para Margarita no significaban nada. Sólo su madre sabía el porqué de cada atado.
—Ponélas acá —indicó Beatriz, y la muchacha dejó la caja sobre la manta.
La mujer tuvo el impulso de abalanzarse sobre las tarjetas, pero se contuvo al ver la expresión de su hija.
—Ayudáme —le dijo—, buscá alguna que diga «Santa Fe». Que diga «autonomistas»
Beatriz levantó un fajo y comenzó a pasar las tarjetas.
—Y «jazmines», y «limones» —agregó Margarita.
—¿Y vos qué sabés? —preguntó Beatriz levantando la cabeza. Sus ojos estaban muy abiertos. Se puso pálida y su piel se perló de sudor.
—Porque entre el santafecino y usted… —Margarita eligió mejor las palabras—. Él era mi viejo. Y ahora que murió…
La muchacha no pudo seguir hablando. Beatriz levantó el tarjetero y lo arrojó contra la puerta, rozando apenas el hombro de su hija.
—¡No! —gritó—. ¡Eso es mentira, estás inventando!
En ese momento Luciano atravesó la puerta y, antes de que Beatriz pudiera lanzar algún otro objeto, la tomó por las muñecas.
—¡Es cierto, vieja! Yo también lo recuerdo —declaró el muchacho.
—Pero yo no… —dijo Beatriz y entonces lloró, como hacía años que no lo hacía.
Poco a poco las lágrimas le devolvieron el color, y su expresión pasó de la palidez a la enajenación.
—Habláme de tu padre —pidió Beatriz, y ahora era ella quien retenía a Luciano por las muñecas—. Contáme, por favor. ¿Cómo era? ¿Cómo se llamaba?
Al ver que su hijo dudaba, la mujer lo empujó hacia atrás y se levantó de un salto.
—¡Hablá, mierda! Decíme cómo besaba, cómo amaba a sus mujeres. ¿Me quiso? Contáme por lo menos si me quiso. Desembuchá, decíme si valió la pena.
Beatriz tomó un abrecartas y lo apoyó en la garganta del muchacho.
—¡Batíme la justa, carajo! ¡No te hagás rogar!
Luciano habló. Dijo todo lo que sabía.
Sin que nadie se diera cuenta, la trinidad maleva se estaba conjurando. Uno que rezaba al pie de la escalera, una que buscaba en el hígado de un cordero las pistas de aquel oráculo esquivo y socarrón, y uno que cabalgaba como llevado por el diablo en dirección al conventillo, siguiendo el rastro certero de las memorias ajenas.
Y cuando esos recuerdos faltaban o se volvían confusos, allí estaban las moscas para señalarle la huella.
En algún lugar del conventillo, el bastidor con el bordado era un lío. Los hilos se deshacían al contacto de la brisa, dejando aberraciones incorregibles en la tela.
Ya eran más de las ocho de la noche y el padre Roberto, que había salido por un momento a la calle, regresaba con rostro preocupado.
—Ahí viene —dijo, pero no había nadie en el patio para escucharlo—. Es el Nicanor.
El cura empuñaba un rebenque de tamaño respetable y todavía llevaba la estola al cuello.
—Maldito sacramento —blasfemó en voz baja al darse cuenta de ese detalle—. ¡Quién me manda…! ¡Luciano! ¡Es el Nicanor!
El muchacho bajó la escalera en tres zancadas y se detuvo junto al sacerdote, como si éste dominara la situación.
—Margarita me dijo. Ahora usted también está complicado. Ella dice que si somos dos, por ahí…
—No, pibe. Estás equivocado. Nicanor no te está buscando. Tu madre se cuidó muy bien de dejarte afuera. Vos no tenés nada que él quiera, en cambio yo… ¡Maldito sacramento! —El cura miró de reojo la puerta de calle—. Escucháme bien, yo te voy a decir lo que tenés que hacer: andá con tu hermana y con Beatriz y no las dejés solas. Llegado el momento, vos vas a ser la última esperanza.
—No voy a dejar que él la mate, padre —dijo el muchacho, mostrándole el cuchillo.
—¿Matar? ¡Ja! Ojalá fuera eso. Yo te estoy hablando de condenación. Andá, apuráte. Estoy oyendo el tranco de su caballo.
Zulema entró desde la calle. Parecía desorientada, tenía el rostro congestionado y el delantal estaba manchado con sangre de algún animal.
—No funcionó —dijo.
—Dejesé de gualichos, doña —le dijo el cura—. Ahora vaya con Beatriz.
—No, mi lugar está acá abajo —contestó la vieja, mientras trataba en vano de cerrar la puerta de calle.
—¿Y qué piensa hacer? —preguntó el cura.
En ese momento, Nicanor pasó por delante de la mujer. Iba prolijamente vestido de paisano, todo de negro, y llevaba un cinturón tachonado con monedas de plata. Una vez en el patio, se volvió hacia Zulema.
—Es al ñudo, señora. El único que sabía cómo mantenerme a raya era su marido y hace rato que espichó.
—Tres años hace, ¡que Dios lo tenga en su gloria!
—Lo dudo, señora. Lo dudo. Pero algo tengo que reconocerle a ese varón. Durante todo este tiempo supo esconder el alma de esta perra condenada. Ahora que ya es finado… —Nicanor avanzó otro paso y se volvió hacia Roberto—. Así y todo tardé tres años en encontrarla. Tres años de revolver el avispero de las memorias ajenas, a ver qué pescaba. Y esos años me pesan en las tabas.
—Volvé por donde llegaste, que de aquí no vas a llevarte nada. Y decíle a tu patrón que muchas gracias, pero ya le vendimos a otro.
—Ese alma es mía… de mi patrón. Yo se la compré a Beatriz.
—¿Y a qué precio, si se puede saber? —intervino Zulema.
—¿Usted lo pregunta? ¿No le contó su esposo? Ya a los veinte años esa paica estaba condenada. Un yiro, una puta: eso era. Quién sabe qué hubiera sido de ella si yo no hubiera estado allí para concederle un milagro.
—Esa palabra no te cabe —sentenció el sacerdote.
—Tiene razón. Un favor, si usted prefiere. Un buen día, por cariño a un santafecino, ¡que el infierno se lo lleve!, ella me pidió que le devolviera la virtud. Al principio me reí, ¿sabe todos los tipos que tuvo? Pero después me palpité un buen filón para el patrón, así que intercedí. Su cuerpo se olvidó de los maltratos y de la mala vida. Así como quien no quiere la cosa, la gilada también se olvidó de su índole. ¡Ja! Una joyita quedó.
—Andá saber con qué la engrupiste.
—Yo no la engrupí. Ella pidió y mi patrón concedió. ¿No lo ve? Le guste o no, ésa es la verdad. Al contrario, ella me engrupió. El brujo de su marido, doña, me la aleccionó. Yo hubiera preferido llevarme su alma sin resistencia ninguna, pero tuve que rastrearla. ¡Tres años fueron! Y con cada recuerdo que liberaba de esos pobres infelices que ella usó, estaba más y más cerca. —Nicanor se plantó delante de Roberto—. Ahora, padrecito, hágase a un lado.
—Sobre mi cadáver.
—Sobre su alma, y acepto.
El cura se envolvió la mano izquierda con la estola. En la derecha tenía el talero. Nicanor tomó distancia, flexionó las rodillas y se inclinó hacia adelante, como ofreciendo un blanco para la lonja de cuero. Era una treta. Al primer amague, el guapo esquivaría el ataque inclinándose a un costado y buscaría un hueco donde pudiera meter el arma, justo por debajo del brazo del otro. No era un peleador muy ortodoxo, pero tenía técnica.
Roberto lanzó el primer talerazo hacia el lomo del infiel, pero el otro aflojó una rodilla y esquivó el golpe. Todo sucedió en una exhalación. El cuchillo de Nicanor entró por el espacio que el cura había dejado, pero se quebró sobre la empuñadura al rozar la estola.
Nicanor miró incrédulo el mango de su facón, pero no tuvo tiempo de maldecir. El rebenque temblaba impaciente en las manos de Roberto, que lo descargó una, dos, tres, setenta veces siete sobre la cabeza y el lomo del infiel, dejándolo medio muerto en el piso del patio.
Con esfuerzo notable, y a medida que la furia iba menguando, el sacerdote recuperó el resuello. El escarmiento le había dejado el brazo dolorido y la cabeza le latía con fuerza.
En una esquina del conventillo, Zulema se persignaba, una vez por cada rebencazo. Después continuó haciéndolo hasta que Roberto le dio la espalda al cuerpo y se dirigió hacia ella.
—Ya está —dijo el sacerdote, que todavía bufaba y resoplaba—. Misión cumplida.
—No se fíe, varón. No se fíe —le contestó ella.
Mientras tanto, Beatriz deliraba en el piso de arriba: gritaba y se retorcía en la cama, y pronunciaba frases incomprensibles, acaso un rejunte azaroso de los idiomas que había escuchado en su juventud. Luciano y Margarita trataban de calmarla, pero era inútil. Nada podía volverla a sus cabales.
En medio de esa babel, las tarjetas habían volado por toda la habitación. Los nombres, hábitos, lugares, acciones y objetos, antes prolijamente relacionados por los fajos, ahora yacían esparcidos en el suelo y la cama y la mesa de luz y las baldosas del otro lado de la puerta, sin más orden ni concierto que el que les imponía la casualidad.
En algún lugar del conventillo, el bastidor con el bordado se prendió fuego, un fuego sulfuroso que remitía a otros nombres y a otras presencias. En el piso del patio, a tres pasos del sacerdote, los dos pedazos del facón del Nicanor volvieron a ser uno. Literalmente se fundieron.
Entonces la trinidad se rompió. La figura de Nicanor se elevó detrás del cura y, antes de que éste pudiera girar, clavó su cuchillo por debajo de la paleta, con la inclinación exacta para llegar al corazón.
El cura reculó y su espinazo pareció quebrarse en dos. En vano intentó erguir el cuerpo descangayado. Sintió que su alma se desprendía y entraba en una prisión terrible e imperecedera.
Zulema contuvo un grito de terror. Nicanor extrajo el cuchillo del cuerpo de su víctima y lo limpió en el pantalón negro. Ahora había sólo dos en el patio. Sólo se oía era el murmullo de Beatriz, una suerte de rosario incoherente.
—Mandinga siempre ataca a traición —dijo Nicanor—. Debería saberlo, señora.
Margarita se asomó por la ventana del cuarto de Beatriz.
—¿Y de qué le va a servir? —gritó—. Venga, suba. Pero no le va a servir de nada. Ella ya no es Beatriz, lo ha olvidado todo. Absolutamente todo.
—Eso no importa, quiero su alma. ¡Beatriz! Comparezca, mujer.
—No lo escucha —insistió la muchacha—. Hace rato que ya no escucha ni entiende nada. Ahora habla como en sueños, balbucea como un bebé. ¡Ha perdido el juicio!
Zulema, que hasta ese momento no había terciado palabra, tomó la cuchilla de faena y con un golpe categórico hizo volar la faca del guapo hasta la otra punta del patio, dejándolo desarmado. El rostro del malandra cambió de súbito. Presintió la verdad y supo que había sido una pifia suya. De nadie más.
—¡Vayasé! —le dijo Zulema mostrándole la carnicera—. ¿No se da cuenta, abombado? El pellejo de Beatriz está en esa pieza, pero el ánima ya espiantó. Cuando achuró al cura también cortó el último lastre que la ataba al mundo. Su último recuerdo. Se fue…
—Pero yo necesito su alma —gimió Nicanor, y su porte era el de un patético linyera.
La vieja dio un paso al frente y clavó su mirada fiera en el enviado de Mandinga.
—Entonces vaya y demuestre que es hombre. Adéntrese en la locura y rescate el espíritu de esa pobre piantada, aunque más no sea para que se pudra en el Infierno. —La vieja sonrió—. Lo compadezco, ¿sabe? Pero ojalá lo consiga. El Infierno, en comparación, será para ella un acto de misericordia.
Alejandro Javier Alonso (Buenos Aires, 1970) es escritor y periodista tecnológico.Técnico en Electrónica,cursó varios años de la carrera de Ingeniería en Electrónica en la Universidad Tecnológica Nacional. Fue ganador Premio UPC de novela corta de Ciencia Ficción (2002), con La ruta a Trascendencia, y del Premio Ciudad de Arena a la Revelación Literaria (2003). Entre sus obras publicadas se encuentran: "Demasiado Tiempo", "El decimocuarto día", "Postales desde Oniris", "Un olvido fortuito", "Vuelvo al pie", y Trueno negro.