La familia es uno de los primeros contextos sociales del desarrollo humano. Sin embargo, ha tenido escasa presencia en los currículos universitarios tradicionales. Hoy la terapia familiar se encuentra ante el desafío de cumplir la expectativa social de ser un lugar de referencia en un contexto descreído de las creencias de validez general.
A partir del siglo XIX, la antropología, la etnología y la sociología se interesaron por la familia como motivo de estudio, comparando su existencia y diversidad en diferentes regiones geográficas y culturas y en distintas épocas históricas. El conocimiento científico se introducía en un tema que hasta ese entonces, como otros muchos temas, había sido patrimonio de la religión.
Las teorías sobre su origen y el sentido de su constitución admitieron varias versiones. El estudio comparativo de la familia entre los diferentes pueblos y culturas suscitó polémicas y llamativos cambios de orientación en el corazón del pensamiento antropológico.
Durante el siglo XIX y principios del siglo XX, los antropólogos trabajaban bajo la influencia del evolucionismo biológico. Su idea era ordenar los datos de forma que coincidieran las instituciones de los pueblos más simples con una de las primeras etapas de la evolución de la humanidad, mientras que las de la modernidad corresponderían a las etapas más avanzadas de la evolución. Así, por ejemplo, la familia basada sobre el matrimonio monógamo —que en nuestra sociedad se consideraba la institución más loable y apreciada— no podía encontrarse en las sociedades salvajes, eso era propio de las sociedades típicas de los albores de la humanidad. Se inventó, caprichosamente, una periodización de la historia en etapas «primigenias» en las que rigió el «matrimonio de grupo» y la «promiscuidad». Se acudió, por consiguiente, a una distorsión y a una interpretación errónea de los hechos. El inicio de los tiempos se explicaba por el contraste de una sociedad bárbara que desconocía las sutilezas de la vida social, presentadas como propias del hombre civilizado posterior y actual. Las diferencias entre culturas se catalogaban cuidadosamente como vestigios de un tipo más ancestral de organización social.
A medida que los estudios de arqueólogos, antropólogos e historiadores avanzaron, la acumulación de nuevos datos hizo evidente que el tipo de familia característico de la civilización actual ─basado en una pareja monógama, unida mediante algún ritual específico de matrimonio, establecida independientemente, cultivadora del afecto mutuo y hacia sus hijos─, si bien muchas veces se presentaba sumergida en una trama de relaciones más extensas, fue siempre predominante. Esto ocurría más allá de la simpleza o complejidad de la organización social o del nivel tecnológico alcanzado (Levy-Strauss, 1983).
El saber actual concluye que ─más allá de lo que pudiera haber ocurrido en un origen aun hoy inaccesible─, con pocas variaciones, la vida familiar estuvo presente y está presente en prácticamente todas las sociedades humanas.
“Papá, mamá y los chicos” es un fenómeno predominante de las relaciones humanas, aun en la más amplia diversidad cultural. Las excepciones a esta regla indican que si bien posiblemente no es la familia una necesidad imperiosa o natural de la vida social, ha sido históricamente una necesidad general.
Los patrones de conducta que definen rituales de unión, reproducción y crianza, compartidos de algún modo en un marco de derechos y prohibiciones sexuales, legales, económicas y en un régimen de lealtades afectivas sustentadas en el amor, el temor y un código de respetos mutuos ─legitimadas por la tradición y las costumbres─, han registrado transformaciones, en general relacionadas con el modo de producción y el trabajo. Pero aun así persisten y constituyen invariantes que permiten pensar a la familia como un universal.
Familia y Psicología
El origen de la inquietud por lo psicológico se pierde en los tiempos remotos, en la mitología, la filosofía y la religión. Aquellos orígenes estaban signados por la preocupación en las relaciones del hombre con los dioses y luego en nuestro mundo y con Dios.
Podría decirse que el “hombre” (que entonces, obviamente era un varón) primero buscó un lugar entre los dioses del Olimpo, luego, mediante la filosofía cristiano aristotélica, se preocupó por cómo cultivar su alma dentro de un cuerpo imperfecto y, a partir del cartesianismo, se fragmentó en una conciencia pensante separada de su cuerpo. Ese “individuo” dividido en biología y espíritu era básicamente una conciencia llena de ideas o pensamientos que el asociacionismo hobbesiano buscó convertir en la base explicativa de toda vida social.
Cuando hacia fines del siglo XIX Wundt le da a la disciplina un estatuto propio, le define una perspectiva experimentalista y una social. De ambas perdurará la experimental y persistirá como paradigma predominante un sesgo individualista de subjetividad personal y privada. Se trate del Funcionalismo, el Conductismo, la Escuela Rusa de Bechterev y Pavlov, la Gestalttheorie o el Psicoanálisis, el individuo, la conducta individual y la subjetividad privada serán el objetivo de un pensamiento que no se extenderá mucho más allá del estudio y la determinación de diferencias individuales. El contexto en el que ese individuo habitaba, quedaba en las teorías reducido al ambiente, al estímulo o a un factor desencadenante de un mundo de complejas representaciones “internas”.
Mientras durante la primera mitad del siglo XX la familia fue tema de estudio y de investigación de la antropología, la sociología, la historia y la historia social moderna, la psicología permaneció ausente, aun en su rama más “social”, la psicología social. Esto sorprende, pues probablemente todo psicólogo compartiría la noción de que a la persona hay que comprenderla y estudiarla teniendo en cuenta su contexto social y su mundo de relaciones. También el psicólogo medio aceptaría el lugar común de que la familia es el contexto fundacional de la vida humana y el sitio donde las personas pasan la mayor parte de esa vida.
La familia en el mundo académico
La sorpresa no es menor cuando nos acercamos al mundo académico; allí resulta que ”la familia”, uno de los primeros contextos sociales del desarrollo humano y de los principales predictores del ajuste psicosocial de la persona, ha tenido tradicionalmente escasa o casi nula presencia en los currículos universitarios.
Aunque las actuales aplicaciones profesionales de la psicología se han extendido y abarcado disciplinas e instituciones como la comunidad, la escuela, las migraciones, el derecho de familia y la minoridad o problemas como las adicciones, la violencia familiar y de género, la inclusión social de jóvenes, etc., la familia permanece excluida ─o apenas nombrada como un ítem─ en los programas de Psicología del Desarrollo o Psicología Clínica.
El lector curioso puede remitirse a los manuales más actualizados de la disciplina o leer las propuestas de regulación académica de enseñanza de la Psicología más actuales en nuestro país. En ellas el tópico apenas se menciona. Si se compara su presencia con una gran cantidad de otros temas en lo que hace a los criterios de intensidad en la formación práctica y los estándares de contenidos mínimos curriculares para la formación del psicólogo, la familia no es un tema específico de estudio, como sí lo son el grupo y el liderazgo, las instituciones, las organizaciones y la comunidad (Boletín.Oficial, 2009).
Si intentamos buscar el tema por el lado de la Psicología Social académica, una perspectiva singular de la Psicología en la cual se abordan un cúmulo de contenidos, entre los que se entrecruzan aspectos sociales, históricos, psicológicos y biológicos, es obvio que la familia debiera estar presente como un tema de estudio “estrella” en el campo. Llamativamente, no es así. Hace apenas diez años, ante la ausencia del tema en la Psicología Social “tradicional” estadounidense, Crosbie-Burnett y Lewis (1993) afirmaban con ironía que la Psicología Social estudiaba “los grupos no familiares de individuos”. En España (Gracia,Musitu; 2000) llamaban la atención sobre “su pobre estatus frente a otras asignaturas”.
La familia como agente terapéutico
Han pasado algo más de cien años desde que en 1896 Lightner Witmer estableció la primera clínica psicológica en la Universidad de Pennsylvania y ─poco después─ fundó la primera revista especializada en el tema, proponiendo una nueva profesión con el nombre de “Psicología Clínica”. En estos cien años, cada teoría psicoterapéutica que surgió se auto postuló como basada en ciertas verdades fundamentales sobre el ser humano. Todas fueron renuentes a autoevaluarse como emergentes y contribuyentes de su contexto histórico cultural y del espíritu de su tiempo. Las teorías se convirtieron en “escuelas”, con toda la resonancia institucional, cultural, profesional y de intereses que el concepto conlleva. Esto motivó que algunos años atrás, Gergen (1991) propusiera contemplar las psicoterapias como enmarcadas en corrientes culturales. Se refería a las teorías psicológicas y a sus prácticas psicoterapéuticas como un reflejo de corrientes culturales que le hacían de contexto a su producción. Abrió algunas hipótesis específicas acerca de la Psicología y la Psicoterapia desde una perspectiva sociológica similar a la que utilizo Kuhn para explicar la existencia y cambios de las teorías científicas en general.
Gergen definió las teorías psicoterapéuticas como vinculadas a dos visiones del ser humano dependientes del momento histórico y de ciertos modos de organización social, una romántica y otra moderna. La psicología clínica romántica promovía una perspectiva teórica de difícil contrastación empírica y fundada en la creencia en una tendencia innata, inconsciente y trascendente encaminada a una realización existencial del ser humano. En sus supuestos epistemológicos, el sujeto de esa psicoterapia encierra un conflicto atemporal e inobservable, de características trágicas, del cual como un solitario gaucho de la pampa podrá emerger únicamente ayudándose en la soledad de su propio proceso terapéutico. El psicoanálisis y las terapias humanísticas coinciden con esa descripción. El terapeuta es más un testigo abstinente que un operador proactivo.
Los modelos modernistas o racionalistas se ubicaban en el otro polo, contraponiendo lo insondable con lo contrastable, observable y sujeto a verificación empírica. Inicialmente, en su forma radical, los emuladores del conductismo metodológico habían suprimido lo mental ─arrojando el niño con el agua de la bañera─ o, al decir irónico de William James, esa psicología suprimió la mente y perdió la cabeza. El paciente parecía convertirse en un manojo de reflejos. Cuando esta reducción ya se hacía insostenible, el surgimiento de la psicoterapia cognitivo-conductual en los años sesenta abrió una vía para saltar estas dificultades. Aun así, la familia no entró en sus técnicas principales.
Cerradas sus puertas en la psicoterapia individual tradicional, prácticamente debió entrar por la ventana. Ya fuera en los Estados Unidos o en la Argentina, el establishment psicoanalítico prohibía la inclusión de los parientes. En la década del cincuenta, los primeros tratamientos con parejas y familiares se realizaban (o simulaban) como investigaciones. Se comenzó a desarrollar una antropología de la vida hogareña y cotidiana de la que algunos clínicos y otros profesionales se pusieron a la cabeza. Se había empezado a hacer visible el marco familiar de los trastornos psiquiátricos.
Al trabajar los pioneros con la hipótesis de una matriz social-familiar en los problemas mentales, el marco teórico de referencia los trasladó primero hacia la Microsociología y la Psicología Social y luego a la necesidad de una teoría que pudiera dar cuenta del efecto que las palabras tenían en las interacciones reales, la comunicación humana en la que se delineaba la crianza y la vida cotidiana de las personas (Bateson, 1951).
Con dificultad para trabajar con las familias usando los conceptos provenientes de una psicología de conductas individuales y de subjetividades “intracraneales”, los noveles “terapeutas familiares” eligieron para acercarse al “nuevo” objeto de estudio las novedosas ideas científicas que cuestionaban los enfoques tradicionales de la ciencia positiva vigente. Introdujeron en el estudio de las personas y sus familias los conceptos de la Teoría General de los Sistemas, la Cibernética, la Teoría de la Información, la Nueva Lingüística y reconstruyeron la Teoría de la Comunicación, tendiendo un puente entre esas nuevas ideas y las cuestiones psicosociales y convirtiendo la familia en un laboratorio de investigación psicológica y psicoterapéutica (Bateson,1972).
La familia empezaba a ser descripta como una “mente” compleja, un sistema constituido por patrones comunicacionales observables, recursivos y relativamente estables. Un sistema que mediatizaba las relaciones entre el ser humano, sus pensamientos y creencias y el entorno de la vida social más amplia, un sistema que se desarrollaba en un ciclo vital familiar que entrelazaba lo biológico con lo social, constituyendo la individualidad psíquica del ciclo vital personal a lo largo de toda la vida. Un sistema que, en continua adaptación a su entorno, muchas veces generaba dificultades funcionales cuyo resultado eran malestares significativos (o patologías) instalados en alguno o algunos de sus miembros.
La idea de una nueva forma de terapia surgía de hecho: si la familia podía construir la insania o los problemas, también podría participar en la construcción de la cordura o las soluciones. Como la desensibilización sistemática, la interpretación de los sueños o la corrección de esquemas de pensamiento inadaptativos, la familia ingresó al conjunto de los recursos terapéuticos.
Estas ideas eran excéntricas al establishment de la psicoterapia, tanto como los primeros terapeutas eran también marginales a él: un fotógrafo-bibliotecario como Jay Haley, un antropólogo y epistemólogo como Gregory Bateson, un ingeniero industrial como John Weakland, un hipnólogo famoso tanto por la rareza de sus intervenciones como por los éxitos de sus tratamientos como Milton Erickson, un famoso psicoanalista de niños neoyorkino que entró en herejía como Nathan Ackerman, el irreverente y solitario psiquiatra Carl Whitaker y Salvador Minuchin, un exótico médico argentino recién llegado en 1950 a Nueva York desde Entre Ríos, vía Haifa, que trabajaba con familias neoyorkinas sin casi conocer el inglés, fueron algunos de los que sentaron las bases de una “escuela de la Costa Este” y una mitológica “escuela de Palo Alto” en la costa Oeste de los Estados Unidos.
Un poco por el inicial aislamiento político-profesional en un contexto científico behaviorista y psicoanalítico, otro poco por la tendencia de todas las ideas nuevas a agruparse en “escuelas” para sobrevivir los avatares de las luchas interprofesionales, en el movimiento de terapia familiar predominó cierto dogmatismo que los llevó a plantear la necesidad de una hegemonía de la terapia familiar y cierta desvalorización de toda otra forma de terapia en el tratamiento y la resolución de los problemas mentales.
La hegemonía de la terapia familiar, reemplazando a la psicoterapia, fue un sueño corto. Lo que efectivamente ocurrió fue que se esparció por el mundo como un procedimiento elegido en exclusividad por algunos terapeutas y como auxiliar de casi todas las formas de psicoterapia ejercidas por otros. Se convirtió también en una variante de la terapia que aplicó a su quehacer ─como lo había sido desde su nacimiento─ las ideas más actualizadas del desarrollo general del conocimiento de cada momento posterior.
El impacto de la postmodernidad
La idea de una etapa histórica concreta llamada posmodernidad está tan difundida como discutida. De todos modos, el concepto hizo lugar a la idea de que desde la posguerra mundial se desarrolló y predomina hoy cierta cultura que desacraliza las grandes creencias y teorías, incluidas aquellas que caen en la denominación de “religiones” y “ciencia”. Se cuestiona la búsqueda –heredada de la Ilustración─ de una verdad y predomina un relativismo amparado en el descreimiento, la ambigüedad y cierto desencanto por la ideas de razón, legitimidad, estabilidad, progreso o libertad que hasta entonces guiaban las instituciones.
Entre los pocos años que transcurrieron desde la posguerra a la actualidad, se asistió también a varios fenómenos como la modernización tecnológica, la proliferación de los medios de comunicación de masas y las telepresencias, la urbanización acelerada y los procesos migratorios masivos y veloces. Cuánto y cómo afecta esto la conducta humana es un tema de conversación cotidiano en gran parte del planeta.
Cuánto y cómo esto afectó la vida de la familia tiene su reflejo en las interacciones familiares de cada día. La rutina de la familia rural de hace cien años recibió el impacto de las migraciones a las grandes urbes, de la duplicación de la esperanza de vida, del control de la fecundidad natural y el desarrollo de la fecundidad asistida en sus múltiples variantes ─que incluyen hoy una potencial clonación de seres humanos─ , del fin del amor religioso y romántico “como amor para toda la vida”, de la legitimación del matrimonio homosexual, del surgimiento de las familias mono parentales, homo parentales, ensambladas, etc.
Así, la familia va a tono con un estado de saturación social y diversidad de discursos en los que, más allá de las discusiones epistemológicas, la antigua pregunta humana por la verdad de las cosas se disuelve en el caos social, familiar y en el de la misma reflexividad de cada persona individual. El surgimiento de voces e identidades singulares que reclaman verdades particulares se nutrió de la duda y la quiebra de la confianza otorgada a la razón hasta los principios del siglo XX. Esa verdad que debía guiar los pasos de la humanidad, anhelada y buscada por los empiristas de los siglos XVIII y XIX, cuyo camino fiable parecía ser el método científico, pasó a ser tanto en los círculos de pensamiento como en la vida familiar una cuestión de perspectivas o puntos de vista.
Las ideas constructivistas y construccionistas registraron y teorizaron que la realidad parecía construirse dentro de esas perspectivas y que estas son productos de intercambios y consensos surgidos en la comunicación interpersonal.
En su práctica, la terapia familiar se encontró con estos problemas en la forma de conflictos ideológicos y de valores generacionales y de género en el seno mismo de las familias. ¿Cómo construir un consenso de convivencia si una construcción de realidad es tan adecuada como cualquier otra? ¿Cómo definir criterios de crianza o de organización familiar si los referentes externos son ambiguos?
Los modelos narrativos, al reemplazar la idea de verdad por la de verosimilitud y la de realidad por la de ficción facilitaron por un lado la expresión singular y los deseos de cada uno, pero ante las necesidades de una realidad como la familiar parecen convocar a veces tanto hacia el nihilismo como hacia la parálisis. Las familias se preguntan hoy: ¿Dónde poner los niños durante el día? ¿Cuáles son las reglas de crianza ante un mundo cada vez más complejo? ¿A qué edad se puede cruzar la calle regulada por semáforos inciertos? ¿Cómo se comunica a un niño que esa legalmente señora era un varón y ahora va a tener un bebé?
La psicoterapia buscó a partir de los ochenta, desensibilizar o “identificar” pensamientos y emociones negativas y reemplazarlos mediante el descubrimiento guiado, el cuestionamiento socrático, la solución de problemas o las experiencias emocionales correctivas, es decir “poner un argumento alternativo allí donde está el defecto”, convirtiendo al paciente en un científico que no se equivoque.
Hace cien años se pensaba que si algo andaba mal era porque no se lo conocía lo suficiente o no se aplicaban bien los conocimientos disponibles, pero el siglo XXI trajo la buena nueva de que todos somos expertos y la brecha entre ciencia y cultura lega se va achicando a medida que se impone la noción de que la “validez depende de las creencias” (Gergen, 1992) o de que “el yo es un cuento” y se ha vuelto algo distribuido y dependiente de los accidentes de la trama social (Bruner, 2003).
Se llame posmodernidad u otra cosa, la terapia familiar –y quizás toda forma de terapia─ se encuentra hoy ante el desafío de cumplir una expectativa social de ser un lugar de referencia en un contexto descreído de las creencias de validez general. La perspectiva sistémica construccionista se introduce en este desafío cuando cuestiona la suposición de que las palabras pueden hacer un mapa del mundo con precisión u objetivamente proponiendo que no tiene mucho sentido preguntarse si una teoría científica, una enseñanza religiosa o un sistema de ideas –incluyendo el construccionismo social─ son verdaderos o falsos. O que en la práctica clínica el conocimiento obtenido no puede separarse del proceso de conocer y este siempre implica una axiología (Mahoney, 1991).
Sostiene como premisa que hay verdades locales, que las reglas de legitimidad debieran ser construidas sin obviar los conflictos y la diversidad de voces mediante acuerdos entre personas que piensan y viven en situaciones diversas. Le interesa que esos acuerdos de significado implican la vida de esas personas: ¿Cómo determinado conjunto de ideas contribuyen a nuestro bienestar, familiar o social? ¿Cuales son sus ventajas y desventajas? ¿Cómo contribuyen a una mayor sumisión o autonomía de un grupo social o de una madre? ¿Cómo hacen sustentable el planeta o el hogar o lo destruyen?
El trabajo por esos acuerdos, tanto en las relaciones familiares como en los sistemas más amplios que la familia, como la escuela o la política, se construye dialógicamente en una praxis social que solo parcialmente podrá satisfacer la subjetividad personal.
Martin Wainstein. Sociólogo, Psicólogo, Doctor en Psicología, Profesor Adjunto Regular de Psicología Social y Profesor Adjunto a/c de Teoría y Técnica de la Clínica Sistémica de la Facultad de Psicología de la UBA, Profesor Titular de Psicología de la Personalidad en al Universidad de Palermo.
Referencias bibliográficas
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BATESON, G; Ruesh,J (1951) Comunicación la matriz social de la psiquiatría, Norton
Boletín Oficial 07/10/09 Res/ 343/09 Ministerio de Educación de la Nación
BRUNER, J.; (2003) La fabrica de historias, FCE
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GERGEN K. J. (1992) Towards a postmodern psychology, en S. Kvale (ed) Psychology and postmodernism, 17:30 ; Sage
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